A primera vista un libro titulado Tiempo de morir puede echar atrás a muchos en estos tiempos en que todo se ordena a evitar la muerte, al coste que sea. Pero precisamente por esto el libro de Nicolás Diat da en el clavo al abordar la gran cuestión, aquella a la que habernos todos de enfrentarnos y que se ha convertido en el gran tabú en nuestras sociedades (sí, por mucho que lo queramos olvidar, también nos llegará).
En efecto, si hay algo insoslayable es que todos moriremos. ¿Cómo encarar este momento decisivo y fatal?
Diat, que conocíamos de sus sensacionales libros escritos junto a su amigo el cardenal Sarah, emprende un camino por
ocho monasterios y pregunta a los monjes cómo viven la muerte, cómo se
preparan, cómo la conciben, cómo han muerto quienes les han precedido. El resultado, lejos de ser tétrico, es luminoso.
Pero tampoco se piense que estamos ante un libro donde todo es color de
rosa y los monjes mueren entre perfumes y tránsitos en brazos de los ángeles.
Los monjes son muchos y muy diversos, las situaciones son también muchas e
incluso hay tragedias devastadoras, como la del monje que se suicida (sí,
también la depresión severa puede afectar a estos hombres de carne y hueso).
Eso sí, cada uno con su particularidad propia, si algo sobresale en la manera
de encarar la muerte de estos religiosos es su consideración de que ésta no es más que la puerta hacia la vida eterna. La vida
es pues noviciado, escuela, preparación para poder llegar al cielo. Esta visión
lo cambia todo y llena de esperanza un momento que, sin el don de la fe,
fácilmente se torna terrorífico. Y es que, como explica el hermano Philippe de
la abadía del Císter, «pensar en la muerte no es
morboso: de hecho permite comprender el sentido de la vida». O como
señala el cartujo dom Innocent, «la vida sería
un desastre si no supiéramos que algún día vendrá a buscarnos la muerte. ¿Cómo
podrían quedarse para siempre los hombres en este valle de lágrimas? Hemos
nacido para encontrarnos con Dios».
Las vivencias que nos presenta Diat impresionan. Historias múltiples que tocan, cada una, alguna tecla distinta. Como también impresiona la obediencia de estos monjes, capaces de esperar a su superior para expirar y así cumplir la orden recibida (no se trata de decidir cuándo entregamos el alma, algo que solo Dios conoce, sino de la capacidad humana de luchar, y arañar unas horas, o de abandonarse). Pero si de algo impresionante estamos hablando, esperen al último capítulo, dedicado a la Gran Cartuja, donde encontramos a hombres que, a lo largo de los años han ido uniéndose a Dios en medio del silencio y la soledad, cada vez con mayor intensidad, y que acaban apagándose también a solas para unirse definitivamente con su Amado. Como explica el padre Jean-Phillipe de Solesmes, «tenemos que alegrarnos por los hermanos que llegan a las puertas del paraíso. El único gran deseo de un monje es subir al cielo». También debería ser el nuestro.
Lo que nos explica Diat no se
trata, pues, de algo solo para aquellos que han abrazado la vida religiosa,
sino que es lo propio de cada cristiano. Empezando porque, como recuerda el
padre abad de En-Calcat, la profesión religiosa consiste en saber que la vida
se la debemos a Otro ¿O es que vivir para merecer
ir al cielo tras traspasar el umbral de la muerte no es la misión de cada uno
de nosotros? Lo que ocurre es que en un mundo que hace todo lo posible
por mantenernos alejados de la muerte, porque vivamos, olvidándola, como si
nunca fuera a llegar, incluso los cristianos perdemos de vista que la vida es
peregrinación y que la meta es el cielo. La radicalidad de estos monjes al
abrazar la vida cristiana nos sirve para recordar a qué
estamos llamados: no para
deprimirnos ante la certeza de que moriremos, sino para alimentar nuestra
esperanza en la vida eterna.
Es mérito de Diat, además,
haber escrito un libro que se devora, escrito con una voz muy natural, que
reproduce la conversación con un amigo que nos quiere explicar algo muy
interesante que ha descubierto. Escritura muy fluida, pues, pero jalonada por
profundas reflexiones que nos ayudan a penetrar más en el misterio de la vida y
de la muerte, en nuestra vocación, a lo que hemos sido llamados, que en
definitiva es a ir a nuestro Padre, a alcanzar la patria celestial, a ser
ciudadanos del cielo.
Jorge Soley,
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