Todos los días, cuando
rezamos, no hacemos otra cosa que volver a apuntar a la meta.
Hace poco escuché una meditación sobre el amor y me encantó. Acá les
comparto las sencillas reflexiones que me quedaron, que nos hablan de cómo es
Dios y cómo es el amor que todos anhelamos.
Pensando
en el amor, lo primero que hay que caer en la cuenta es que el amor no se
detiene. El amor nunca se queda en los
medios, el amor busca el encuentro, la persona, la comunión. El amor no
descansa antes de tiempo, solo descansa cuando hay encuentro.
Por eso,
pensar en el amor nos hace pensar en Dios y nos hace preguntarnos cómo vivir
ese amor desde la fe para poder encontrarlo en este mundo.
Más de una vez en la vida nos
pasa que sin saber cómo, y no como resultado de un razonamiento sino como una
evidencia que se impone, nos damos cuenta de que algo ha cambiado y que todo lo
vemos de otro modo.
Así
también pasa en la vida espiritual donde se dan paradojas como ésta: “no supe dónde entraba, no sabía dónde estaba, ni cómo
había llegado allí, pero entendí grandes cosas”.
Esto
es únicamente el resultado de un amor que nos sorprende.
Pero también nos pasa que hemos gustado lo pleno,
que hemos encontrado el amor, pero de repente nos damos cuenta de que no lo
tenemos, de que se ha ido y de que nada lo puede reemplazar.
Este es
uno de los mayores dramas humanos: que las heridas de amor las cura el que las hizo.
Y es uno de los problemas del amor: no tiene
reemplazantes.
Lo
infinito del corazón del hombre es la herida, la huella, la eterna memoria de
quien nos ha hecho con amor.
Los hombres tenemos memoria de
Dios y los encuentros que tenemos en esta vida, en la fe, en la oración, en las
experiencias que Dios nos regala, nos hacen tomar conciencia y nos avivan esta
sed, esta herida.
Esto me
lleva a pensar que todos los seres
humanos tenemos un corazón infinito, pero no todos se han dado cuenta.
Entonces,
¿podemos decir que padecen más los que se dieron cuenta de la infinita capacidad de ese
corazón?
En un
sentido sí, y eso lo podemos constatar en la oración: en
ella somos consolados pero a la vez sentimos que se aviva el problema, pues
también sentimos la ausencia de ese
amor y nos deja insatisfechos.
Pero no
nos tenemos que compadecer de esta situación, esta dramática realidad no nos
viene tanto de nuestra pobreza sino de la maravillosa suerte de haber sido
invitados al amor.
En otras
palabras es preferible sufrir por estar
enamorados a tener la calma de no tener ni idea de lo que es el amor.
¿Entonces en las cosas de encontrarnos con el amor de Dios se trata de
acostumbrarnos a sentirnos mal? Pues no.
Se trata de todos los días volver a
recordar que estamos hechos para lo pleno.
Nuestro
sentirnos mal nos dice una y otra vez que esa es nuestra meta y que estamos
caminando hacia allá.
Que en
este mundo no termina nuestra vida, que morir es solo morir, que morir se acaba. Y esto, aunque parezca
una desgracia, una espera infinita, se convierte en gracia porque nos hace
tomar consciencia de que hemos sido
invitados a la comunión.
Somos barro invitado a ser Dios. Por eso nuestra
vida no consiste en defender lo poco que tenemos sino en no perdernos la
plenitud a la cual fuimos invitados.
Se trata de buscar en todo ser
fieles a lo pleno y tener una gran capacidad de insatisfacción; es decir, vivir en el tiempo con sed y esperanza
de absoluto, sabiendo que aquí ha
comenzado pero no está la plenitud.
Todos los días, cuando rezamos,
no hacemos otra cosa que volver a apuntar a la meta, y desde allí nos situamos para entender la vida.
Y por
último recordar que María comprendió que la plenitud está al final.
En las
bodas de Caná lejos de asustarse ante la falta de vino recurrió al único que
nos puede entregar el de mejor calidad: “Siempre se
sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de
inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento”
(Jn 2, 10).
Dicho en
otras palabras, no nos tenemos que asustar de que un día la vida nos parezca una fiesta de bodas en la cual el vino se
terminó, ya no hay sentido, ya no tenemos fuerzas, motivaciones, todo
parece que se acabó.
Ese es el
momento para acudir a Aquel que está
deseando regalarnos el mejor vino que viene al final, un vino que no es
hecho por el hombre.
El
sentido de la vida no es el que los hombres nos fabricamos. El sentido de la
vida es el que nos regala Jesús y el que hay que saber esperar.
Por Luisa Restrepo
es.aleteia.org
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