lunes, 24 de diciembre de 2018

JESÚS ES EL HIJO DE DIOS Y EL HIJO DE LA VIRGEN MARÍA


Por obra del Espíritu Santo
San Pedro, en la primera predicación del Evangelio, el mismo día de Pentecostés, dijo de Jesús a muchos oyentes de nacionalidades diversas: «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que podamos salvarnos» (Hch 4,12).
(InfoCatólica) Jesucristo es el único que puede «quitar el pecado del mundo»
San Ireneo es uno de los más antiguos y venerables Padres de la Iglesia. Fue discípulo de San Policarpo (+155), el obispo de Esmirna, en el Asia Menor. Emigró a las Galias, y fue consagrado como obispo de Lyon, y después de haber predicado y escrito con gran fuerza y lucidez sobre la verdadera fe católica, combatiendo a los herejes, a los gnósticos concretamente, murió mártir de Cristo (+200). El texto que sigue es un fragmento de su obra Adversus haereses (III, 20,2-3), y en la Liturgia de las Horas se lee el 19 de diciembre.
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La gloria del hombre es Dios; el hombre, en cambio, es el receptáculo de la actuación de Dios, de toda su sabiduría y su poder.
De la misma manera que los enfermos demuestran cuál sea el médico, así los hombres manifiestan cuál sea Dios. Por lo cual dice también Pablo: Pues «Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). Esto lo dice del hombre, que desobedeció a Dios y fue privado de la inmortalidad, pero después alcanzó misericordia y, gracias al Hijo de Dios, recibió la filiación que es propia de éste.
Si el hombre acoge sin vanidad ni jactancia la verda­dera gloria procedente de cuanto ha sido creado y de quien lo creó, que no es otro que el Dios omnipotente que hace que todo exista, y si permanece en el amor, en la sumisión y en la acción de gracias a Dios, recibirá de él aún más gloria, así como un acrecentamiento de su propio ser, hasta hacerse semejante a aquel que murió por él.
Porque el Hijo de Dios se encarnó en una carne pecadora como la nuestra, a fin de condenar al pecado y, una vez condenado, arrojarlo fuera de la carne. Asumió la carne para incitar al hombre a hacerse semejante a él y para proponerle a Dios como modelo a quien imitar. Le impuso la obediencia al Padre para que llegara a ver a Dios, dándole así el poder de alcanzar al Padre. La Palabra de Dios, que habitó en el hombre, se hizo también Hijo del hombre, para habituar al hombre a percibir a Dios, y a Dios a habitar en el hombre, según el beneplácito del Padre.
Por esta razón el mismo Señor nos dio como señal de nuestra salvación al que es Dios-con-nosotros [el Emmanuel], nacido de la Virgen, ya que era el Señor mismo quien salvaba a aquellos que no tenían posibilidad de salvarse por sí mis­mos; por lo que Pablo, al referirse a la debilidad humana, exclama: «Sé que no es bueno eso que habita en mi carne (Rm 7,18), dando a entender que el bien de nuestra salvación no proviene de nosotros, sino de Dios; y añade: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo cautivo de la muer­te?» Después de lo cual se refiere al libertador: «la gracia de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 7,2-25).
También Isaías dice lo mismo: «Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los co­bardes de corazón: Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona y Él os salvará» (Is 35,3-4). Porque hemos de salvarnos, no por nosotros mis­mos, sino con la ayuda de Dios.

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