miércoles, 6 de marzo de 2019

EN LA TORMENTA


Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
La noche es larga, y hace frío, mucho frío. Por momentos llueve, y no es posible ver casi nada ni a babor ni a estribor, y ni siquiera visualizar la totalidad del navío. Pero hay instantes en que los relámpagos brillan, y nos permiten ver el conjunto, un conjunto inquietante.
La Barca se agita, oscila, se inclina hacia un lado y hacia el otro. Las olas por momentos parecen cubrirla. Algunos mástiles aparecen quebrados, y varias velas han quedado reducidas a harapos.
En la cubierta, los principales miembros de la tripulación discuten. Algunos parecen celebrar y reír a carcajadas ante la posibilidad del hundimiento, otros les reprochan duramente su impericia. Algunos callan, ni una sola palabra sale de sus labios.
El capitán observa, a veces silencioso y otras veces locuaz. Da indicaciones que no siempre son fáciles de entender. Por momentos parece ir hacia donde la tormenta se ve más feroz, por momentos parece incluso dar órdenes de dirigirse directamente hacia los riscos. En otros, sin embargo, señala el Puerto hacia el que nos dirigimos y la dirección correcta.
Y el Dueño de la Barca duerme. No alcanzo a comprender cómo ni por qué, pero parece no importarle demasiado lo que ocurre. Como si fuera suficiente para nosotros con sus órdenes, escritas de manera indeleble y perpetua, y con saber que va junto a nosotros. ¿Por qué? Entramos en la Barca invitados por Él, seguros de sus palabras y confiando en sus promesas. Creímos que aquellos a quienes fue seleccionando por colaboradores más cercanos eran los indicados, los correctos, los más idóneos, los más preparados. Confiamos que nunca, que jamás, ellos podrían desobedecer sus mandatos. Los seguimos algunas veces fascinados, ingenuos, incapaces de dudar.
Pero esto ocurre en la superficie de la Barca. Es real, pero el Dueño no me pidió que trabaje allí. Me encomendó un lugar preciso de la inmensa embarcación, un pequeño conjunto de camarotes, a veces uno, a veces otro.
Y me dijo simplemente: “cuéntales a los viajeros que van allí quién soy Yo, aliméntalos, guíalos, cúralos cuando tengan heridas, consuélalos en sus tristezas… Muéstrales la profunda alegría de vivir en el amor y la verdad. Sé para ellos un padre, un amigo, un pastor… Háblales de mi Madre”
La mayoría de los viajeros no sabe lo que ocurre afuera. Algunas veces contemplan algo extraño, o llegan a sus oídos rumores de la sala del timón, o un comentario de que por algún lugar de la proa o de la popa está ingresando mucha agua… También a veces les dicen que en otros camarotes todo está permitido, que los mandatos del Dueño ya no están vigentes… Comentan que algunos, incluso, alientan a los viajeros a arrojarse de cabeza al mar, que el puerto no existe, que el Dueño, en realidad, tampoco…
Pero yo –no juzgo a los demás- yo intento serenarlos. Los invito a no distraerse, a saber esperar, a vivir este viaje en ese pequeño rincón de la Nave amando, sirviendo, sonriendo, cantando, ofreciendo los mareos y las molestias de la travesía… perdonando. Tratando de hacer de ese lugar, de ese pequeño lugar, un espacio confortable y feliz. Intento que ninguno abandone la Barca, porque si bien nuestra situación es dolorosa, fuera de ella sólo hay frío, y tinieblas, y el Abismo. Intento ocuparme simplemente del aquí y del ahora. Sin dejar de soñar, de anhelar, las delicias y la Fiesta que nos espera en el Puerto.
Mi corazón y mis pensamientos van y vienen, entre la superficie de la Barca y mi pequeño lugar. Intento que la angustia y la preocupación de lo que ocurre arriba y afuera no me roben tanta energía que acabe por descuidar a quienes tengo cerca. Pero intento que las alegrías y pesares de mi pequeño grupo, de mi pequeño rebaño, de mi minúscula familia –de la que debo ser padre- no me hagan olvidar lo que ocurre más allá.
Así, algo así, intento pasar estos días. Mientras el Señor duerme, lo adoro y sigo esperando en Él. Yo sé que me escucha, aunque duerme, y le pido que esta vez, si quiere, apacigüe nuevamente la tormenta. O, si lo prefiere, que nos otorgue reencontrar el rumbo y reparar las roturas de la Barca. O, si ese es su plan, que amanezca pronto, pronto.
Pero le pido, sobre todo, que se pierdan la menor cantidad posible de viajeros.
Y le pido a su Madre –que sufre tanto como muchos de nosotros- que pueda ser y estar a la altura de las circunstancias que hoy nos tocan vivir.
Y descanso en la certeza de que llegaremos a Puerto.
Leandro Bonnin

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