A los Obispos de la
Iglesia Católica sobre la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos
para la vida y misión de la Iglesia
Por: Congregación para la Doctrina de la Fe | Fuente: http://www.vatican.va
Por: Congregación para la Doctrina de la Fe | Fuente: http://www.vatican.va
CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE
Carta Iuvenescit Ecclesia a los Obispos de la
Iglesia Católica sobre la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos
para la vida y misión de la Iglesia
Introducción
Los dones del Espíritu
Santo en la Iglesia en misión
1. La Iglesia rejuvenece (Iuvenescit Ecclesia)
por el poder del Evangelio y el Espíritu continuamente la renueva, edificándola
y guiándola «con diversos dones jerárquicos y carismáticos»[1]. El Concilio Vaticano
II ha subrayado en repetidas ocasiones la maravillosa obra del Espíritu Santo
que santifica al Pueblo de Dios, lo guía, lo adorna con virtudes y lo enriquece
con gracias especiales para su edificación. Multiforme es la acción del divino
Paráclito en la Iglesia, como les gusta resaltar los Padres. Juan Crisóstomo
escribe: «Porque —pregunto—, ¿hay alguna de cuantas gracias operan nuestra
salvación, que no nos haya sido dispensada a través del Espíritu Santo? Por él
somos liberados de la esclavitud, llamados a la libertad, elevados a la
adopción, somos — por decirlo así — plasmados de nuevo, y deponemos la pesada y
fétida carga de nuestros pecados; gracias al Espíritu Santo vemos los coros de
los sacerdotes, tenemos el colegio de los doctores; de esta fuente manan los
dones de revelación y las gracias de curar, y todos los demás carismas con que
la Iglesia de Dios suele estar adornada emanan de este venero»[2]. Gracias a la
vida misma de la Iglesia, a las numerosas intervenciones del Magisterio y la investigación
teológica, ha crecido felizmente la consciencia de la acción multiforme del
Espíritu Santo en la Iglesia, suscitando así una especial atención a los dones
carismáticos, de los cuales, en todo momento, el Pueblo de Dios se ha
enriquecido con el desempeño de su misión.
La tarea de comunicar con eficacia el Evangelio
es particularmente urgente en nuestro tiempo. El Santo Padre Francisco, en su
Exhortación apostólica Evangelii gaudium, recuerda que «si algo debe
inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida»[3]. La llamada a ser Iglesia "en salida”[4] lleva a releer
toda la vida cristiana en clave misionera. La tarea de la evangelización
concierne a todas las áreas de la Iglesia: la pastoral ordinaria, el anuncio a
los que han abandonado la fe cristiana, y en particular a aquellos que nunca
han sido alcanzados por el Evangelio de Jesús o que siempre lo han
rechazado[5]. En esta tarea indispensable de la nueva evangelización es más
necesario que nunca reconocer y apreciar los muchos carismas que pueden
despertar y alimentar la vida de fe del Pueblo de Dios.
Los grupos eclesiales multiformes
2. Tanto antes como después del Concilio
Vaticano II han surgido numerosos grupos eclesiales que constituyen un gran
recurso de renovación para la Iglesia y para la urgente «conversión pastoral y
misionera»[6]de toda la vida eclesial. Al valor y riqueza de todas las
asociaciones tradicionales, caracterizadas por fines particulares, así como
también de los Institutos de vida consagrada, se suman aquellas realidades más
recientes que pueden ser descritas como agregaciones de fieles, movimientos
eclesiales y nuevas comunidades, sobre los cuales profundiza este documento.
Estas no pueden simplemente ser entendidas como un asociarse voluntario de
personas con el fin de perseguir un objetivo particular de naturaleza religiosa
o social. El carácter de «movimiento» las distingue en el panorama eclesial
como realidades fuertemente dinámicas, capaces de despertar particular
atracción por el Evangelio y de sugerir una propuesta de vida cristiana
tendencialmente global, que toca todos los aspectos de la existencia humana. El
agregarse de los fieles con un intenso compartir la existencia, con el fin de
aumentar la vida de la fe, la esperanza y la caridad, expresa bien la dinámica
eclesial como misterio de comunión para la misión y se manifiesta como un signo
de unidad de la Iglesia en Cristo. En este sentido, estos grupos eclesiales,
derivados de un carisma compartido, tienden a tener como objetivo «el fin
general apostólico de la Iglesia»[7]. En esta perspectiva, los grupos de
fieles, movimientos eclesiales y nuevas comunidades proponen formas renovadas
de seguimiento de Cristo en los que profundizar la communio cum Deo y la
communio fidelium, llevando a los nuevos contextos sociales la atracción del
encuentro con el Señor Jesús y la belleza de la existencia cristiana vivida
integralmente. En tales realidades se expresa también una forma peculiar de
misión y testimonio, tanto para fomentar y desarrollar una aguda conciencia de
la propia vocación cristiana como para proponer itinerarios estables de
formación cristiana y caminos de perfección evangélica. Estos grupos
asociativos, de acuerdo con los diferentes carismas, pueden también expresarse
en diferentes estados de vida (fieles laicos, presbíteros y miembros de la vida
consagrada), manifestando así la multiforme riqueza de la comunión eclesial. La
fuerte capacidad de agregación de estas realidades es una señal importante de
que la Iglesia no crece «por proselitismo sino "por atracción”»[8].
