miércoles, 20 de marzo de 2019

ENGAÑÁNDONOS CON UNA CONSOLADORA ILUSIÓN


“Los católicos tienen que afrontar la realidad y ver el liberalismo moderno como la fuerza intrínsecamente hostil que es. Desde hace décadas, los católicos se han estado engañando con la consoladora ilusión de que el ‘hombre moderno’ había llegado de algún modo a una comprensión más profunda de la dignidad del ser humano que la de las generaciones anteriores y que, por lo tanto, era un momento adecuado para el ‘diálogo’ y la cooperación entre el liberalismo secular y la Iglesia, y cosas por el estilo. Esto siempre fue una ilusión, pero hace falta un tipo especial de autoengaño para seguir creyéndosela a la vista de lo que ha ido sucediendo en los últimos años.
Sigue habiendo incluso clérigos y comentaristas católicos conservadores que se postran constantemente ante el espíritu liberal de la época y tratan de encontrar formas de amoldarse a él. No podemos seguir así. Hay que dejarse de componendas, de pedir perdón y de arriar velas. La mejor defensa es pasar al ataque. No de manera prepotente, pero sí con confianza, franqueza y sin pedir perdón por ello”.
Edwar Feser, tomista norteamericano, en su blog
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Esta ilusión de la que habla Feser se extendió como la pólvora en la Iglesia durante los años sesenta, una época en que los ensoñamientos ingenuos surgían como setas, desde las comunas hippies y el amor libre al “prohibido prohibir” del mayo francés. El mismo San Juan XXIII, demostrando así que el hecho de ser santo y papa no impide equivocarse, clamó en un famoso discurso contra los “profetas de calamidades”, que pretendían que “nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando”, y afirmó en cambio que los hombres de su tiempo “aun por sí solos, están propensos a condenar [las doctrinas falaces y las opiniones y conceptos peligrosos], singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida”.
Como nací unos años después, no sé si en aquellos tiempos todo eso sonaba mejor que ahora y en efecto era fácil creer que el mundo se iba a convertir inminentemente en un paraíso en el que no se prohibiría nada, la libertad y el amor irían de la mano y la generalidad de los hombres aceptaría alegremente la fe católica. En cualquier caso, las décadas posteriores han mostrado inequívocamente que nada de eso sucedió.
Es más, sucedió exactamente lo contrario. El amor libre se convirtió, en realidad, en la entronización animalística del sexo, desligado por completo de la entrega conyugal y sometido a la tiranía de los instintos. El “prohibido prohibir” no liberó a nadie de las tiranías, sino que destruyó la verdad moral, que es la base de la verdadera libertad y el único fundamento que permite rechazar firmemente la opresión. Y esos hombres que, según el Papa bueno, rechazaban ellos solitos las costumbres contrarias a la Ley de Dios, lo que hicieron fue marcharse a millones de la Iglesia y dedicarse a practicar, elogiar, legalizar y subvencionar todas las formas imaginables de saltarse esa Ley, al tiempo que elevaban las comodidades de la vida a criterio fundamental y prácticamente único del bien social.
Qué le vamos a hacer. Errare humanum est, el que tiene boca se equivoca y, como decía Chesterton, la humanidad encuentra un curioso placer en incumplir las profecías de los expertos sobre cómo va a ser el futuro. Lo que no tiene sentido, en cambio, es que medio siglo después sigamos empeñados en el mismo diagnóstico evidentemente erróneo del momento actual. Quizá, como sugiere Feser, sea ya hora de llamar al pan pan y al vino vino y de volver a considerar enemigos de la Iglesia a los que, en efecto, son enemigos de la Iglesia.
A fin de cuentas, es imposible cumplir el mandato de Cristo de amar a los enemigos si no reconocemos primero que tenemos enemigos.
Bruno M.

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