martes, 18 de diciembre de 2018

MORIR SE ACABA: LA PLENITUD ESTÁ DESPUÉS


Todos los días, cuando rezamos, no hacemos otra cosa que volver a apuntar a la meta.

Hace poco escuché una meditación sobre el amor y me encantó. Acá les comparto las sencillas reflexiones que me quedaron, que nos hablan de cómo es Dios y cómo es el amor que todos anhelamos.

Pensando en el amor, lo primero que hay que caer en la cuenta es que el amor no se detiene. El amor nunca se queda en los medios, el amor busca el encuentro, la persona, la comunión. El amor no descansa antes de tiempo, solo descansa cuando hay encuentro.

Por eso, pensar en el amor nos hace pensar en Dios y nos hace preguntarnos cómo vivir ese amor desde la fe para poder encontrarlo en este mundo.

Más de una vez en la vida nos pasa que sin saber cómo, y no como resultado de un razonamiento sino como una evidencia que se impone, nos damos cuenta de que algo ha cambiado y que todo lo vemos de otro modo.

Así también pasa en la vida espiritual donde se dan paradojas como ésta: “no supe dónde entraba, no sabía dónde estaba, ni cómo había llegado allí, pero entendí grandes cosas”.

Esto es únicamente el resultado de un amor que nos sorprende.

Pero también nos pasa que hemos gustado lo pleno, que hemos encontrado el amor, pero de repente nos damos cuenta de que no lo tenemos, de que se ha ido y de que nada lo puede reemplazar.

Este es uno de los mayores dramas humanos: que las heridas de amor las cura el que las hizo. Y es uno de los problemas del amor: no tiene reemplazantes.

Lo infinito del corazón del hombre es la herida, la huella, la eterna memoria de quien nos ha hecho con amor.

Los hombres tenemos memoria de Dios y los encuentros que tenemos en esta vida, en la fe, en la oración, en las experiencias que Dios nos regala, nos hacen tomar conciencia y nos avivan esta sed, esta herida.

Esto me lleva a pensar que todos los seres humanos tenemos un corazón infinito, pero no todos se han dado cuenta.

Entonces, ¿podemos decir que padecen más los que se dieron cuenta de la infinita capacidad de ese corazón?

En un sentido sí, y eso lo podemos constatar en la oración: en ella somos consolados pero a la vez sentimos que se aviva el problema, pues también sentimos la ausencia de ese amor y nos deja insatisfechos.

Pero no nos tenemos que compadecer de esta situación, esta dramática realidad no nos viene tanto de nuestra pobreza sino de la maravillosa suerte de haber sido invitados al amor.

En otras palabras es preferible sufrir por estar enamorados a tener la calma de no tener ni idea de lo que es el amor.

¿Entonces en las cosas de encontrarnos con el amor de Dios se trata de acostumbrarnos a sentirnos mal? Pues no. Se trata de todos los días volver a recordar que estamos hechos para lo pleno.

Nuestro sentirnos mal nos dice una y otra vez que esa es nuestra meta y que estamos caminando hacia allá.

Que en este mundo no termina nuestra vida, que morir es solo morir, que morir se acaba. Y esto, aunque parezca una desgracia, una espera infinita, se convierte en gracia porque nos hace tomar consciencia de que hemos sido invitados a la comunión.

Somos barro invitado a ser Dios. Por eso nuestra vida no consiste en defender lo poco que tenemos sino en no perdernos la plenitud a la cual fuimos invitados.

Se trata de buscar en todo ser fieles a lo pleno y tener una gran capacidad de insatisfacción; es decir, vivir en el tiempo con sed y esperanza de absoluto, sabiendo que aquí ha comenzado pero no está la plenitud.

Todos los días, cuando rezamos, no hacemos otra cosa que volver a apuntar a la meta, y desde allí nos situamos para entender la vida.

Y por último recordar que María comprendió que la plenitud está al final.

En las bodas de Caná lejos de asustarse ante la falta de vino recurrió al único que nos puede entregar el de mejor calidad: “Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento” (Jn 2, 10).

Dicho en otras palabras, no nos tenemos que asustar de que un día la vida nos parezca una fiesta de bodas en la cual el vino se terminó, ya no hay sentido, ya no tenemos fuerzas, motivaciones, todo parece que se acabó.

Ese es el momento para acudir a Aquel que está deseando regalarnos el mejor vino que viene al final, un vino que no es hecho por el hombre.

El sentido de la vida no es el que los hombres nos fabricamos. El sentido de la vida es el que nos regala Jesús y el que hay que saber esperar.

Por Luisa Restrepo
es.aleteia.org

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