Juan Pablo II, dirigiéndose a los representantes
de los movimientos y de las nuevas comunidades reconoció en ellos una
«respuesta providencial»[9], suscitada por el Espíritu Santo a la necesidad de
comunicar de manera convincente el Evangelio en el mundo, teniendo en cuenta
los grandes procesos de cambio que se producen lugar a nivel planetario, a
menudo marcados por una cultura fuertemente secularizada. Este fermento del
Espíritu «ha aportado a la vida de la Iglesia una novedad inesperada, a veces
incluso sorprendente»[10]. El mismo Pontífice ha recordado que para todos estos
grupos eclesiales se abre el momento de la «madurez eclesial», que implica su
pleno desarrollo e inserción «en las Iglesias locales y en las parroquias,
permaneciendo siempre en comunión con los pastores y atentos a sus
indicaciones»[11]. Estas nuevas realidades, de cuya existencia el corazón de la
Iglesia se llena de alegría y gratitud, están llamadas a relacionarse
positivamente con todos los demás dones presentes en la vida de la Iglesia.
Propósito de este documento
3. La Congregación para la Doctrina de la Fe con
este documento tiene la intención de recordar, en vista de la relación entre
«dones jerárquicos y carismáticos», aquellos elementos teológicos y
eclesiológicos cuya comprensión puede favorecer una participación fecunda y
ordenada de las nuevas agregaciones a la comunión y a la misión de la Iglesia.
Para este fin se presentan inicialmente algunos elementos claves, tanto de la
doctrina sobre los carismas, como se expresa en el Nuevo Testamento, como la
reflexión magisterial sobre estas nuevas realidades. Posteriormente, a partir
de algunos principios de orden teológico sistemático, se ofrecen elementos de
identidad de los dones jerárquicos y carismáticos, junto con algunos criterios
para el discernimiento de los nuevos grupos eclesiales.
I.
El carisma de acuerdo con el Nuevo Testamento
Gracia y carisma
4. «Carisma» es la trascripción de la palabra
griega chárisma, cuyo uso es frecuente en las Cartas paulinas y también en la
primera Carta de Pedro. Tiene el significado general de «don generoso» y en el
Nuevo Testamento sólo se utiliza en referencia a los dones divinos. En algunos
pasajes, el contexto le da un significado más preciso (cf. Rm 12, 6; 1Co 12, 4.
31;1Pe 4, 10), cuya característica fundamental es la distribución diferenciada
de dones[12]. Eso constituye también el sentido que prevalece en las lenguas
modernas de las palabras derivadas de este vocablo griego. Cada carisma no es
un don concedido a todos (cf. 1Co 12, 30), a diferencia de las gracias
fundamentales, como la gracia santificante, o los dones de la fe, la esperanza
y la caridad, que son indispensables para cada cristiano. Los carismas son
dones especiales que el Espíritu distribuye «como él quiere» (1Co 12, 11). Para
dar cuenta de la presencia necesaria de los diferentes carismas en la Iglesia,
los dos textos más explícitos (Rm 12, 4-8; 1Co 12, 12-30) usan la comparación
con el cuerpo humano: «Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos
miembros con diversas funciones, también todos nosotros formamos un solo Cuerpo
en Cristo, y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los
otros. Conforme a la gracia que Dios nos ha dado, todos tenemos aptitudes
diferentes. El que tiene el don de la profecía, que lo ejerza según la medida
de la fe» (Rm 12, 4-6). Entre los miembros del cuerpo, la diversidad no es una
anomalía que debe evitarse, por lo contrario es una necesidad benéfica, que
hace posible llevar a cabo las diversas funciones vitales. «Porque si todos
fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? De hecho, hay muchos
miembros, pero el cuerpo es uno solo»(1Co 12, 19-20). Una estrecha relación
entre los carismas particulares y la gracia de Dios es afirmada por Pablo en Rm
12, 6 y por Pedro en 1Pe 4, 10[13]. Los carismas son reconocidos como una
manifestación de «la multiforme gracia de Dios» (1Pe 4, 10). No son, por lo
tanto, simples capacidades humanas. Su origen divino se expresa de diferentes
maneras: según algunos textos provienen de Dios (cf. Rm 12, 3; 1Co 12, 28; 2Ti
1, 6; 1Pe 4, 10); según Ef 4, 7, provienen de Cristo; según 1Co12, 4-11, del
Espíritu. Dado que este pasaje es el más insistente (nombra siete veces al
Espíritu), los carismas se presentan generalmente como una «manifestación del
Espíritu» (1 Co12, 7). Está claro, sin embargo, que esta atribución no es
exclusiva y no contradice las dos anteriores. Los dones de Dios siempre
implican todo el horizonte trinitario, como ha sido siempre afirmado por la
teología desde sus inicios, tanto en Occidente como en Oriente[14].
