viernes, 4 de mayo de 2018

HABLEMOS MUY EN SERIO SOBRE LA SAGRADA COMUNIÓN



Algo tienen en común las disputas que suscitó la publicación de Amoris Laetitia y la nueva polémica que se acaba de originar por la pretensión de la mayoría de obispos alemanes de permitir la comunión a los luteranos casado con católicos: el Sacramento de la Eucaristía, origen y culmen de la vida cristiana para un católico.
En Amoris Laetitia, y en su posterior interpretación bonaerense, se deja abierta la posibilidad de que puedan comulgar sacramentalmente los divorciados que se hayan vuelto a casar civilmente (o vivan maritalmente con sus nuevas parejas sin ninguna vinculación legal). Se ha defendido públicamente que estas personas que viven en adulterio puedan acceder, tras un proceso de discernimiento (palabra que se está utilizando como ariete para justificarlo casi todo), primero al sacramento de la penitencia y luego a la comunión sacramental. Y ello, sin necesidad de propósito de enmienda alguno. Es decir, te confiesas, comulgas y sigues viviendo en adulterio, llevando vida marital con tu segunda pareja con plena conciencia  de vivir en pecado mortal como si tal cosa (o sin conciencia alguna: no sé qué es peor).
Y aquí entra en juego el problema de la conciencia. Dicen que puedes vivir en pecado mortal objetivamente y que tu conciencia, sin embargo, te permita sentirte en gracia y comulgar tranquilamente. ¿Cómo es posible? Pues porque nos han dado el cambiazo en el concepto de conciencia. Para un católico, la conciencia no crea la ley moral, sino que debe asimilarla y reflejarla. El fundamento de la ley moral es Dios: no la propia conciencia. La conciencia rectamente formada confronta los propios actos con la ley moral, sin justificaciones ni excusas.
Ahora bien, la modernidad prescinde de Dios y niega las leyes morales universales y las cambia por “lo que yo siento” o “lo que yo opino” o “lo que a mí me viene bien para justificar mis propias inmundicias”. “Yo siempre obro el bien y ese bien es lo que me apetece”. Subjetivismo (lo que a mí me parece que está bien, está bien: nadie tiene por qué decirme que algo está bien o mal y, menos aún imponérmelo) y sentimentalismo (lo que yo siento que está bien, está bien). Mientras no dañe a terceras personas, todo lo haga estará bien. En esto consiste el relativismo moral que conduce, irremediablemente, al nihilismo, al desprecio de la ley natural y a la anomia: la abolición de las leyes morales universales. No es de extrañar que ya casi nadie se confiese porque nada es pecado (no hay mandamientos…) y que muchos sacerdotes infectados por el modernismo consideren que en realidad no hay pecados mortales ni hay condenación ni hay infierno y que todos vamos al cielo. Por lo tanto, ¿para qué sentarse en el confesionario? Si es que, en realidad, no tienen fe: no creen en nada.
El discurso sigue así: “aunque me haya divorciado y me haya vuelto a casar, yo siento que he hecho bien y creo que no hago nada malo; por lo tanto, tengo derecho a comulgar y a que nadie me discrimine”. Comulgar es un derecho para todos, justos y pecadores, santos  y corruptos.
¿Puede alguien comulgar si está en pecado mortal? No.
¿Puede alguien confesarse válidamente sin propósito de la enmienda, sin el firme propósito de no seguir pecando? No.
¿Puede alguien confesarse si vive en adulterio y recibir la absolución si luego va a seguir viviendo igualmente con su segunda o tercera pareja? No.
A Dios no se le puede engañar. Y, sobre todo, los católicos no podemos consentir que se profane el Santo Cuerpo de Cristo y se cometa sacrilegio, que es uno de los peores pecados se pueden cometer porque atenta directamente contra Dios mismo. Comulgar en pecado mortal es un acto sacrílego y blasfemo. Es despreciar a Cristo. Y los católicos no podemos consentir que pisoteen lo que para nosotros es lo más sagrado: el mismísimo Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, realmente presente en la Eucaristía. Cristo resucitado está en la Sagrada Comunión. Y hay sacerdotes y obispos que han perdido la fe y permiten que se profane el Santísimo Sacramento, tendremos que ser los laicos quienes denunciemos y defendamos los derechos de Nuestro Señor Jesucristo, los derechos de Dios. Todos somos indignos de recibir al Señor: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. Comulgar es un privilegio de quienes recorremos en esta vida el camino de la santidad en gracia de Dios dentro de la Santa Madre Iglesia. Comulgar es un don inmerecido que el Señor nos regaló al precio de su preciosísima Sangre derramada por nosotros en la Cruz. Así que comulgar sin las debidas disposiciones o tomárselo como un puro acto social (como puro postureo) es un pecado muy grave e intolerable.
Dice Trento:
CAN. VII. Si alguno dijere, que la Iglesia yerra cuando ha enseñado y enseña, según la doctrina del Evangelio y de los Apóstoles, que no se puede disolver el vínculo del Matrimonio por el adulterio de uno de los dos consortes; y cuando enseña que ninguno de los dos, ni aun el inocente que no dio motivo al adulterio, puede contraer otro Matrimonio viviendo el otro consorte; y que cae en fornicación el que se casare con otra dejada la primera por adúltera, o la que, dejando al adúltero, se casare con otro; sea excomulgado.
Punto.
Ahora, la mayoría de los obispos alemanes se han propuesto dar la comunión a los luteranos que se han casado en matrimonios mixtos con católicos. Pero hay siete obispos disidentes que se oponen a permitir la intercomunión de los luteranos. Ahora se les pide que tomen una decisión por consenso. O sea, que se pongan de acuerdo entre ellos.
Pongamos un caso: imagínense que hay un coche rojo y hay diez personas que dicen que es verde y una se empeña en decir que el dichoso coche es rojo. ¿Quién tiene razón? ¿Qué consenso pueden alcanzar al respecto? Si el coche es rojo, aunque todo el mundo diga que es verde, seguirá siendo rojo. ¿Qué consenso cabe? ¿Sería aceptable que llegaran al acuerdo de que no es rojo ni verde, sino marrón? Pues no. El coche seguirá siendo rojo: ni verde ni marrón.
