martes, 2 de febrero de 2010

¿DÓNDE ESTÁ DIOS? AL FINAL DEL "TODAVÍA NO"


La esencia de la existencia humana es la angustia o la inquietud.

La «caña pensante», ese monstruo oscilante entre el puro animal y el superhombre, este ser material, obediente a la ley de la gravitación universal y a la de la homeostasis…, ese ser que puede amenazar con su puño al propio Dios, este ser que es el hombre, es un ser esencialmente angustiado e inquieto.

Angustia no quiere decir desesperación, tristeza o dolor. Quizás pudiera decirse que el hombre es un ser nostálgico, pero no llega a ser del todo verdad. Lo que en cualquier caso se quiere decir es que la entraña del vivir humano es la insatisfacción. La divisa y bandera del hombre es: «Todavía no».

Es un «todavía no» cuando por primera vez un hombre toma en sus manos a su primer hijo recién nacido, y se restriega los ojos y se dice a sí mismo que no es verdad que ese cuerpecillo con ojos y boca y pies diminutos y frágil sea suyo. Rebosa de satisfacción y de perplejidad y de entusiasmo y de alegría, por muy fuerte que sea su carácter y por muy seguro que se sienta de sí mismo en todas las cosas de la vida corriente. Incluso es posible que ese hombre rotundo en secreto eche su lagrimita de puro anegado en felicidad. Pues bien, aún así, «todavía no», y él lo sabe. En medio de la satisfacción, la perplejidad, el entusiasmo y la alegría, experimenta también alguna ausencia en todo eso que vive. Envuelto en plenitud, la vive con conciencia de su no plenitud.

Completamente feliz, es consciente de que hay más, de que hay más vida y más felicidad. En el fondo de su experiencia, entrelazado en su felicidad, vive, sin menoscabo de la completa alegría, la fugacidad y la limitación. Quizás pueda llamársele «contingencia». Pero todo a la vez, sin que los opuestos resulten entre sí excluyentes, como si la felicidad tuviera manchas.

Nada odia más el secularismo que la vivencia de la finitud en la infinitud, de la esencial limitación de toda experiencia de plenitud. Como que nada debería odiar más un hombre que el intento de escamotearle la unidad insoluble entre angustia y felicidad en esta vida. El secularismo ofrece el engaño de la Serpiente, ese terrible eritis sicut dii, radical falsificación de la realidad de la vida, incluso de la de Adán y Eva en el Paraíso. La vivencia de la humanidad, aun antes del pecado, es la vivencia simultánea de la propia finitud y de la plenitud a la que está abierta. Adán y Eva conocían mejor que nadie, mejor que nosotros, el carácter angustioso o inquieto del vivir humano. El secularismo ofrece la infinitud del «seréis como Dioses» y luego, cuando se descubre el engaño, presenta otro, el del nihilismo, que es el encerramiento resignado del hombre en su finitud. Infinitud imposible, finitud inverosímil. El hombre en el mundo es el inquieto y angustioso agitarse entre la nada y el todo, entre la finitud y la infinitud.

«Todavía no» es la divisa del hombre. Es que la racionalidad animal contiene una apertura a la infinitud desde lo finito. Este es el caso del hombre. El secularismo quiere seducir al hombre, en primer instancia, con el señuelo de una infinitud perfecta (la de Dios mismo), pero al final no puede ofrecer sino la finitud de lo finito. Por eso hoy levanta ante los hombres el espantajo de la Madre Tierra, a quien pertenecen todos, en la que se disuelven todos.

Dicho en plata: lo más odioso del secularismo es que quiere apagar en los hombres la angustiosa e inquieta ansia de encontrar a Dios.
Escribe: José J. Escandell

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