jueves, 7 de junio de 2018

DIOS NO ES AMOR



El lunes por la mañana, al llegar a la oficina, Pepe llamó a unos cuantos compañeros, diciéndoles:
—Venid, que os cuento lo que me ha pasado este fin de semana.
—Cuenta, cuenta —respondieron ellos, frotándose las manos, porque Pepe era conocido en la oficina por lo bien que contaba historias.
—Pues resulta que el sábado por la noche, volvía a casa en el coche a eso de las dos o las tres de la madrugada con mi mujer, porque habíamos ido a una boda, y nos perdimos. Os lo imagináis: noche cerrada, ni la más remota idea de dónde estábamos y cruzando un vecindario malísimo, una especie de mezcla entre el Bronx y Corea del Norte.
—Esas cosas siempre te pasan a ti —dijo uno de los compañeros.
—Sí, pero ya sabéis que siempre mantengo la calma pase lo que pase. Y eso que la cosa se puso fea, porque, al girar por una esquina, vimos que la calle estaba bloqueada por un coche en medio de la calzada y un tipo nos dio el alto.
—¡Vaya susto! Si me pasa a mí, me muero —reconoció Martínez, que se asustaba de una mosca.
—Pegué un frenazo y nos quedamos en el coche, mientras el tipo se acercaba. Era muy alto y tenía cara de pocos amigos. Mi mujer estaba temblando, pero yo, tranquilo.
—¡Eres grande, Pepe!
—Lo malo fue que, cuando se acercó un poco más, vimos que el tío llevaba un pistolón como un cañón de grande.
—¿Y no te moriste ahí de miedo?
—Tampoco —siguió Pepe, quitándole importancia a la cosa con un gesto—. Tranquilo, como siempre. El caso es que el hombre empezó a interrogarnos, con la mano puesta en el pistolón.
—¿Y qué pasó? No nos dejes con la intriga.
—Pues todo terminó bien: fue muy amable, nos dijo que tuviéramos cuidado, nos dio indicaciones para llegar a la autopista… y ni siquiera me puso una multa por llevar el carné de conducir caducado. Ojalá los demás policías fueran igual de simpáticos.
El grupito se disolvió entre risas, mientras multitud de bolas de papel golpeaban al contador de historias, que se sentaba satisfecho en su mesa, con el deber cumplido.
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Dejemos a los oficinistas con su trabajo y volvamos al tema del artículo, la frase “Dios es amor”.
Dios no es amor. No propiamente. ¿Qué? Pero, pero, pero… si hace un par de semanas lo escuchamos en la segunda lectura de la Misa. ¡Hasta sale en una canción: “Dios es amor, la biblia lo dice; Dios es amor, San Pablo lo repite, tirurí, tirurá…”! Así que tiene que ser verdad.
Pues no es verdad. O, al menos, se trata solo de media verdad. Decir que Dios es amor es como una de las historias que cuenta Pepe: falta información fundamental para entender lo principal de la cuestión. Es una media verdad que oculta la otra media, precisamente la mitad que más necesitamos escuchar, la que nuestra época no entiende, ni sospecha ni quiere oír.
Lo cierto es que Dios es caridad. No cualquier amor, amor de caridad: ὁ θεὸς ἀγάπη ἐστίν, dice el original griego. Deus caritas est, traduce la Vulgata de San Jerónimo.
La distinción es fundamental, porque el amor de caridad es el amor sobrenatural, el revelado por Dios y que solo puede ser don suyo, el que Cristo nos ha regalado y que es fruto de la gracia. Sin amor de caridad, el cristianismo no tiene sentido, todas las religiones son iguales, la Encarnación solo es un cuento y el mundo está perdido. Los demás amores están dañados por el pecado, retorcidos por la concupiscencia, y necesitan ser redimidos, transformados y sobrenaturalizados.
Por ejemplo, cuando nuestra época habla de relaciones prematrimoniales, adulterio, parejas del mismo sexo, anticonceptivos, eutanasia y todo lo demás, se siente deliciosamente sabia al decir: “si se quieren, está bien”, “mientras haya amor…” o “si eso es lo que les hace felices, será bueno". De alguna forma, resuena en esas afirmaciones el eco lejano de las palabras de San Agustín ("ama y haz lo que quieras") y de San Ireneo ("la gloria de Dios es que el hombre viva").
La distancia espiritual que supone la apostasía, sin embargo, hace que ese eco esté distorsionado y el mensaje original resulte irreconocible. Tanto para San Agustín como para San Ireneo, la clave estaba en la caridad, el amor de Dios revelado al hombre. Ama y haz lo que quieras, siempre que ese amor sea verdadera caridad, porque la caridad ama los mandatos de Dios. Como dijo San Pablo, la caridad es paciente, es servicial: la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. Del mismo modo, la gloria de Dios es que el hombre viva, que sea feliz, pero sabiendo que esa vida y esa felicidad son las que da la gracia de Dios, que es la que crea en el hombre la auténtica caridad, más fuerte que la muerte.
El hombre moderno, en cambio, dice “si se quieren, está bien", pero no entiende la desoladora realidad: que no se quieren, que no es verdad que se quieran, que esos amores no son amor de caridad. Ha renunciado a la luz de la fe y ya no se da cuenta de que en el adulterio, las relaciones prematrimoniales, los anticonceptivos y todo lo demás puede haber amores carnales, pero no amor de caridad, porque el amor de caridad es fiel hasta la muerte, no soporta la injusticia, es fecundo y no estéril, busca el verdadero bien del otro, lo respeta y venera como imagen del mismo Dios, espera con paciencia, se deleita en la pureza, no miente, no se acaba porque viene del cielo y da la vida por el que ama.
Del mismo modo, a ojos del mundo moderno, la eutanasia parece un bien, un acto de amor a uno mismo, porque ¿quién desea sufrir? ¿quién no teme a la muerte? ¿quién no preferiría ahorrarse la enfermedad, la debilidad, el sufrimiento y la agonía? Sin embargo, ese amor a uno mismo es mero amor animal, pues también los animales aborrecen el sufrimiento, pero no es amor de caridad. La caridad no teme el dolor, sino que lo transforma en fuente de vida eterna. Por eso la Cruz, el estandarte de la auténtica caridad, es el único y eterno Sacrificio, que hace sagrado (sacrum facit) el dolor ofrecido a Dios para cumplir su voluntad. Por desgracia, el mundo apóstata, que ha perdido la Misa y ya no entiende lo que es el sacrificio, huye despavorido de la Cruz, sin darse cuenta de que ella es nuestra esperanza, nuestra salvación y nuestra vida.
No podemos renunciar a anunciar la entera verdad del Evangelio, que es el amor de caridad. Solo la caridad salva, solo la caridad tiene sentido, solo la caridad es más fuerte que la muerte, solo la caridad transforma los demás amores del hombre caído, solo la caridad es digna de fe y hace firme nuestra esperanza. Y solo mirando la Cruz y al Corazón traspasado de Cristo se puede entender lo que es la caridad.
Repitámoslo una y mil veces, hasta que nos quedemos sin voz: Dios es amor… de caridad.
Bruno

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