martes, 13 de marzo de 2012

SEAMOS Y VIVAMOS COMO TEMPLOS DEL ESPÍRITU


Nuestro cuerpo, esta frágil y caduca morada que el día que menos pensemos vendrá a ser ceniza, polvo, casi nada, tiene la gran misión de acoger en este mundo al Amor de los amores, al Espíritu
de Dios, para que con Él y por su Gracia, sea posible que de nuestro interior salgan obras buenas y agradables a Dios y a los hombres, para que el primero sea glorificado, y para que podamos colaborar en la salvación y bien de todos.

Ayer domingo en las lecturas declara Jesús en el Evangelio (Jn 2, 13-25) que Él es el nuevo y verdadero templo, pues sólo Él encarna a la perfección el Espíritu de Dios por obra y gracia suya, y la Palabra de Dios que pronuncia en su casa de oración. San Pablo en 1 Cor, 22-25 nos recuerda que los cristianos predican a Cristo crucificado y que Él es la ley (que fuera dada desde Moisés – Éx 20, 1-17-), el misterio y sabiduría de Dios.

Por tanto, el templo nos evoca, y convoca, en primer lugar a la casa del Padre. También a estar en ella como orantes y no mercaderes. Y, por último, a identificarnos con Cristo que, desde bien
pequeño, estuvo aprendiendo y luego enseñando allí, incluso a los más doctos, porque Él es Dios, la verdadera Ley, el Amor, que no puede destruir nada ni nadie.

Nuestra vocación de templos del Espíritu de Dios en Cristo, preanunciada con Su futura
glorificación en su cruz y resurrección, y proclamada en el Evangelio de este domingo tercero de Cuaresma, nos debe interpelar y apremiar a cuidar nuestra Iglesia, pero también el ser Iglesia o templo vivo de cada uno, para limpiarla y purificarla de intereses que no sean los de Dios, huyendo de los propios del mercantilismo y la usura.

Nuestro cuerpo, templo del Espíritu, no lo tenemos ni se nos ha dado para usarlo sin control y tampoco para darle un culto desmedido, como muchas veces se hace, sino para elevar desde él a Dios los gestos y las palabras de la alabanza de la gloria para la que hemos sido creados, con el incienso de la oración, con la entrega total de nuestra vida unida a la de Jesucristo.

Luis Javier Moxó Soto

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