Era una fiesta animada, como muchas de las fiestas juveniles de fines del siglo veinte: una fiesta con amigos, con música rock, con abundancia de cerveza y con el espeso humo de cigarrillos.
En la sala había una mujer acostada, con una lata de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra.
Pero algo extraño estaba pasando, y tuvo que intervenir la policía de Arkansas, Estados Unidos. La mujer acostada en plena sala era la madre de Johnny Harrison, el organizador de la fiesta. Y lo más chocante y hasta macabro es que estaba muerta, dentro de un ataúd. Al hijo de la mujer lo acusaron de profanación de cadáver y lo multaron con cinco mil dólares.
En su defensa, Johnny Harrison alegó que su madre le había pedido que, cuando ella muriera, la despidieran con una fiesta. Pero difícilmente se habría imaginado ella que su despedida llegara al colmo de convertirse en orgía.
No hay duda de que estamos viviendo en tiempos en que ocurren cosas muy extrañas. El caso de Johnny Harrison obedece a ese fenómeno que, aunque no se ve todos los días, manifiesta de un modo patente el menosprecio y el desdén hacia los valores morales y espirituales. Ese desprecio, tarde o temprano, ha de llevarnos a la ruina. Pues así como la civilización comenzó cuando el hombre cavó la primera sepultura, en señal de respeto por sus muertos, terminará cuando deje de honrar a sus difuntos, en señal de haber cavado su última sepultura: la de su conciencia.
¿A qué se debe esa falta de respeto y aprecio por los valores morales que alguna vez tuvimos por sagrados? En definitiva, no se debe a que hayamos llegado a un punto superior de evolución, sino precisamente a lo contrario. Hemos perdido el pudor, la vergüenza, la dignidad y el respeto a todo lo que antes venerábamos porque hemos confundido la libertad con el libertinaje a tal grado que algún día las generaciones futuras dirán de nosotros lo que se decía de quienes vivían en la época de los jueces bíblicos: que cada uno hacía lo que le daba la gana. Pues hemos tomado nuestras libertades fundamentales - la libertad de pensamiento, la libertad de conciencia y la libertad de expresión - y las hemos llevado al extremo de convertirlas en licencia para practicar la inmoralidad, la deshonestidad, la lujuria, la lascivia, la perversidad, la bestialidad, la obscenidad y la profanidad. Si no es así, ¿cómo se explica que la pornografía se haya convertido en la actividad más lucrativa del mundo actual?
Con todo, no es demasiado tarde para recuperar esos valores perdidos. Sólo tenemos que volver sobre nuestros primeros pasos y acudir a Dios, en reconocimiento del valor de sus leyes morales y espirituales, y que pedirle, como el salmista, que nos dé entendimiento para seguir esas leyes y cumplirlas de todo corazón.
Por: Carlos Rey
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