La estupidez humana apunta a una incapacidad para mantener relaciones con la verdad y con el
bien. La misma ocultación de la inteligencia se manifiesta respecto a la vida humana que, desde tiempos de Rousseau, se ha convertido en objeto de la política. Nuestro tiempo se ha convertido ya en el tiempo de la biopolítica, una nueva forma de soberanía de la ciencia y de la técnica, una orientación de la política hacia la organización total de la vida desde su origen hasta la muerte.
Cuando la verdad sobre la naturaleza humana queda supeditada a mayorías parlamentarias y
los derechos se convierten en patrimonio del poder político, se tiende a obtener el consenso sobre los derechos observando ciertas reglas. Tal es la actual legislación abortista, que hace prevalecer el arbitrio sin más guía que lo que Konrad Lorenz denominaba el principio del modo de pensamiento morfotécnico, o simplemente la acomodación de la legislación al principio progresista según el cual “todo lo que puede hacerse, debe ser hecho”.
El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, anunció que se modificará la ley vigente
sobre el aborto para que las mayores de dieciséis años cuenten con la autorización paterna. La modificación del texto “recuperará” los derechos del concebido y un sistema de garantías para los casos en los que se produzca el conflicto entre los derechos de la mujer y el no nacido.
Tres pasos importantes se podrían advertir en la reforma anunciada de la ley del aborto que no pueden pasar de largo. En primer lugar, exigir el consentimiento paterno cuando se trata del aborto de menores de edad, así como del esposo si se trata de una mujer casada, algo impuesto por el sentido común y una conquista provisional menor hacia una “cultura de la vida”.
La demanda requerida, en segundo lugar, de la sustitución de la regulación “de plazos”
(aborto libre hasta un determinado número de semanas) por una regulación “de supuestos” (permisión del aborto en casos como la violación, el incesto, las malformaciones en el feto y el grave peligro para la salud de la madre). En la “Declaración sobre el anteproyecto de ley del aborto: atentar contra la vida de los que van a nacer, convertido en derecho” (17-VI-2009), los obispos españoles recordarán que el Estado no tiene “autoridad para establecer un plazo, dentro
de cuyos límites la práctica del aborto dejaría de ser un crimen”.
Finalmente, una mayor protección del nasciturus, que debe gozar de los máximos derechos,
así como un sistema de garantías cuando nos encontremos con el dilema moral de la colisión de derechos entre la vida del no nacido y la vida y la dignidad de la mujer.
Gallardón está en el sendero correcto cuando no se pliega a la demagogia contemporánea y
progresista que identifica social y moral. El Estado no puede corromperse y ceder al negocio de la “cultura de la muerte”, una cultura subyugada por el suculento gasto social, las prebendas y ventajas económicas que hasta ahora consiguió de una desmesurada administración pública, así como sacralizando el poder político.
Vivimos en una sociedad manifiestamente hipócrita, donde si el embarazo suele considerarse
como un mal evitable (de ahí el derecho al aborto), también es una enfermedad no poder tener hijos, reclamando así el derecho a la reproducción asistida artificial. ¿No personifica esta cultura, auspiciada por determinados grupos de presión que actúan en los medios de comunicación, la exaltación del deseo, la retórica pseudodemocrática del derecho y la asunción de una libertad absoluta?
Pero Gallardón sólo ha esbozado el camino. Ahora somos nosotros, la comunidad humana
entera, quienes debemos transitar por él. La verdad del anuncio de la reforma del aborto - una respuesta débil ante la abyección de un gran mal y de una gran injusticia - sólo supone un primer paso hacia el reconocimiento de un derecho anterior al Estado mismo, como es el derecho y la protección constitucional a la vida del nasciturus desde el principio de la gestación.
La pretendida vuelta a la Sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 deja muchas lagunas difíciles de salvar si pensamos que la realidad poco o nada tiene que ver con la legislación. Un informe del Gobierno de 31-7-1991, donde se verificaba el constante crecimiento del número de abortos practicados, siendo la mayoría abortos de “bajo riesgo”, nos permite concluir el invariable
incumplimiento de la obligación constitucional de defender efectivamente la vida del nasciturus frente a la defensa del aborto como derecho de la embarazada.
Al amparo del supuesto despenalizado del grave peligro para la salud psíquica de la embarazada, se está vulnerando la ley. Si sobre el derecho a la vida se da la primacía a otros derechos (bienestar económico, físico o psíquico), la prevalencia al mito de la “calidad de la vida”, se llegará a la cínica consideración de la salud que realiza la politizada institución internacional de la Organización Mundial de la Salud, como “un estado completo de bienestar físico, psicológico y social”.
Lo mismo cabe pensar sobre las malformaciones del nasciturus. En el Discurso de Benedicto XVI a los participantes en la XX Conferencia Internacional promovida por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud sobre el tema “El genoma humano”, el Papa insistirá en el principio de “no discriminación”, formulado en las Cartas sobre los derechos humanos, donde se recoge que la dignidad del hombre “no disminuye por la posible presencia de diferencias físicas o defectos
congénitos”, encontrando su verdadero fundamento en el hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.
Siempre pensé que la tarea más urgente, previa a cualquier legislación valedora de la máxima de Helvecio, según la cual “las buenas leyes son el único medio de hacer virtuosos a los hombres”, es la aceptación de un orden objetivo de valores, una profunda deliberación donde la vida, como el bien, no es un valor más, sino un presupuesto y un don absolutamente innegociable.
Roberto Esteban Duque
Sacerdote y profesor de Teología Moral
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