Dones otorgados "ad
utilitatem” y el primado de la caridad
5. En1 Co12, 7 Pablo declara que «en cada uno,
el Espíritu se manifiesta para el bien común», porque la mayoría de los dones
mencionados por el Apóstol, aunque no todos, tienen directamente una utilidad
común. Esta destinación a la edificación de todos ha sido bien entendida, por
ejemplo, por San Basilio el Grande, cuando dice: «Y estos dones cada uno los
recibe más para los demás que para sí mismo [...]. En la vida ordinaria, es
necesario que la fuerza del Espíritu Santo dada a uno se transmita a todos.
Quien vive por su cuenta, tal vez puede tener un carisma, pero lo hace inútil
conservándolo inactivo, porque lo ha enterrado dentro de sí»[15]. Pablo, sin
embargo, no excluye que un carisma pueda ser útil sólo para la persona que lo
ha recibido. Tal es el caso de hablar en lenguas, diferente bajo este aspecto,
al don de la profecía[16]. Los carismas que tienen utilidad común, sean de
palabra («palabra de sabiduría», «palabra de conocimiento», «profecía»,
«palabra de exhortación») o de acción («ejecución de potencias», «dones del
ministerio, de gobierno»), también tienen una utilidad personal, porque su
servicio al bien común favorece, en aquellos que los poseen, el progreso en la
caridad. Pablo recuerda, a este respecto, que, si falta la caridad, incluso los
carismas superiores no ayudan a la persona que los recibe (cf.1 Co13, 1-3). Un
pasaje severo del Evangelio de Mateo (Mt7, 22-23) expresa la misma realidad: el
ejercicio de los carismas vistosos (profecías, exorcismos, milagros), por
desgracia, puede coexistir con la ausencia de una auténtica relación con el
Salvador. Como resultado, tanto Pedro como Pablo insisten en la necesidad de
orientar todos los carismas a la caridad. Pedro da una regla general: «pongan
al servicio de los demás los dones que han recibido, como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe4, 10). Pablo se refiere,
en particular, al uso de los carismas en las manifestaciones de la comunidad
cristiana y dice, «todo sirva para la edificación común» (1Co14, 26).
La variedad de los carismas
6. En algunos textos nos encontramos con una
lista de dones, a veces resumida (cf. 1Pe 4, 10), otras veces más detallada
(cf. 1Co 12, 8-10.28-30; Rm 12, 6-8). Entre los que se enumeran hay dones
excepcionales (de curación, de ejecución de poderes, de variedad de lenguas) y
dones ordinarios (enseñanza, servicio, beneficencia), ministerios para la guía
de la comunidad (cf. Ef 4, 11) y dones concedidos por la imposición de las
manos (cf. 1Ti 4, 14; 2 Ti 1, 6). No siempre está claro si todos estos dones
son considerados como «carismas» propiamente dichos. Los dones excepcionales,
mencionados repetidamente en 1Co 12-14, de hecho desaparecen en textos
posteriores; la lista de Rm 12, 6-8 presenta únicamente carismas menos
visibles, que tienen una utilidad constante para la vida de la comunidad
cristiana. Ninguna de estas listas pretende ser completa. En otros lugares, por
ejemplo, Pablo sugiere que la elección del celibato por amor de Cristo se
entiende como fruto de un carisma, así como la del matrimonio (cf. 1Co 7, 7, en
el contexto de todo el capítulo). Sus ejemplos dependen del grado de desarrollo
alcanzado por la Iglesia de la época y que son por lo tanto susceptibles a
otras adiciones. La Iglesia, en efecto, siempre crece en el tiempo a través de
la acción vivificante del Espíritu.
