jueves, 4 de febrero de 2010

¡QUÉ BUENO QUE HOY NO PASÉ DE LARGO!


Yo soy una de esas personas que el otro día pasó de largo, si esa, la que Tú esperabas, la que no entró y se alejó... pero con la soledad y el peso de la cruz.

Las puertas están cerradas.... es porque hace frío. Hago el intento de que se abran y una de las hojas cede y en silencio me invita a entrar...

Hoy es jueves pero en la Capilla no hay nadie, pero Tú si estás. Tú siempre estás.

Yo soy una de esas personas que el otro día pasó de largo... si esa, la que Tú esperabas, la que no entró y se alejó perdiéndose en el ir y venir de la gente... entre mucha gente, entre mucho tráfico, pero con mi soledad y el peso de mi cruz.

Y ahora que estoy frente a Ti... no es fácil... no siento nada. Una frialdad que me llena de incertidumbre porque mi corazón se ha endurecido, porque no valgo nada y Tú no me puedes amar porque estoy muy lejos de Ti y nada puedo ofrecerte. Todo un abismo... entre Tú y yo, Señor. Mis pensamientos se diluyen y mi corazón está helado, tanto o más como la tarde que está afuera... ¿qué me pasa? ¿para qué vine?... no sé qué decirte y sin embargo sé que estás ahí... que te quedaste por mí y porque sabías que HOY no iba a pasar de largo... ¿no será demasiada presunción?.

Tengo el alma enferma, no soy persona buena... ¡te olvido y ofendo tantas veces, Señor! Dime, ¿qué tenía Mateo? que le dijiste: ¡Sígueme! - y él dejándolo todo, se levantó y te siguió. Sigo recordando este pasaje de tu vida "cuando habitaste entre nosotros" y Mateo te ofreció un gran banquete y fuiste. Allí estaban los fariseos y los escribas y te criticaban diciendo: ¿Por qué come y bebe con publicanos y pecadores? Y Tú, Jesús, les respondiste: No son los sanos lo que necesitan médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan. Lc 5,27-32

Tú hablabas de mí, Tú pensabas en mí, en los que te olvidamos, en los que Tú querías y quieres curar como el médico a los enfermos y dijiste: no vengo por los justos sino por los pecadores, para que se conviertan. ¡Qué gran amor el tuyo, Jesús! Yo, que hace un momento no sabía cómo orar, no sabía que decirte, ahora siento la humedad del llanto en los ojos y con tus palabras has hecho latir fuerte mi corazón, antes como dormido, al reclamo de tu voz que me dice: Yo estoy aquí para curar tus males, esos males que te avasallan y te aniquilan, para darte la paz de mí amor, para decirte que vine por ti y por todos los que se sienten hoy como tú. Mira, un día estuve muriendo en una cruz y fue por ti y por ti me quedé con los brazos abiertos para esperarte diciéndole al Padre: ¡perdónalos porque no saben lo que hacen!

Sí, Señor, Tú eres mi Dios y entregaste tu vida para que por tu muerte tenga un día un lugar en el Cielo y sé lo que valgo para ti, que hasta la vida diste por mí. ¡Qué bueno que entré, Señor, para hacerte compañía buscando tu ayuda, tu perdón y consuelo!
Autor: Ma Esther De Ariño

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