Entonces se desató
un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de
agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
La noche es
larga, y hace frío, mucho frío. Por momentos llueve, y no es posible ver casi
nada ni a babor ni a estribor, y ni siquiera visualizar la totalidad del navío.
Pero hay instantes en que los relámpagos brillan, y nos permiten ver el
conjunto, un conjunto inquietante.
La Barca se agita, oscila, se
inclina hacia un lado y hacia el otro. Las olas por momentos parecen cubrirla.
Algunos mástiles aparecen quebrados, y varias velas han quedado reducidas a
harapos.
En la cubierta, los
principales miembros de la tripulación discuten. Algunos parecen celebrar y
reír a carcajadas ante la posibilidad del hundimiento, otros les reprochan
duramente su impericia. Algunos callan, ni una sola palabra sale de sus labios.
El capitán observa, a veces
silencioso y otras veces locuaz. Da indicaciones que no siempre son fáciles de
entender. Por momentos parece ir hacia donde la tormenta se ve más feroz, por
momentos parece incluso dar órdenes de dirigirse directamente hacia los riscos.
En otros, sin embargo, señala el Puerto hacia el que nos dirigimos y la
dirección correcta.
Y el Dueño de la Barca duerme.
No alcanzo a comprender cómo ni por qué, pero parece no importarle demasiado lo
que ocurre. Como si fuera suficiente para nosotros con sus órdenes, escritas de
manera indeleble y perpetua, y con saber que va junto a nosotros. ¿Por qué? Entramos en la Barca invitados por Él,
seguros de sus palabras y confiando en sus promesas. Creímos que aquellos a
quienes fue seleccionando por colaboradores más cercanos eran los indicados,
los correctos, los más idóneos, los más preparados. Confiamos que nunca, que
jamás, ellos podrían desobedecer sus mandatos. Los seguimos algunas veces fascinados,
ingenuos, incapaces de dudar.
Pero esto ocurre en la
superficie de la Barca. Es real, pero el Dueño no me pidió que trabaje allí. Me
encomendó un lugar preciso de la inmensa embarcación, un pequeño conjunto de
camarotes, a veces uno, a veces otro.
Y me dijo simplemente: “cuéntales a los viajeros que van allí quién soy Yo, aliméntalos,
guíalos, cúralos cuando tengan heridas, consuélalos en sus tristezas… Muéstrales
la profunda alegría de vivir en el amor y la verdad. Sé para ellos un padre, un
amigo, un pastor… Háblales de mi Madre”
La mayoría de los viajeros no
sabe lo que ocurre afuera. Algunas veces contemplan algo extraño, o llegan a
sus oídos rumores de la sala del timón, o un comentario de que por algún lugar
de la proa o de la popa está ingresando mucha agua… También a veces les dicen
que en otros camarotes todo está permitido, que los mandatos del Dueño ya no
están vigentes… Comentan que algunos, incluso, alientan a los viajeros a
arrojarse de cabeza al mar, que el puerto no existe, que el Dueño, en realidad,
tampoco…
Pero yo –no juzgo a los demás-
yo intento serenarlos. Los invito a no distraerse, a saber esperar, a vivir
este viaje en ese pequeño rincón de la Nave amando, sirviendo, sonriendo,
cantando, ofreciendo los mareos y las molestias de la travesía… perdonando.
Tratando de hacer de ese lugar, de ese pequeño lugar, un espacio confortable y
feliz. Intento que ninguno abandone la Barca, porque si bien nuestra situación
es dolorosa, fuera de ella sólo hay frío, y tinieblas, y el Abismo. Intento
ocuparme simplemente del aquí y del ahora. Sin dejar de soñar, de anhelar, las
delicias y la Fiesta que nos espera en el Puerto.
Mi corazón y mis pensamientos
van y vienen, entre la superficie de la Barca y mi pequeño lugar. Intento que
la angustia y la preocupación de lo que ocurre arriba y afuera no me roben
tanta energía que acabe por descuidar a quienes tengo cerca. Pero intento que
las alegrías y pesares de mi pequeño grupo, de mi pequeño rebaño, de mi
minúscula familia –de la que debo ser padre- no me hagan olvidar lo que ocurre
más allá.
Así, algo así, intento pasar
estos días. Mientras el Señor duerme, lo adoro y sigo esperando en Él. Yo sé
que me escucha, aunque duerme, y le pido que esta vez, si quiere, apacigüe
nuevamente la tormenta. O, si lo prefiere, que nos otorgue reencontrar el rumbo
y reparar las roturas de la Barca. O, si ese es su plan, que amanezca pronto,
pronto.
Pero le pido, sobre todo, que
se pierdan la menor cantidad posible de viajeros.
Y le pido a su Madre –que
sufre tanto como muchos de nosotros- que pueda ser y estar a la altura de las
circunstancias que hoy nos tocan vivir.
Y descanso en la
certeza de que llegaremos a Puerto.
Leandro Bonnin
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