martes, 22 de septiembre de 2009

VIVIR EL AMOR DE VERDAD


Cuando una persona le dice a otra: te amo de verdad, quiere decir con un amor auténtico, con todas las consecuencias, hasta el final.

Y si es un cristiano coherente, esto significa: te amo con aquella fuerza que me da no sólo mi pobre naturaleza sino la obra entera de Cristo, a quien estoy unido con toda la familia de Dios. Y así los cristianos - es el trasfondo de la tercera encíclica de Benedicto XVI - contribuimos al desarrollo de las personas y de los pueblos. Como señalaba Edith Stein y lo certificó con la entrega de su vida, en el cristianismo la verdad y caridad son inseparables y se exigen mutuamente.

La encíclica Caritas in veritate - sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad - se sitúa en continuidad con las dos anteriores. Si la primera encíclica planteaba vivir el amor como fruto de la fe cristiana, y la segunda aprender de nuevo la esperanza para cada uno y los demás, ésta contempla un aspecto central del amor: su relación con la verdad. Vivir la caridad en la verdad (n. 4). La verdad de la caridad es su origen - de Dios Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo -, su carácter creador y redentor, y su capacidad de hacer a los cristianos sujetos que la viven extendiendo por el mundo su fuerza liberadora, como núcleo de la transformación y el desarrollo de las personas y de las culturas.

Que el amor cristiano (la caridad) es fuerza principal del desarrollo, lo corrobora el hecho de que es un fruto de la esperanza, que lleva a trabajar en este mundo por la justicia y la paz; pues la esperanza cristiana, como afirmaba la segunda encíclica, no es - nunca debe ser - individualista. La Caritas in veritate muestra bien que quien no se compromete en la justicia y la paz no ama bien, no ama suficientemente, no ama de verdad.

La presente encíclica se sitúa en inmediata referencia a la Populorum progressio (1967), conocida por su propuesta sobre el desarrollo humano integral. Es decir, el desarrollo de la persona entendida en su cuerpo y en su espíritu, y en relación con Dios y los demás. Todo ello como una vocación del hombre y de la sociedad. Ahora se nos invita a aprovechar las actuales circunstancias de globalización, y también de crisis, para replantear la necesidad de una ética del desarrollo. La economía no puede regirse únicamente por la ley del beneficio y del lucro. Debe superar las perspectivas individualistas y utilitaristas, incluir no sólo la perspectiva ética sino también la teológica, para poder orientarla en términos de relacionalidad, comunión y participación (n. 41).

De lo contrario se cae en tremendas paradojas como las que hoy contemplamos: la reclamación de derechos sin la conciencia de muchos deberes (tanto en el ámbito de la naturaleza, la familia, la bioética, las comunicaciones sociales, etc.). Y es que cuando se niega a Dios con un voluntarismo irracional, es fácil que ese voluntarismo se prolongue en la negación de todo derecho a los demás, y por tanto en el totalitarismo. El siglo pasado nos dejó tremendas experiencias de lo que sucede cuando se intenta acallar la esperanza a base de la utopía del progreso, que ahora, en cierto sentido, toma la forma de la ideología tecnicista.

Obstáculos para manifestar la dimensión familiar y fraternal del desarrollo son además - según Benedicto XVI - aquellas pseudoculturas y formas religiosas que fomentan el individualismo y el aislamiento, de un lado, y de otro, el sincretismo (tomar un poco de todo), pues pueden favorecer la dispersión y la falta de compromiso. También el laicismo y el fundamentalismo, en cuanto que se oponen a la trascendencia de la persona o su libertad. En este texto no se excluye una sana autocrítica de algunas formas del cristianismo que hayan podido caer en el racionalismo sin proporción con la fe o en el fideísmo sin suficiente dimensión racional. Se afirma concretamente - en la línea de las conversaciones de Joseph Ratzinger con Jürgen Habermas (Munich, enero de 2004) o del discurso de Ratisbona (septiembre de 2006) - que la razón y la religión necesitan purificarse mutuamente, para contribuir a un verdadero desarrollo.

Una de las peores consecuencia de la ideología tecnicista es el olvido de la dimensión espiritual de las personas. Escribe el sucesor de Pedro con referencia al Concilio Vaticano II que la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano. Por el contrario, subraya, el humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Dice el Papa - mostrando el vínculo de sus tres encíclicas - que el amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aunque nunca lleguemos a conseguir plenamente lo que anhelamos. Por eso Dios nos sostiene siempre como nuestra esperanza más grande.

Nada extraño, por tanto, que concluya: el desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios, en oración, bien conscientes de que el auténtico desarrollo es antes un don de Dios que un esfuerzo humano. De ahí que la promoción del desarrollo comienza por la experiencia de fe y amor a Dios y la fraternidad en Cristo. No se dice que todo lo demás no contribuya al desarrollo. Se afirma que los cristianos tenemos la responsabilidad gozosa de acogernos a Dios y a su amor, de renunciar a uno mismo y acoger al prójimo, trabajando por la justicia y la paz. Es lo que Juan Pablo II llamaba transformar la historia desde Cristo y con Él, como fruto del amor que se manifiesta en la esperanza y siempre sobre el trasfondo de la fe.

La encíclica proporciona un fundamento teológico más profundo a la Doctrina Social de la Iglesia y suficientes argumentos para que los cristianos participen, desde la fuerza de la vida espiritual - cada uno según su condición -, junto con los demás ciudadanos, en el desarrollo integral de las personas y de los pueblos, especialmente los más débiles y pobres.

San Pablo les escribió a los cristianos de Roma: Que vuestra caridad no sea una farsa. Hoy podríamos decir lo mismo de otro modo: que sepamos, con esperanza, vivir el amor de verdad.
Ramiro Pellitero

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