El buen ejercicio de los
carismas en la comunidad eclesial
7. A partir de estos resultados, es evidente que
no se da en los textos bíblicos un contraste entre los diferentes carismas, sino
más bien una conexión armónica y complementaria. La antítesis entre una Iglesia
institucional del tipo judeocristiano y una Iglesia carismática del tipo
paulino, afirmada por ciertas interpretaciones eclesiológicas reductivas, no
tiene en realidad una base en los textos del Nuevo Testamento. Lejos de situar
carismas en un lado y realidades institucionales en otro, o de oponer una
Iglesia "de la caridad” a una Iglesia de la "institución”, Pablo
recoge en una única lista a los que son portadores de carismas de autoridad y
enseñanza, carismas que ayudan en la vida ordinaria de la comunidad y carismas
más sensacionales (cf. 1Co 12, 28)[17]. El mismo Pablo describe su ministerio
como apóstol como «ministerio del Espíritu»(2 Co3, 8). Se siente investido de la
autoridad (exousía), que le dio el Señor (cf. 2Co 10, 8; 13, 10), una autoridad
que se extiende también sobre los carismáticos. Tanto él como Pedro dan a los
carismáticos instrucciones sobre la manera de ejercitar los carismas. Su
actitud es en primer lugar de recepción favorable; se muestran convencidos del
origen divino de los carismas; sin embargo, no los consideran como dones que
autorizan para substraerse de la obediencia a la jerarquía eclesial o que den
derecho a un ministerio autónomo. Pablo es conscientes de los inconvenientes
que un ejercicio desordenado de los carismas puede provocar en la comunidad
cristiana[18]. El Apóstol entonces interviene con autoridad para establecer
reglas precisas para el ejercicio de los carismas «en la Iglesia» (1Co 14,
19,28), es decir, en las reuniones de la comunidad (cf. 1Co 14, 23.26). Limita,
por ejemplo, la práctica de la glosolalia[19]. También se dan reglas similares
para el don de la profecía (cf. 1Co 14, 29-31)[20].
Dones jerárquicos y
carismáticos
8. En resumen, a partir de un examen de los
textos bíblicos referentes a los carismas, resulta que el Nuevo Testamento, si
bien no ofrece una enseñanza sistemática completa, presenta afirmaciones muy
importantes que guían la reflexión y la praxis eclesial. También hay que
reconocer que no encontramos un uso unívoco del término "carisma”; sino
que más bien debe considerarse una variedad de significados, que la reflexión
teológica y el Magisterio ayudan a entender en el contexto de una visión de
conjunto del misterio de la Iglesia. En este documento, la atención se centra
en el binomio evidenciado en el n. 4 de la Constitución dogmática Lumen
gentium: dones jerárquicos y carismáticos, las relaciones entre ellos aparecen
estrechas y articuladas. Tienen el mismo origen y el mismo propósito. Son dones
de Dios, del Espíritu Santo, de Cristo, dados para contribuir de diferentes
maneras, a la edificación de la Iglesia. Quien ha recibido el don de guiar en
la Iglesia también tiene la tarea de vigilar sobre el correcto funcionamiento
de los otros carismas, para que todo contribuya al bien de la Iglesia y su
misión evangelizadora, sabiendo que es el Espíritu Santo quien distribuye los
dones carismáticos en cada uno como quiere (cf. 1Co 12, 11). El mismo Espíritu
da a la jerarquía de la Iglesia, la capacidad de discernir los carismas
auténticos, para recibirlos con alegría y gratitud, para promoverlos con
generosidad y acompañarlos con paterna vigilancia. La historia misma es
testimonio de las muchas formas de la acción del Espíritu, por la cual la
Iglesia, edificada «sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos,
mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo»(Ef2, 20), vive su misión
en el mundo.
II.
La relación entre dones jerárquicos y carismáticos en el Magisterio reciente
El Concilio Vaticano II
9. El surgir de los diferentes carismas nunca ha
faltado en el transcurso de la historia secular eclesiástica, sin embargo, sólo
recientemente se ha desarrollado una reflexión sistemática sobre ellos. En este
sentido, un espacio significativo para la doctrina sobre los carismas se
encuentra en el Magisterio de Pío XII en Mystici Corporis[21], mientras que un
paso decisivo en la correcta comprensión de la relación entre los diversos
dones jerárquicos y carismáticos se realiza con las enseñanzas del Concilio Vaticano
II. Los pasajes relevantes en este sentido[22]indican en la vida de la Iglesia,
además de la Palabra de Dios escrita y transmitida, de los sacramentos y el
ministerio jerárquico ordenado, la presencia de dones, de gracias especiales o
carismas dados por el Espíritu entre los fieles de todas las condiciones. El
pasaje emblemático en este sentido es el que ofrece la Lumen gentium, 4: «El
Espíritu [...] guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en
comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y
carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1Co 12,4; Ga
5,22)»[23]. De ese modo, la Constitución dogmática Lumen gentium, en la
presentación de los dones del mismo Espíritu, destaca, por la distinción entre
los diversos dones jerárquicos y carismáticos, su diferencia en la unidad.
