lunes, 24 de diciembre de 2018

LOS SACERDOTES, EL MATRIMONIO Y EL CELIBATO


En mis dos primeros años de ministerio recibí el encargo de ser profesor de religión en el instituto público. De entre las muchas experiencias desagradables que tuve, una que suelo recordar con frecuencia es la furibunda agresión verbal que me propinó un profesor de filosofía ante una atónita y repleta sala de profesores. Este compañero debió considerar que algo de lo que dije en una conversación de la que él no formaba parte era tan intolerable que ameritaba una reprensión pública. Entre gritos y tartamudeos expresó su odio hacia la Iglesia, los sacerdotes en general y hacia mí en particular, haciendo énfasis en lo detestable que consideraba la sotana que vestía. Una de las cosas en las que incidió fue en lo ofensivo que consideraba que personas célibes hablen sobre el matrimonio.
No me sorprendió ese tópico, ya rancio, en el discurso de aquel profesor. Y tengo que confesar que tampoco me ha sorprendido que su Eminencia, el Cardenal Farrell, flamante Prefecto del novedoso Dicasterio para los Laicos, Familia y Vida, haya dicho que, a la hora de acompañar y formar a los matrimonios, los sacerdotes «no tienen credibilidad en cuanto a vivir la realidad del matrimonio». Es verdad que esta frase puede tener diferentes interpretaciones, pero el mismo Cardenal da el contexto en el que se tienen que entender, al reconocer su falta de experiencia en ese campo y su incapacidad para responder a las preguntas al respecto de sus propios sobrinos.
La intención principal del Card. Farrell era resaltar la importancia de que los matrimonios participen en la acción pastoral de la Iglesia, con una debida formación al respecto. Esto está muy bien. Lo que no parece tan correcto es sembrar la duda sobre la capacidad de los sacerdotes a la hora de atender pastoralmente a los matrimonios, como si el celibato supusiera un obstáculo, una tara, a la hora de entender la vida conyugal.
La enseñanza de la Iglesia es muy distinta. En realidad, el don del celibato está íntimamente relacionado con el sacramento del Matrimonio. San Juan Pablo II lo ha expresado muchas veces, con palabras tan hermosas como éstas:
El celibato es precisamente un «don del Espíritu». Un don semejante, aunque diverso, se contiene en la vocación al amor conyugal verdadero y fiel, orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio del sacramento del Matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para construir la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta comunidad quiere responder plenamente a su vocación en Jesucristo, será necesario que se realice también en ella, en proporción adecuada, ese otro «don», el don del celibato «por el Reino de los Cielos» (Mt 19, 12) (San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del jueves santo de 1979).
Los matrimonios necesitan de los sacerdotes y de su celibato, como los sacerdotes aprenden de la vida matrimonial la fidelidad exclusiva que deben tener a Cristo, en un contexto de entrega pastoral universal. Sin embargo, la función ministerial, de servicio pastoral, es esencial en los sacerdotes, y sólo es secundaria en los laicos, por lo que insistir en una supuesta falta de credibilidad de los sacerdotes para la atención pastoral en beneficio de una pastoral laical, necesariamente esconde prejuicios y desviaciones peligrosos.
No quiero ponerme «conspiranoico», pero me preocupa seriamente un ataque coordinado contra la evangélica práctica del celibato sacerdotal, semejante al que estamos viviendo contra la doctrina del sacramento de la Eucaristía, la Penitencia y el Matrimonio. No faltará quien comience a decir —como si no se hubiera ya dicho esto hasta la náusea— que un sacerdote casado podría atender mejor a las personas desde su realidad inmediata, pues ya sabemos que, según parecen pensar muchos, no es el Evangelio el que tiene que iluminar la experiencia humana, sino ésta la que tiene que poner luz a la Palabra de Dios.
Lo que en realidad manifiestan las palabras del Cardenal Farrell es lo alejados que se encuentran los altos eclesiásticos de la realidad de los cristianos de a pie. Lamentablemente, parece que para «hacer carrera» eclesial es necesario fabricarse un mundo que funcione según la ideología del momento, olvidándose de la necesidad de la gente sencilla de escuchar la Palabra de Dios. Tal vez su insistencia en imponer sus esquemas a una realidad que se resiste tozuda a aceptarlos no es más que un mecanismo de defensa ante la absoluta esterilidad pastoral del «oficialismo» de los últimos años.
Esta desconexión de los pastores con el Pueblo de Dios está causando estragos en la Iglesia, sobre todo en un mundo hiperconectado, en el que no es difícil que todo se sepa de forma inmediata y fuera de los canales oficiales de transmisión. El último episodio de esto, al margen del tema que comentamos, es el bochornoso pronunciamiento de la Conferencia Episcopal ante la sedición del racismo catalán, en el que los obispos han dado la espalda al pueblo católico español.
Pero ojo, a veces en la polémica doctrinal actual, incluso los que están del lado de Cristo pueden caer en este olvido de la primacía de los sencillos y del principio de la salus animarum como criterio. En este sentido, hay que advertir que los fieles cristianos sujetos a la acción de los malos pastores son los más perjudicados por ello, y deberían ser los primeros a tener en cuenta a la hora de hacer o decir algo. Las personas de a pie, que acuden a las parroquias para recibir la catequesis, los sacramentos, la cercanía de la comunidad cristiana o de su sacerdote, no tienen la culpa de que la Iglesia esté en crisis, y no deberían pagar las consecuencias.
¿Cuál ha de ser entonces la actitud? Respeto a los que han considerado oportuno hacer pública un intento de «corrección filial» al Romano Pontífice. Yo no me considero capacitado para eso. Y temo que la gente sencilla reciba con escándalo una propuesta así poniéndose, naturalmente, del lado de la persona del Papa, aunque esto suponga rechazar la verdad evangélica que contiene la corrección. Yo creo que sería mucho más adecuado, dando por supuesta la primacía de la oración y el sacrificio, llevar el camino contrario al que parece seguir gran parte de la jerarquía, es decir, acercarse al pueblo fiel y nutrirlo con la Palabra de Dios e iluminarlo con la luz del Evangelio. No digo que haya que dejar de combatir el error y de dar razón de nuestra esperanza, pero sin olvidar que nuestra misión fundamental es, en definitiva, predicar el Evangelio a todos los pueblos, enseñándoles a guardar lo que Cristo nos ha enseñado.
Por tanto, diga el Cardenal Farrell lo que diga, que los sacerdotes no renuncien a priorizar la atención pastoral a los matrimonios en todas las situaciones, especialmente en la etapa previa e importantísima del noviazgo, y que los matrimonios no duden en acudir a sus pastores para recibir de ellos el consejo y el alimento para su vida conyugal. Rezo por que los sobrinos del Cardenal encuentren un sacerdote que confíe en que Cristo lo hizo capaz, se fio de él y le confió el ministerio.
Francisco José Delgado

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