Este 14 de abril, Jueves Santo, el Papa Francisco presidió la celebración de la Misa Crismal en el altar de la cátedra de la Basílica de San Pedro, donde subrayó que “un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado”.
A continuación, la
homilía pronunciada por el Papa Francisco:
En la lectura del profeta Isaías que hemos escuchado, el Señor hace una
promesa esperanzadora que nos toca de cerca: «Ustedes
serán llamados sacerdotes del Señor, y se les dirá ministros de nuestro Dios.
[…] Yo les daré con fidelidad su recompensa y sellaré con ellos una alianza
eterna» (61,6.8).
Ser sacerdotes es, queridos hermanos, una gracia, una gracia muy grande
que no es en primer lugar una gracia para nosotros, sino para la gente; y para
nuestro pueblo es un gran don el hecho de que el Señor elija, de entre su
rebaño, a algunos que se ocupen de sus ovejas de manera exclusiva, siendo
padres y pastores.
El Señor mismo es quien paga el salario del sacerdote: «Yo les daré con fidelidad su recompensa» (Is
61,8). Y Él, lo sabemos, es buen pagador, aunque tenga sus particularidades,
como la de pagar primero a los últimos, y luego a los primeros, pero es su
estilo.
La lectura del libro del Apocalipsis nos dice cuál es el salario del
Señor. Es su Amor y el perdón incondicional de nuestros pecados a precio de su
sangre derramada en la Cruz: «Al que nos sigue
amando y liberando de nuestros pecados por medio de su sangre e hizo de
nosotros un reino y sacerdotes para su Dios y Padre» (1,5-6). No hay
salario mayor que la amistad con Jesús, no se olviden de esto.
No hay paz más grande que su perdón, y esto lo sabemos todos. No hay
precio más costoso que el de su Sangre preciosa, que no debemos permitir que se
desprecie con una conducta que no sea digna. Si leemos con el corazón, queridos
hermanos sacerdotes, estas son invitaciones del Señor a que le seamos fieles, a
ser fieles a su Alianza, a dejarnos amar, a dejarnos perdonar; no sólo son
invitaciones para nosotros mismos, sino también para poder así servir, con una
conciencia limpia, al santo pueblo fiel de Dios.
La gente se lo merece e incluso lo necesita. El evangelio de Lucas nos
dice que, luego de que Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías delante de su
gente y se sentó, «los ojos de todos estaban fijos en Él» (4,20). También el
Apocalipsis nos habla hoy de ojos fijos en Jesús, de esta atracción
irresistible del Señor crucificado y resucitado que nos lleva a adorar y a
discernir: «Helo aquí que viene con las nubes y
todo ojo lo verá, también los ojos de los que lo traspasaron, y por Él todas
las tribus de la tierra se golpearán el pecho. Sí. Amén» (1,7).
La gracia final, cuando vuelva el Señor resucitado, será la de un
reconocimiento inmediato: lo veremos traspasado,
reconoceremos quién es Él y quiénes nosotros, pecadores; sin más. “Fijar los
ojos en Jesús” es una gracia que, como sacerdotes, debemos cultivar. Fijar los
ojos en Jesús. Al terminar el día hace bien mirar al Señor y que Él nos
mire el corazón, junto con el corazón de la gente con la que nos encontramos.
No se trata de contabilizar los pecados, sino de una contemplación amorosa en
la que miramos nuestra jornada con la mirada de Jesús y vemos así las gracias
del día, los dones y todo lo que ha hecho por nosotros, para agradecer.
Y le mostramos también nuestras tentaciones, para discernirlas y
rechazarlas. Como vemos, se trata de entender qué le agrada al Señor y qué
desea de nosotros aquí y ahora, en nuestra historia actual. Y quizá, si
sostenemos su mirada bondadosa, de parte suya habrá también una señal para que
le mostremos nuestros ídolos. Esos ídolos que, como Raquel, escondimos bajo los
pliegues de nuestro poncho (cf. Gn 31,34-35).
