martes, 31 de enero de 2012

CUANDO JESÚS SUBIÓ A LA BARCA...


«Cuando Jesús subió a la barca, el poseído le suplicó poder seguirle, pero no lo consintió» (2012-01-30)

Evangelio según San Marcos 5,1-20.

Llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu impuro. El habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras.

Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante él, gritando con fuerza: "¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo de Dios, el Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!". Porque Jesús le había dicho: "¡Sal de este hombre, espíritu impuro!". Después le preguntó: "¿Cuál es tu nombre?". El respondió: "Mi nombre es Legión, porque somos muchos". Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región.

Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña. Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: "Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos". Él se lo permitió. Entonces los espíritus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara - unos dos mil animales - se precipitó al mar y se ahogó. Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido. Cuando llegaron adonde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor. Los testigos del hecho les contaron lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos. Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio.

En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con él. Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: "Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti". El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados.

Reflexión.

¿Nuestra vida es un tormento por ver a Jesús, como la de este endemoniado? ¿Es un tormento que nos ciega al pecado y hace herir constantemente nuestra alma? ¿Ya nadie es capaz de soportarnos, ni siquiera nosotros mismos, sino sólo Cristo que nos visita?

Cristo se dirigió a la región de Gerasa explícitamente para salvar al endemoniado, aunque el endemoniado no lo sabía y una vez que lo supo no lo aceptó. El mismo poseído es quien se arroja a sus pies para pedirle que se aleje de él, para pedirle que no lo atormente. La presencia de Cristo nos perturba cuando nuestro pecado nos mantiene alejados de Él. Y podría ser que también
nosotros nos arrojemos a sus pies para pedirle que se vaya, en lugar de pedirle nuestra curación.
Parecería que es una visita casual, por pura coincidencia, lo que para Él es la salvación de nuestra alma. Pero ya lo dice Cristo "No son los sanos los que necesitan de curación, sino los enfermos".

Por otro lado, ¿cuántas veces optamos por el valor material de las cosas que tener a Cristo entre nosotros? Preferimos la cantidad de nuestras posesiones al bien y salvación de un alma. Porque, ¿qué son 2000 cerdos comparados con la gracia de ser curado por Cristo?

Los habitantes de la región de Gerasa escuchaban atentos el milagro y se alegraban con el desposeído, pero sus corazones se cerraron al escuchar la pérdida de los cerdos por el precipicio.
Creemos en Jesús pero hasta la multiplicación de los panes, no hasta la cruz. Creemos en Él siempre y cuando no eche por el precipicio a "nuestros cerdos".

Propósito.

Confiemos plenamente en Jesús. No importa si para ello necesita de nuestros bienes, pues ¿de qué nos sirve ganar todo el mundo si al final perdemos nuestra alma?

«Cuando Jesús subió a la barca, el poseído le suplicó poder seguirle, pero no lo consintió»

La verdadera, la única perfección, no es llevar tal o tal género de vida, es hacer la voluntad de Dios; es llevar el género de vida que Dios quiere, donde quiere, y de llevarlo como él mismo lo
habría llevado. Cuando nos deja la elección a nosotros mismos, entonces sí, procuremos seguirlo
paso a paso, lo más exactamente posible, compartir su vida tal como fue, como lo hicieron sus apóstoles durante su vida y después de su muerte: el amor nos empuja a esta imitación. Si Dios nos deja esta elección, esta libertad, precisamente es porque quiere que despleguemos nuestras velas al viento del amor puro y que, empujados por él, " corramos tras el olor de sus perfumes" (Ct 1,4 LXX) en un exacto seguimiento, como san Pedro y san Pablo...

Y si un día Dios quiere apartarnos, por un tiempo o para siempre, de este camino, por muy bello y muy perfecto que sea, no nos turbemos ni nos asombremos. Sus intenciones son impenetrables. Obedezcamos, hagamos su voluntad..., vayamos donde quiera, llevemos el género de vida que su voluntad nos designe. Acerquémonos siempre a él con todas nuestras fuerzas y estemos en todos los estados, en todas las condiciones, como él mismo habría estado allí, como él se habría
comportado allí, si la voluntad de su Padre le hubiera puesto allí, como nos pone allí.

Levántate, Señor, sálvame.

Y los espíritus inmundos que nos poseen, ¿qué dicen? Era la otra opción de Jesús como nos lo muestra el evangelio de Marcos. Día y noche estamos gritando en los sepulcros y en los montes, pues nos dominan desde que nos creímos aquello del seréis como dioses.

Pero enfrentados a Jesús, cuando se nos acerca, de pronto comprendemos que tiene autoridad sobre ellos. Con nosotros la perdió, porque no sabemos quién es, pero los espíritus inmundos lo saben muy bien. Saben que es su enemigo mortal. Saben que si él permanece junto a nosotros, la batalla la tiene ganada.

Espíritus inmundos, salid de este hombre. Y atropelladamente salen de él. Mas ¿dónde irán?, ¿no se quedarán cerca para, en cuanto la ocasión se presente, volver sobre nosotros con mayor fuerza que antes? Y, entonces, ¿dónde estaría la autoridad de Jesús? Perdida la de su palabra, malograría, igualmente, la de su acción curadora.

La autoridad de Jesús sobre los espíritus inmundos es decisiva, inconmensurable, porque no entra en juego nuestra libertad - que puede negar la Palabra, y lo hace -, sino la libertad de Dios.
Es maravilloso ver cómo esos espíritus inmundos saliendo de nosotros se meten en los cerdos - no podemos olvidar que estos eran los animales más despreciables de todos para los judíos -, y la piara entera se abalanza acantilado abajo para ahogarse. Las cosas están bien claras. El seréis como dioses se incrusta en los animales impuros y se ahoga con ellos. De esta manera, la presencia de Jesús queda abierta a que su palabra la volvamos a ver como autoridad, porque el abalanzarse en las aguas de los animales impuros nos deja abiertos a descender en las frescas aguas del bautismo, de modo que nuestros oídos, toda la carne que somos, se abra a la sangre y el agua que salen del costado de Cristo muerto, clavado en la cruz.

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