El Papa Francisco dirigió su mensaje pascual a los fieles de la ciudad de Roma y del mundo e impartió la Bendición Urbi et Orbi este Domingo de Resurrección, 17 de abril, desde el balcón central de la fachada de la Basílica de San Pedro.
“¡Dejemos entrar la paz de Cristo en nuestras
vidas, en nuestras casas y en nuestros países!”, alentó el Santo Padre quien recordó que “ante
los signos persistentes de la guerra, como en las muchas y dolorosas derrotas
de la vida, Cristo, vencedor del pecado, del miedo y de la muerte, nos exhorta a no
rendirnos frente al mal y a la violencia”.
En esta línea, el Pontífice pidió “¡Dejémonos
vencer por la paz de Cristo!” porque “¡La
paz es posible, la paz es necesaria, la paz es la principal responsabilidad de
todos!”.
A continuación, el
Mensaje Pascual pronunciado por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!
Jesús, el Crucificado, ha resucitado. Se presenta en medio de aquellos
que lloran por él, encerrados en sus casas, llenos de miedo y angustia. Se pone
en medio de ellos y les dice: «¡La paz esté con
ustedes!» (Jn 20,19). Les muestra las llagas de sus manos y de
sus pies, y la herida de su costado. No es un fantasma, es Él, el mismo Jesús
que murió en la cruz y estuvo en el sepulcro. Ante las miradas incrédulas de
los discípulos, Él repite: «¡La paz esté con
ustedes!» (v. 21).
También nuestras miradas son incrédulas en esta Pascua de guerra. Hemos
visto demasiada sangre, demasiada violencia. También nuestros corazones se
llenaron de miedo y angustia, mientras tantos de nuestros hermanos y hermanas
tuvieron que esconderse para defenderse de las bombas. Nos cuesta creer que
Jesús verdaderamente haya resucitado, que verdaderamente haya vencido a la
muerte. ¿Será tal vez una ilusión, un fruto de
nuestra imaginación?
No, no es una ilusión. Hoy más que nunca resuena el anuncio pascual tan
querido para el Oriente cristiano: «¡Cristo ha
resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!». Hoy más que nunca tenemos
necesidad de Él, al final de una Cuaresma que parece no querer terminar. Hemos
pasado dos años de pandemia, que han dejado marcas profundas. Parecía que había
llegado el momento de salir juntos del túnel, tomados de la mano, reuniendo
fuerzas y recursos. Y en cambio, estamos demostrando que no tenemos todavía en
nosotros el espíritu de Jesús, sino que tenemos todavía el espíritu Caín, que
mira a Abel no como a un hermano, sino como a un rival, y piensa en cómo
eliminarlo. Necesitamos al Crucificado Resucitado para creer en la victoria del
amor, para esperar en la reconciliación. Hoy más que nunca lo necesitamos a Él,
para que poniéndose en medio de nosotros nos vuelva a decir: «¡La paz esté con ustedes!».
Solo Él puede hacerlo. Solo Él tiene hoy el derecho de anunciarnos la
paz. Solo Jesús, porque lleva las heridas, nuestras heridas. Esas heridas suyas
son doblemente nuestras: nuestras porque nosotros
se las causamos a Él, con nuestros pecados, con nuestra dureza de corazón, con
el odio fratricida; y nuestras porque Él las lleva por nosotros, no las ha
borrado de su Cuerpo glorioso, ha querido conservarlas, llevarlas consigo para
siempre.
Son un sello indeleble de su amor por nosotros, una intercesión perenne
para que el Padre celestial las vea y tenga misericordia de nosotros y del
mundo entero. Las heridas en el Cuerpo de Jesús resucitado son el signo de la
lucha que Él combatió y venció por nosotros con las armas del amor, para que
nosotros pudiéramos tener paz, estar en paz, vivir en paz.
Mirando sus llagas gloriosas, nuestros ojos incrédulos se abren, nuestros
corazones endurecidos se liberan y dejan entrar el anuncio pascual: «¡La paz esté con ustedes!».
Hermanos y hermanas ¡Dejemos entrar la paz
de Cristo en nuestras vidas, en nuestras casas y en nuestros países! Que
haya paz en la martirizada Ucrania, tan duramente probada por la violencia y la
destrucción de la guerra cruel e insensata a la que ha sido arrastrada.