Dejar que el Señor mire nuestros ídolos, que todos tenemos, escondidos
nos hace fuertes frente a ellos y les quita su poder. La mirada del Señor nos
hace ver que, en realidad, en ellos nos glorificamos a nosotros mismos, porque
allí, en ese espacio que vivimos como si fuera exclusivo, se nos mete el diablo
agregando un componente muy maligno: hace que no
sólo nos “complazcamos” a nosotros mismos dando rienda suelta a una pasión o
cultivando otra, sino que también nos lleva a reemplazar con ellos, con esos
ídolos escondidos, la presencia de las divinas personas, del Padre, del Hijo y
del Espíritu, que moran en nuestro interior.
Es algo que se da de hecho. Aunque uno se diga a sí mismo que distingue
perfectamente lo que es un ídolo y quién es Dios, en la práctica le vamos
quitando espacio a la Trinidad y dándoselo al demonio, en una especie de
adoración indirecta: la de quien lo esconde, pero escucha sus discursos y
consume sus productos todo el tiempo, de manera tal que al final no queda ni un
ratito para Dios. Porque Él es así, va hacia adelante lentamente. En otras
ocasiones hemos hablado de demonios educados, aquellos que dice el Señor que
son peores que los que ha expulsado. Son educados, suenan el timbre, entran y
paso a paso se hacen posesión de la casa. Debemos estar atentos, estos son
nuestros ídolos.
Es que los ídolos tienen algo, un elemento, personal. Al no
desenmascararlos, al no dejar que Jesús nos haga ver que en ellos nos estamos
buscando mal a nosotros mismos sin necesidad, y que dejamos un espacio en el
que se mete el Maligno.
Debemos recordar que el demonio exige que hagamos su voluntad y le
sirvamos, pero no siempre requiere que le sirvamos y adoremos continuamente.
Sabe moverse, es un gran diplomático. Recibir la adoración de vez en cuando le
es suficiente para mostrarse que es nuestro verdadero señor y que todavía se
sienta dios en nuestra vida y corazón.
Quisiera compartir con ustedes, en esta Misa Crismal, tres espacios de
idolatría escondida en los que el Maligno utiliza sus ídolos para
depotenciarnos de nuestra vocación de pastores e ir apartándonos de la
presencia benéfica y amorosa de Jesús, del Espíritu y del Padre. Un espacio de
idolatría escondida se abre donde hay mundanidad espiritual que es «una propuesta de vida, es una cultura, una cultura de lo
efímero, una cultura de la apariencia, del maquillaje».
Su criterio es el triunfalismo, un triunfalismo sin Cruz. Y Jesús reza
para que el Padre nos defienda de esta cultura de la mundanidad. Esta tentación
de una gloria sin Cruz va contra la persona del Señor, que se humilla en la
Encarnación y que, como signo de contradicción, es la única medicina contra
todo ídolo.
Ser pobre con Cristo pobre y “porque Cristo
eligió la pobreza” es la lógica del Amor y no otra. En el pasaje
evangélico de hoy vemos cómo el Señor se sitúa en su humilde capilla y en su
pequeño pueblo, el de toda la vida, para hacer el mismo Anuncio que hará al
final de la historia, cuando venga en su Gloria, rodeado de sus ángeles.
Y nuestros ojos tienen que estar fijos en Cristo, en el aquí y ahora de la
historia de Jesús conmigo, como lo estarán entonces. La mundanidad de andar
buscando la propia gloria nos roba la presencia de Jesús humilde y humillado,
Señor cercano a todos, Cristo doloroso con todos los que sufren, adorado por
nuestro pueblo que sabe quiénes son sus verdaderos amigos.
Un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado... un
sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado. Otro espacio de
idolatría escondida echa sus raíces allí donde se da la primacía al pragmatismo
de los números. Los que tienen este ídolo escondido se reconocen por su amor a
las estadísticas, esas que pueden borrar todo rasgo personal en la discusión y
dar la preeminencia a las mayorías que, en definitiva, pasan a ser el criterio
de discernimiento, es feo.
Éste no puede ser el único modo de proceder ni el único criterio en la
Iglesia de Cristo. Las personas no se pueden “numerar”,
y Dios no da el Espíritu “con medida” (cf.
Jn 3,34). En esta fascinación por los números, en realidad, nos buscamos a
nosotros mismos y nos complacemos en el control que nos da esta lógica, que no
tiene rostros y que no es la del amor sino números.
