jueves, 3 de septiembre de 2009

LOS ASUNTOS ECONÓMICOS DE LA IGLESIA


La Iglesia necesita de medios materiales para poder cumplir la misión que le es propia.

El Código de Derecho Canónico reconoce que la Iglesia tiene el derecho de exigir a los fieles los bienes que necesita para sus propios fines, así como el deber que tienen los fieles de ayudar a la Iglesia en sus necesidades. De la publicación Nuestra Iglesia, de la Conferencia Episcopal Española, extraemos este artículo de Lourdes Ruano, acerca del sostenimiento económico de la Iglesia.

La Iglesia es una comunidad o sociedad espiritual, instituida por Cristo para unos fines también espirituales, pero está constituida y ordenada como sociedad que vive y camina inmersa en este mundo. No es de extrañar, por tanto, que la Iglesia necesite de medios materiales para poder cumplir la misión que le es propia. Las primeras comunidades cristianas eran bien conscientes de ello. Ya en los Hechos de los Apóstoles encontramos textos que describen cómo los cristianos ponían sus bienes en común para el sustento de los ministros de la Iglesia y la atención a los necesitados. En la actualidad, vivimos inmersos en la llamada sociedad del bienestar, absolutamente consumista, pero los fieles que integramos la Iglesia somos muy poco o nada conscientes de las necesidades económicas de la misma, y de la obligación moral y hasta jurídica que tenemos de contribuir a sus necesidades.

El Código de Derecho Canónico reconoce, en el canon 1260, que la Iglesia tiene derecho nativo de exigir a los fieles los bienes que necesita para sus propios fines, y el canon 222 § 1 establece el correlativo deber que tienen los fieles de «ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras de apostolado y de caridad y el conveniente sustento de los ministros». Sin embargo, en España la Iglesia católica es la única confesión religiosa que no es capaz de autofinanciarse. No dudo de que ello se debe a la falta de una conciencia clara, en los que formamos parte de la Iglesia, de las necesidades materiales de la misma, que precisan ser sufragadas.

La administración de los bienes.
En otro orden de cosas, aunque el Papa es el supremo administrador y distribuidor de todos los bienes eclesiásticos, la administración concreta de los bienes de la Iglesia corresponde a quien de manera inmediata rige, a la persona jurídica a la que pertenecen, es decir, al obispo, en el caso de los bienes diocesanos, o al párroco, en el supuesto de bienes pertenecientes a la parroquia. Obispo y párroco tienen un deber de diligencia en esta función de administración, que realizarán con el necesario discernimiento a la hora de adquirir bienes, obtener de ellos el máximo rendimiento, arrendarlos, etc., teniendo siempre en cuenta que los fines propios del patrimonio de la Iglesia son «sostener el culto divino, sustentar honestamente al clero y demás ministros, y hacer obras de apostolado sagrado y de caridad, sobre todo con los necesitados».

Una economía saneada permitirá a nuestra Iglesia sustentar honesta y dignamente a sus ministros, realizar actos de apostolado, cumplir mejor la misión evangelizadora, atender a los necesitados, y permitirá a las parroquias disponer de adecuados salones y espacios celebrativos dignos. También en este ámbito tiene aplicación la nueva eclesiología del Concilio Vaticano II, que nos hace responsables en la misión de la Iglesia, a todos los que formamos el pueblo de Dios.

Entre los hábitos cívicos que nuestra vida democrática ha ido primero introduciendo y, después, consolidando en la vida de los españoles está, sin duda, la práctica de la contribución económica, en la medida de las posibilidades reales de cada uno, al sostenimiento del Estado. De este modo, a la par que se hace un ejercicio de solidaridad y de participación, se garantiza el adecuado servicio que las Administraciones públicas están llamadas a prestar, de forma subsidiaria, a todos los ciudadanos en multitud de campos, y que constituyen su verdadera razón de ser. Como señalaba el Concilio Vaticano II, «la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive».

Al igual que en la vida civil todos somos beneficiarios de los servicios públicos, en el ámbito religioso los creyentes, y la entera sociedad, nos beneficiamos de los servicios que la Iglesia presta, ya sea con su trabajo más directamente evangelizador, o con su acción socio-caritativa y educadora.

La Declaración de la Renta, el IRPF, es una buena ocasión para cumplir tanto con el Estado como con la Iglesia. No se trata, como es sabido, de un nuevo impuesto añadido, sino de decidir personalmente que una parte de nuestra cuota impositiva se destine a financiar la gran labor que realiza la comunidad católica en nuestro país. Para ello basta que señalemos en el impreso de nuestra declaración con una crucecita la casilla destinada a contribuir al sostenimiento de la Iglesia católica. Realizar este gesto cada año se convierte para los católicos no sólo en el cumplimiento de un deber - el de ayudar a la Iglesia en sus necesidades -, sino también en el signo de un compromiso público y social de la fe que se profesa.
Autora: Lourdes Ruano

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