Los que tienen un amigo de verdad lo saben muy bien.
Por: Fernando Pascual, L.C. | Fuente: Catholic.net
Aristóteles hablaba, hace ya muchos siglos, de
tres condiciones para que exista la amistad.
LA PRIMERA: querer el bien del otro,
apreciarle por lo que es en sí mismo y desear que sea feliz, que triunfe, que
se realice plenamente.
Esto parece algo sencillo, pero no resulta tan fácil. El mismo Aristóteles ponía el ejemplo del
vino: un aficionado a los buenos vinos puede “amar”
una botella, cuidarla, guardarla en el mejor lugar de la casa. Pero, en
el fondo, todo su cariño queda explicado por la sencilla razón de que un día
esa botella le podrá dar un gran placer. Ha amado la botella por lo que
esperaba a conseguir de ella, no porque ella fuese digna de un amor
desinteresado.
En otras palabras, no hay verdadero amor de
amistad si éste se funda en el interés (“me puedes ayudar”) o sólo en la búsqueda de una
satisfacción egoísta (“me haces sentir cosquillas
en la barriga...”).
LA SEGUNDA CONDICIÓN: que el otro
quiera mi bien, me ame a mí como yo le amo a él.
Aquí las cosas se ponen más difíciles, pues es posible que yo ame a otro, pero
el otro no tenga prácticamente el menor interés por mí. Es algo que ocurre
muchas veces en el mundo de los enamorados: Francisco ama apasionadamente a
Isabel, pero Isabel se siente como ante un poste de luz cada vez que encuentra
o mira a Francisco. La amistad
verdadera no puede ser unidireccional: tiene que ir de un lado a otro, y
viceversa.
LA TERCERA CONDICIÓN PUEDE PARECER BANAL: QUE HAYA CONOCIMIENTO DEL MUTUO
AFECTO, QUE SE SEPA POR LAS DOS PARTES QUE HAY AMOR.
Porque pasa, no sólo en novelas o películas, que
un chico ame a una chica, que esa chica ame también al chico, y, sin embargo,
por mucho tiempo no se dicen una palabra: les falta el
valor para dar el primer paso que permite construir el puente sobre el que
pueda pasar la corriente del amor descubierto y correspondido.
Son tres condiciones sencillas, que pueden llevar a preguntarnos: ¿tenemos muchos amigos verdaderos, profundos,
incondicionales?
Volvamos a escuchar a Aristóteles. Para él, no es
verdadera la amistad basada en el placer, como tampoco lo es la que se
construye sobre la utilidad.
Porque, y no hay que ser filósofos para darnos cuenta de ello, el placer cambia
como cambia el viento: hoy me produce placer una persona y mañana otra. Por eso
fracasan tantos matrimonios y tantas amistades de artificio.
Tampoco hay verdadera amistad en las alianzas que buscan un beneficio
mutuo. En este caso
sólo habría unión de esfuerzos en tanto en cuanto sirven para los intereses
mutuos. Lograda la meta, se rompe el motivo de la aparente amistad, que no era
sino una alianza de egoísmos. Luego, cada quien sigue su camino, a no ser que
se haya descubierto en la otra parte (en el “socio”)
algo nuevo: no sólo me puede ayudar en un trabajo o
negocio, sino que es bueno, que vale la pena amarlo por sí mismo.
Lo propio del amor verdadero consiste, por lo tanto, en ir a fondo, al
centro del otro. Tiene que saber
respetarlo con sus defectos y sus cualidades, apreciarlo por lo que es, aunque
los años hayan cambiado el pelo, la piel o la silueta del esposo o de la
esposa...
El camino para lograr la verdadera amistad que todos desearíamos es
difícil y arduo. Inicia cuando uno deja de ser el centro de su vida y empieza a
girar en torno al otro. Cuando uno, como repetía
Aristóteles, llega a ser “virtuoso”, bueno,
desinteresado, capaz de dejar egoísmos o avaricias para ganar y ser más gracias
al amor.
El programa es difícil, pero vale la pena. Los
que tienen un amigo de verdad lo saben muy bien. Quizá no son
muchos, pero pueden serlo muchos más de los que imaginamos. Basta con que cada
día dejemos de pensar en el propio bienestar, en los intereses coyunturales,
para empezar a darnos, para amar y dejarse amar. El resto depende
del tiempo y de la fidelidad, que es la corona del amor.
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