viernes, 27 de enero de 2012

ALMA HUMANA


Para muchos, en su mente está extendida la idea de que el alma…, si es que existe tal como se expresan los no creyentes, es un apéndice del cuerpo.
Es un algo invisible, que puede ser que se encuentre en el cerebro, o en su caso, no es nada más que el resultado de la actividad de las neuronas de nuestro cerebro. Y lo triste, es que estas necias
palabras, fueron pronunciadas en la primera estación de TV del país, por un seudocientífico, que pomposamente lanza necedades con esta y arrastran al error, a ingenua gente de buena fe.
Porque casi todo el mundo, le da carta de naturaleza infalible a cualquier necedad que se diga en Tv o que se escriba en los periódicos, es lo que los profesionales denominan la fuerza del negro sobre el blanco, es decir, la fuerza de las negras letras sobre el blanco papel.

Si alguien hubiese negado la existencia del alma humana en siglos pasados, sobre todo en territorios protestantes y más en los dominados por el puritanismo, habría terminado en la hoguera, por haber puesto en duda la existencia del alma humana. ¡Sí, en la hoguera!, no nos extrañemos, pues los protestantes del siglo XVI y XVII, eran mucho más radicales que la vilipendiada Santa Inquisición católica. Y es que, generalmente como dice el refrán: Unos cardan la lana y otros se llevan la fama.

Pero entrando en materia, recordemos las palabras del Señor que nos recoge San Juan:
“El espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida;…”. (Jn 6,63). Son varias las interpretaciones que se han dado, sobre este pasaje evangélico, pero lo que es claro, es que la carne sin vida, no vale para nada, es el alma la que vivifica la carne, y desde luego no es la carne la que vivifica al espíritu. En otras palabras, dada la superioridad del orden espiritual sobre el orden material, lo importante en nosotros es nuestra alma, la cual como elemento espiritual es eterna, y para bien o para mal las almas humanas jamás perecen, lo cual no se puede decir de nuestros cuerpos, que como elementos materiales, son completamente corruptibles. Aunque bien es verdad que nuestros cuerpos
actuales renacerán como cuerpos gloriosos, para aquellas personas que hayan superado la prueba de amor a la que todos nos encontramos aquí convocados. Al demonio, no le interesan los cuerpos de las personas para llevárselas al infierno, es el alma lo que le interesa, porqie ella tal como dice el Señor: …es la que da vida.

Lo importante es siempre, como bien sabemos, no el continente sino el contenido, y
nuestro cuerpo material es el contenedor de algo muy precioso que es nuestra alma. En la epístola a los Hebreos, atribuida a San Pablo se puede leer: “Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, (espíritu) de manera que lo que se ve (materia) resultase de lo que no aparece (espíritu)”. (Hb 11,3). Y esto es lo que nos pasa a nosotros que vemos nuestros cuerpos, pero no vemos nuestras almas. Pero la parte fundamental de nuestra persona es nuestra alma, nuestro cuerpo que solo es el soporte del alma, el estuche que la contiene. Lo que ocurre, es que nuestra alma inmortal que habita en un cuerpo mortal, no la vemos con los ojos materiales de nuestra cara y ni tampoco tenemos intuición de ella. La conocemos por sus actos, de manera tan oscura, tan mediata, que puede incluso dudar que la tenga, si el análisis lo realiza un materialista; en este caso, él solo verá en los actos personales de su alma, y los estimará como la resultante de la complejidad de sus neuronas. Pero si nos preocupamos de analizar minuciosamente este tema de la existencia del alma, poco a poco se nos ira aclarando cada vez más el conocimiento de la existencia de ella que teníamos al principio y la oscuridad se nos convertirá en evidencia y nuestra alma se nos aparecerá cada día con mayor brillo y esplendor. Y si somos capaces de avanzar en este camino, día a día nuestra alma nos ira proporcionando cada vez con más fuerza el goce del amor de Dios, el gozo de sentirse amado por el Señor.

San Agustín decía: “Como el cuerpo muere cuando falta el alma, así el alma muere cuando pierde a Dios. Más hay una diferencia: la muerte del cuerpo sucede necesariamente, pero la del alma es voluntaria”.

Según manifiesta el conocido teólogo dominico Garrigou Lagranje: En el instante supremo de la muerte, cuando el alma abandona el cuerpo material que ha ocupado, por razón de su
derrumbamiento, es cuando el alma saliendo de su cuerpo, se verá inmediatamente a sí misma, como sustancia espiritual, como los ángeles se ven. Desde ese momento, el alma verá por medio de sus propios ojos, porque los materiales se quedarán en el cuerpo y estos ojos espirituales de nuestra alma, si se han desarrollado debidamente en vida terrenal, verán con más o menos claridad la Luz divina en la proporción y medida en que terrenalmente se hayan
desarrollado. Y si llegado el momento fundamental, si hemos escogido aceptar el amor del Señor, serán estos ojos espirituales, los que una vez purificada el alma del reato de culpa, que pueda tener esta, los que podrán contemplar la gloria del Rostro del Señor.

En nuestra vida se nos presentan dos opciones, a las que alude San Pablo: “En efecto, los que viven según la carne desean lo que es carnal; en cambio, los que viven según el espíritu, desean lo que es espiritual. Ahora bien, los deseos de la carne conducen a la muerte, pero los deseos del espíritu conducen a la vida y a la paz, porque los deseos de la carne se oponen a Dios, ya que no se someten a su Ley, ni pueden hacerlo. Por eso, los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes”. Y continúa San Pablo en su escrito a los romanos, diciéndoles a estos: “El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo. Pero si Cristo vive en ustedes, aunque el cuerpo esté sometido a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes. Hermanos, nosotros no somos deudores de la carne, para vivir de una manera carnal. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán. Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”. (Rm 8,5-14).

Con nuestra alma y no con nuestro cuerpo amamos y odiamos; nuestro cuerpo ni ama ni odia,
es materia pura y carece de emotividad y sentimientos, carece de potencias para su actuación a diferencia del alma que dispone de memoria, inteligencia y voluntad. Nuestro cuerpo no puede apreciar la Luz divina ni el amor que de ella se desprende. Son las sentidos de nuestra alma los que de acuerdo con su desarrollo espiritual puede apreciar los goces divinos, porque cuando lleguemos a tener la posibilidad de contemplar el Rostro de Dios, no serán los ojos de nuestra cara los que lo contemplen sino los de nuestra alma y cuanto más desarrollemos aquí abajo en vida terrenal, estos ojos espirituales, mayor goce seremos capaces de captar el día de mañana cuando tengamos la posibilidad de ver el Rostro de Dios.

Espiritualmente como personas valemos lo que vale el desarrollo de nuestra alma, es por ello por lo que San Pablo escribía diciendo: “Por eso no desfallezcamos. Aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, en cuanto no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, más las invisibles son eternas”. (2Co 4,16-18).

Cuanto más nos preocupemos del desarrollo espiritual de nuestra alma, mayor será la
gloria que nos espere. Dios ama tremendamente a todas las almas, pues todas sin excepción alguna, han sido creadas directamente por Él. No hay alma que no interese vivamente al Señor, cada una de ellas le ha costado el precio de su sangre, decía San Josemaría Escrivá. Y a todas las ama. Es por ello que Santa Teresa de Lisieux decía: “Jesús no baja cada día del cielo para quedarse en el áureo copón, sino para encontrar otro cielo; el cielo de nuestra alma, en donde tiene sus delicias”.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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