lunes, 25 de junio de 2018

FRANKENSTEIN Y LAS CONSECUENCIAS DE LA AUSENCIA DE UNA MADRE



Se cumple este año el bicentenario de la publicación de Frankenstein, la célebre obra Mary Shelley, una novela de la que había visto varias adaptaciones cinematográficas pero que no había leído en su versión original. Así que decidí colmar esa laguna e hincarle el diente.
Quizás sea el problema con este tipo de obras, sobre las que casi lo sabemos todo antes de leerlas, pero he de confesar que no ha respondido a las expectativas que había puesto en ella. Su gran acierto es la figura del monstruo (y sus conversaciones con su creador), la idea del hombre, aprendiz de brujo, creando una vida que se le va de las manos, incapaz de asumir (y de amar) a su creación. Pero también me ha llamado la atención lo antigua que se ve la obra: hija del Romanticismo, engolada en ocasiones hasta el tedio, inverosímil, previsible, repleta de tópicos… sus momentos de genio no pueden ocultar que ha envejecido mal.
Y sin embargo creo que vale la pena rescatar cómo trata Shelley el tema de la maternidad. La propia Shelley había perdido a su madre, Mary Wollstonecraft, cuando ésta murió a raíz de complicaciones tras el parto y nunca la llegó a conocer. En Frankenstein la ausencia de la madre sobrevuela la obra y sus consecuencias son desastrosas.
Empezando por el propio monstruo, creado por el joven Víctor Frankenstein, a quien puede considerar su “padre”, pero que carece de “madre”. De hecho, el propio Víctor afirma que ningún padre puede pretender la gratitud de su hijo de modo tan completo: en ausencia de madre, toda la responsabilidad sobre el nuevo ser es suya.
Pero esta ausencia de madre no se limita al monstruo: la madre de Víctor Frankenstein es huérfana y muere pronto de resultas de la escarlatina contraída cuando cuidaba a la “prima” y futura esposa de Víctor, Elizabeth. Justine, la chica acogida por la familia y condenada injustamente a muerte por el asesinato del hermano menor de Víctor, también ha perdido a su madre a una tierna edad. Sobre todos los personajes se cierne esta especie de maldición de la ausencia de una madre.
Volviendo al procedimiento empleado por Víctor Frankenstein para crear a su monstruo, podemos decir que ha conseguido un nuevo modo de crear vida que prescinde de la necesidad de la concepción, del embarazo y del dar a luz, y en consecuencia, que ya no necesita a una madre. ¡Qué actual suena!
Y sin embargo, aunque técnicamente Víctor triunfa, su criatura es su gran fracaso. Un fracaso que está estrechamente vinculado a la ausencia de esa madre cuyo cariño suplica el monstruo. Ausente el instinto maternal ante una creación que nunca ha sido parte de él mismo, Víctor huye ante la visión horrorosa de su criatura y pretende encontrar la libertad cortando todo lazo con ella. La procreación ya no es algo natural, sino un proceso tecnológico que descarta la maternidad y la sacralidad de la vida como vestigios superados del pasado. Sin el elemento femenino, maternal, la creación de nueva vida se convierte en un acto de dominio sobre la naturaleza.
En tiempos en los que se nos quiere convencer de que padre y madre son figuras intercambiables o incluso obsoletas, Frankenstein nos recuerda los devastadores efectos de eliminar la figura de la madre, aquella que ama a la criatura que ha llevado en sus entrañas incondicionalmente, sin necesidad de que responda a sus expectativas (exactamente lo contrario de lo que le sucede a Víctor). Y nos advierte también de las consecuencias no deseadas de desacralizar la procreación y asimilarla a un procedimiento técnico más. En esto radica la fuerza, doscientos años después, de la precoz novela de Mary Shelley.
Jorge Soley

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