Una característica de los grandes santos es que saben retraerse de tal
manera que le dejan todo el lugar a Dios. Este retraimiento, este olvido de sí
y deseo de ser olvidado por todos los demás, es lo característico del Espíritu,
el cual carece de imagen propia simplemente porque es todo Amor que hace
brillar la imagen del Hijo y en ella la del Padre.
El reemplazo de su Persona, que ya de por sí ama “no aparecer”, porque no tiene imagen, es lo que busca el ídolo
de los números, que hace que todo “aparezca” aunque de modo abstracto y
contabilizado, sin reencarnación. Un tercer espacio de idolatría escondida,
hermanado con el anterior, es el que se abre con el funcionalismo, un ámbito
seductor en el que muchos, “más que con la ruta se
entusiasman con la hoja de ruta”.
La mentalidad funcionalista no tolera el misterio, pero si a la
eficacia. De a poco, este ídolo va sustituyendo en nosotros la presencia del
Padre. El primer ídolo sustituía la del Hijo, el segundo ídolo el Espíritu y
este al Padre.
Nuestro Padre es el Creador, pero no uno que hace “funcionar” las cosas solamente, sino Uno que “crea” como Padre, con ternura, haciéndose cargo
de sus criaturas y trabajando para que el hombre sea más libre. El
funcionalista no sabe gozar con las gracias que el Espíritu derrama en su
pueblo, de las que podría “alimentarse” también
como trabajador que se gana su salario. El sacerdote con mentalidad
funcionalista tiene su propio alimento, que es su ego.
En el funcionalismo, dejamos de lado la adoración al Padre en la
pequeñas y grandes cosas de nuestra vida y nos complacemos en la eficacia de
nuestros planes. Como David cuando, tentado por Satanás (cf. 1 Cro 21,1) se
encaprichó en realizar el censo. Estos son los enamorados, del plan de ruta y
no del camino.
En estos dos últimos espacios de idolatría escondida (pragmatismo de los
números y funcionalismo) reemplazamos la esperanza, que es el espacio del
encuentro con Dios, por la constatación empírica. Es una actitud de vanagloria
por parte del pastor, una actitud que desintegra la unión de su pueblo con Dios
y plasma un nuevo ídolo basado en números y planes: el ídolo de «mi poder, nuestro poder, nuestro programa, nuestros
planes pastorales». Esconder estos ídolos (con la actitud de Raquel) y
no saber desenmascararlos en la propia vida cotidiana, lastima la fidelidad de
nuestra alianza sacerdotal y entibia nuestra relación personal con el
Señor.
¿Qué quiere este obispo que en lugar de hablar de
Jesús, habla de los ídolos de hoy? Alguno
puede pesar en esto. Queridos hermanos, Jesús es el único camino para no
equivocarnos en saber qué sentimos, a qué nos conduce nuestro corazón. Él es el
único camino para discernir bien, confrontándonos con Él, cada día, como si
también hoy se hubiera sentado en nuestra iglesia parroquial y nos dijera que
hoy se ha cumplido todo lo que acabamos de escuchar. Jesucristo, siendo signo
de contradicción — que no siempre es algo cruento ni duro, ya que la
misericordia es signo de contradicción y mucho más lo es la ternura—,
Jesucristo, digo, hace que se revelen estos ídolos, que se vea su presencia,
sus raíces y su funcionamiento, y así el Señor los pueda destruir.
Y debemos recordarlos, estar atentos, para que no renazca la cizaña de
esos ídolos que supimos esconder entre los pliegues de nuestro corazón. Y
quisiera concluir pidiéndole a san José, padre castísimo y sin ídolos
escondidos, que nos libre de todo afán de posesión, ya que este, el afán de
posesión, es la tierra fecunda en la que crecen los ídolos. Y que nos dé
también la gracia de no claudicar en la ardua tarea de discernir estos ídolos
que, con tanta frecuencia, escondemos o se esconden. Y también le pedimos que
allí donde dudamos acerca de cómo hacer las cosas mejor, interceda para que el
Espíritu nos ilumine el juicio, como iluminó el suyo cuando estuvo tentado de
dejar “en secreto” (lathra) a María, de modo
tal que, con nobleza de corazón, sepamos supeditar a la caridad lo aprendido
por ley.
Redacción ACI Prensa








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