Que un nuevo amanecer de esperanza despunte pronto sobre esta terrible
noche de sufrimiento y de muerte. Que se elija la paz. Que se dejen de hacer
demostraciones de fuerza mientras la gente sufre. Por favor, por favor, no nos
acostumbremos a la guerra, comprometámonos todos a pedir la paz con voz
potente, desde los balcones y en las calles, paz. Que los responsables de las
naciones escuchen el grito de paz de la gente, que escuchen esa inquietante
pregunta que se hicieron los científicos hace casi sesenta años: «¿Vamos a poner fin a la raza humana; o deberá renunciar
la humanidad a la guerra?» «¿Vamos a poner fin a la raza humana; o deberá
renunciar la humanidad a la guerra?» (Manifiesto Russell- Einstein, 9
julio 1955).
Llevo en el corazón a las numerosas víctimas ucranianas, a los millones
de refugiados y desplazados internos, a las familias divididas, a los ancianos
que se han quedado solos, a las vidas destrozadas y a las ciudades arrasadas.
Tengo ante mis ojos la mirada de los niños que se quedaron huérfanos y huyen de
la guerra. Mirándolos no podemos dejar de percibir su grito de dolor, junto con
el de muchos otros niños que sufren en todo el mundo: los
que mueren de hambre o por falta de atención médica, los que son víctimas de
abusos y violencia, y aquellos a los que se les ha negado el derecho a nacer.
En medio del dolor de la guerra no faltan también signos esperanzadores,
como las puertas abiertas de tantas familias y comunidades que acogen a
migrantes y refugiados en toda Europa. Que estos numerosos actos de caridad
sean una bendición para nuestras sociedades, a menudo degradadas por tanto
egoísmo e individualismo, y ayuden a hacerlas acogedoras para todos.
Que el conflicto en Europa nos haga también más solícitos ante otras
situaciones de tensión, sufrimiento y dolor que afectan a demasiadas regiones
del mundo y que no podemos ni debemos olvidar. Que haya paz en Oriente Medio,
lacerado desde hace años por divisiones y conflictos. En este día glorioso
pidamos paz para Jerusalén y paz para aquellos que la aman (cf. Sal 121
[122]), cristianos, judíos y musulmanes. Que los israelíes, los palestinos y
todos los habitantes de la Ciudad Santa, junto con los peregrinos, puedan
experimentar la belleza de la paz, vivir en fraternidad y acceder con libertad
a los Santos Lugares, respetando mutuamente los derechos de cada uno.
Que haya paz y reconciliación en los pueblos del Líbano, de Siria y de
Irak, y particularmente en todas las comunidades cristianas que viven en
Oriente Medio.
Que haya paz también en Libia, para que encuentre estabilidad después de
años de tensiones; y en Yemen, que sufre por un conflicto olvidado por todos
con incesantes víctimas, pueda la tregua firmada en los últimos días devolverle
la esperanza a la población.
Al Señor resucitado le pedimos el don de la reconciliación para Myanmar,
donde perdura un dramático escenario de odio y de violencia, y para Afganistán,
donde no se consiguen calmar las peligrosas tensiones sociales, y una dramática
crisis humanitaria está atormentando a la población.
Que haya paz en todo el continente africano, para que acabe la
explotación de la que es víctima y la hemorragia causada por los ataques
terroristas -especialmente en la zona del Sahel-, y que encuentre ayuda
concreta en la fraternidad de los pueblos. Que Etiopía, afligida por una grave
crisis humanitaria, vuelva a encontrar el camino del diálogo y la
reconciliación, y se ponga fin a la violencia en la República Democrática del
Congo. Que non falten la oración y la solidaridad para los habitantes de la
parte oriental de Sudáfrica afectados por graves inundaciones.
Que Cristo resucitado acompañe y asista a los pueblos de América Latina
que, en estos difíciles tiempos de pandemia, han visto empeorar, en algunos
casos, sus condiciones sociales, agravadas también por casos de criminalidad,
violencia, corrupción y narcotráfico.
Pedimos al Señor Resucitado que acompañe el camino de reconciliación que
está siguiendo la Iglesia Católica canadiense con los pueblos indígenas. Que el
Espíritu de Cristo Resucitado sane las heridas del pasado y disponga los
corazones en la búsqueda de la verdad y la fraternidad.
Queridos hermanos y hermanas, toda guerra trae consigo consecuencias que
afectan a la humanidad entera: desde los lutos y el drama de los refugiados, a
la crisis económica y alimentaria de la que ya se están viendo señales. Ante
los signos persistentes de la guerra, como en las muchas y dolorosas derrotas
de la vida, Cristo, vencedor del pecado, del miedo y de la muerte, nos exhorta
a no rendirnos frente al mal y a la violencia. ¡Dejémonos
vencer por la paz de Cristo! ¡La paz es posible, la paz es necesaria, la paz es
la principal responsabilidad de todos!
Redacción ACI Prensa
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