Entre el error y la verdad no hay consensos ni dialécticas que valgan para alcanzar una síntesis que contente a todos. La dialéctica entre lo verdadero y lo falso es imposible. O se acepta la verdad o se persiste en el error. No hay términos medios ni acuerdos transaccionales (ni para ti ni para mí).
¿Reconocen los luteranos que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y por consecuencia todo Cristo? No.
¿Admiten los luteranos la Adoración Eucarística? No.
¿Reconocen los luteranos el sacramento del orden y la sucesión apostólica? No.
¿Creen los luteranos que sola la fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía? Sí.
¿Creen los luteranos que la confesión sacramental es indispensable para vivir en gracia y poder comulgar? No.
Los protestantes no creen en la transubstanciación, no tienen sacerdotes ordenados, no aceptan el sacramento de la penitencia, no profesan el Credo de la Iglesia Católica ni aceptan su disciplina de los sacramentos. Los protestantes son herejes y no pueden comulgar en la celebración de la Santa Misa de los católicos mientras no acepten nuestro credo. Es decir, hasta que se conviertan a la única fe verdadera, que es la que predica la Iglesia Católica. Ese es el verdadero ecumenismo: en la conversión de todos a la Verdad, que es Cristo.
De cara a ese consenso tan deseable sobre quién puede comulgar y quién no, recomiendo vivamente que se repasen el Decreto sobre el Santísimo Sacramento de la Eucaristía y los Cánones del Sacrosanto Sacramento de la Eucaristía, aprobados por el Concilio de Trento. Todo lo ahí recogido es dogma de fe y no puede ser modificado, mal que les pese a muchos. Los dogmas no se tocan, porque quien lo hiciere sería automáticamente excomulgado y quedaría fuera de la Iglesia. No nos iremos nunca los católicos fieles: se irán de la Iglesia los que caen en herejía y no estén dispuestos a rectificar y a aceptar la verdadera doctrina: da igual que sean obispos, religiosos o seglares.
Los “motivos pastorales” no justifican la herejía. Los “nuevos paradigmas” huelen a azufre que apestan. Y no son otra cosa que un intento de justificar la ruptura con la Tradición y con la Santa Doctrina y la demolición de todo el edificio de la moral católica. Pero las puertas del Infierno no prevalecerán. No soy teólogo ni sacerdote ni religioso. Soy un seglar nada más. No tengo autoridad alguna. Pero somos muchos los católicos que estamos dispuestos a seguir defendiendo la verdadera fe de la Iglesia. Ténganlo presente los que crean ingenuamente que no van a encontrar resistencia: vamos a pelear.
Esta es nuestra fe, en la que nos reafirmamos:
DECRETO (DEL CONCILIO DE TRENTO) SOBRE EL SÍMBOLO DE LA FE
En el nombre de la santa e indivisible Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Considerando este sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, la grandeza de los asuntos que tiene que tratar, en especial de los contenidos en los dos capítulos, el uno de la extirpación de las herejías, y el otro de la reforma de costumbres, por cuya causa principalmente se ha congregado; y comprendiendo además con el Apóstol, que no tiene que pelear contra la carne y sangre, sino contra los malignos espíritus en cosas pertenecientes a la vida eterna; exhorta primeramente con el mismo Apóstol a todos, y a cada uno, a que se conforten en el Señor, y en el poder de su virtud, tomando en todo el escudo de la fe, con el que puedan rechazar todos los tiros del infernal enemigo, cubriéndose con el morrión de la esperanza de la salvación, y armándose con la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. Y para que este su piadoso deseo tenga en consecuencia, con la gracia divina, principio y adelantamiento, establece y decreta, que ante todas cosas, debe principiar por el símbolo, o confesión de fe, siguiendo en esto los ejemplos de los Padres, quienes en los más sagrados concilios acostumbraron agregar, en el principio de sus sesiones, este escudo contra todas las herejías, y con él solo atrajeron algunas veces los infieles a la fe, vencieron a los herejes, y confirmaron a los fieles. Por esta causa ha determinado deber expresar con las mismas palabras con que se lee en todas las iglesias, el símbolo de fe que usa la santa Iglesia Romana, como que es aquel principio en que necesariamente convienen los que profesan la fe de Jesucristo, y el fundamento seguro y único contra que jamás prevalecerán las puertas del infierno. El mencionado símbolo dice así: Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, criador del cielo y de la tierra, y de todo lo visible e invisible: y en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre ante todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consustancial al Padre, y por quien fueron criadas todas las cosas; el mismo que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y tomó carne de la virgen María por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre: fue también crucificado por nosotros, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, y fue sepultado; y resucitó al tercero día, según estaba anunciado por las divinas Escrituras; y subió al cielo, y está sentado a la diestra del Padre; y segunda vez ha de venir glorioso a juzgar los vivos y los muertos; y su reino será eterno. Creo también en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre y del Hijo; quien igualmente es adorado, y goza juntamente gloria con el Padre, y con el Hijo, y es el que habló por los Profetas; y creo ser una la santa, católica y apostólica Iglesia. Confieso un bautismo para la remisión de los pecados: y aguardo la resurrección de la carne y la vida perdurable. Amén.
Pedro L. Llera

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