jueves, 30 de marzo de 2017

LA IGLESIA Y LA CULTURA


 ¿Acaso no llama la atención que en una nación donde la Iglesia ha tenido un papel histórico tan influyente, lo intelectualmente cristiano tenga tan escasa repercusión? No se trata de buscar culpabilidades en otros, sino más bien de indagar acerca de cuáles han podido ser las fragilidades propias.

Parece claro que la actual situación del catolicismo en su dimensión cultural requiere a estas alturas de una seria reflexión sobre lo sucedido en la época inmediatamente anterior a la nuestra, particularmente por lo que se refiere al caso español. Modificadas las mentalidades a partir de constantes mensajes promovidos desde espacios en muchos casos hostiles a la Iglesia; consolidados muchos comportamientos a partir de dichas tendencias y, finalmente, llevados a la legislación estos criterios, no será superflua una reflexión acerca de las causas de todo ello.
En efecto, los dos últimos siglos han venido a generar y a consolidar corrientes basadas en antropologías diferentes de la cristiana, y en visiones acerca de la sociedad completamente ajenas de las expresadas por la Iglesia. Y en su mayoría han venido a modelar con éxito una sociedad cada vez más distante del cristianismo. Lo que siempre tiene consecuencias. Ramiro de Maeztu, horrorizado ante los incendios de iglesias en mayo de 1931, veía la explicación en la brecha existente entre la mayoría de los intelectuales y la Iglesia.
Por supuesto el caso español no es único, pero, ¿acaso no llama la atención que en una nación donde la Iglesia ha tenido un papel histórico tan influyente, lo intelectualmente cristiano tenga tan escasa repercusión? ¿No resulta chocante que dada la masa de antiguos alumnos de colegios religiosos, sus comportamientos no sean muy distintos de aquellos de otros orígenes? ¿O que incluso en algunos aspectos haya ido en España incluso más allá que otros países de fundamentos menos confesionales? ¿Ha tenido en verdad lo intelectualmente cristiano la repercusión cualitativa que podía esperarse de su masa cuantitativa? Porque no se trata de buscar culpabilidades en otros, sino más bien de indagar acerca de cuáles han podido ser las fragilidades propias.
IRRELEVANCIA SOCIAL
Sin duda, buena parte de tales fragilidades procedían del atraso general de un país que hasta casi la mitad del siglo XX ofrecía unas cifras de analfabetismo que no admitían comparación posible con el entorno europeo. Signo de un atraso económico, social y cultural que a todos afectaba, ya fueran católicos o no. Y a estos en muchos casos de forma más llamativa. Ese era el lamentable paisaje de fondo que, de no reconocerse, no permite sino análisis desenfocados.
Se trataba por tanto de un problema generalizado, lo mismo que el secular ensimismamiento de España. Pero además había motivaciones propias, de apego a lo rutinario, de falta de capacidad de renovación, de autosatisfacción con lo mediano, que impedían la salida adelante de un país que, por lo menos hasta finales del XIX y principios del XX, parecía en muchos casos destinado a no insertarse nunca en un entorno no solo próspero en lo material, sino activo en lo intelectual. Problema de todos, pero también del catolicismo español. Con un grave déficit en su compromiso con lo social, por ejemplo, y con una situación de cada vez menor influencia de su espacio intelectual frente a corrientes secularistas que, hasta la guerra civil, tuvieron capacidad casi absoluta para regular los espacios docentes y académicos.
El final de la guerra civil vino a generar una situación distinta. Ahora un estado confesional apoyaba a la Iglesia. La legislación cambiaba de sentido y las antiguas hostilidades no podían manifestarse públicamente. Pero precisamente ahora aparecía el nuevo y verdadero desafío para la Iglesia, para la evangelización y para la cultura. Ese era el reto. Para lo que hubo respuestas de diverso grado de efectividad. Es bien sabido que entonces la Iglesia recuperó muchos espacios sociales, pero, ¿qué sucedió en los espacios de la cultura? Si analizamos el conjunto de personalidades académicas y el número de publicaciones, la presencia de lo católico en ese espacio no resultó tampoco en modo alguno desdeñable.
Ahora bien, ya desde los inicios de los años 60 era perceptible una notable y creciente influencia ajena a lo propiamente cristiano. Desde entonces hasta hoy el proceso no ha hecho sino crecer, hasta quedar lo culturalmente cristiano en posición irrelevante en términos de iniciativas que hayan tenido una incidencia real en la sociedad. Reproduciéndose así la misma situación de antaño: un grupo social cuantitativamente relevante se halla de nuevo en situación de incapacidad de generar los imprescindibles criterios culturales que permitan influir en la política y la legislación.
En definitiva, los patrones culturales desde los que se determinan las corrientes académicas dominantes, los criterios de los medios de comunicación, los idearios políticos y –resultado de todo ello– la legislación, vienen de otros espacios. Lo que no significa que las cosas no puedan cambiarse, ni que lo católico esté por fuerza vinculado a la falta de capacidad de liderazgo intelectual. En modo alguno. Recursos no faltan.
Antonio Martín Puerta
Director del Instituto CEU de Humanidades Ángel Ayala

Alejandro Rodríguez de la Peña
Profesor de Historia de la Universidad CEU San Pablo

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