Significativas son también las afirmaciones de la Lumen gentium 12 sobre la
realidad carismática, en el contexto de la participación del Pueblo de Dios en
la misión profética de Cristo, en el cual se reconoce cómo el Espíritu Santo
«no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los
misterios y le adorna con virtudes»,sino que «también distribuye gracias
especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno
según quiere (1 Co12, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para
ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la
mayor edificación de la Iglesia».
Finalmente, se describe su pluralidad y sentido
providencial: «estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y
difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo»[24].Consideraciones
similares se encuentran también en el Decreto conciliar sobre el apostolado de
los laicos[25]. El mismo documento señala cómo tales dones no deban ser
considerado como opcionales en la vida de la Iglesia; más bien «la recepción de
estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los
creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y
edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia misma, ya en el mundo, en la
libertad del Espíritu Santo»[26].Por lo tanto, los carismas auténticos deben
ser considerados como dones de importancia irrenunciable para la vida y para la
misión de la Iglesia. Es constante, por último, en la enseñanza conciliar, el
reconocimiento del papel esencial de los pastores en el discernimiento de los
carismas y en su ejercicio ordenado dentro de la comunión eclesial[27].
El Magisterio
post-conciliar
10. En el período que siguió al Concilio
Vaticano II, las intervenciones del Magisterio en este sentido se han
multiplicado[28]. Para ello ha contribuido la creciente vitalidad de los nuevos
movimientos, agrupaciones de fieles y comunidades eclesiales, junto con la
necesidad de aclarar la ubicación de la vida consagrada en la Iglesia[29]. Juan
Pablo II en su Magisterio ha insistido sobre todo en el principio de
co-esencialidad de estos dones: «En varias ocasiones he subrayado que no existe
contraste o contraposición en la Iglesia entre la dimensión institucional y la
dimensión carismática, de la que los movimientos son una expresión
significativa. Ambas son igualmente esenciales para la constitución divina de
la Iglesia fundada por Jesús, porque contribuyen a hacer presente el misterio
de Cristo y su obra salvífica en el mundo»[30]. El Papa Benedicto XVI, además
de confirmar su co-esencialidad, ha profundizado la afirmación de su
predecesor, recordando que «en la Iglesia también las instituciones esenciales
son carismáticas y, por otra parte, los carismas deben institucionalizarse de
un modo u otro para tener coherencia y continuidad. Así ambas dimensiones,
suscitadas por el mismo Espíritu Santo para el mismo Cuerpo de Cristo,
concurren juntas para hacer presente el misterio y la obra salvífica de Cristo
en el mundo»[31]. Los dones jerárquicos y carismáticos están recíprocamente
relacionados desde sus orígenes. El Santo Padre Francisco, por último, recordó
la «armonía» que el Espíritu crea entre los diferentes dones, y ha convocado a
las agregaciones carismáticas a la apertura misionera, a la obediencia
necesaria a los pastores[32]y la inmanencia eclesial, ya que «es en el seno de
la comunidad donde brotan y florecen los dones con los cuales nos colma el
Padre; y es en el seno de la comunidad donde se aprende a reconocerlos como un
signo de su amor por todos sus hijos»[33]. En última instancia, es posible
reconocer una convergencia del reciente Magisterio eclesial sobre la
co-esencialidad entre los dones jerárquicos y carismáticos. Su oposición, así
como su yuxtaposición, sería signo de una comprensión errónea o insuficiente de
la acción del Espíritu Santo en la vida y misión de la Iglesia.
III.
Base teológica de la relación entre dones jerárquicos y carismáticos
Horizonte trinitario y
cristológico de los dones del Espíritu Santo
11. Con el fin de comprender las razones
subyacentes de las relaciones co-esenciales entre dones jerárquicos y
carismáticos es oportuno recordar su fundamento teológico. De hecho, la
necesidad de superar cualquier confrontación estéril o extrínseca yuxtaposición
entre los dones jerárquicos y carismáticos, se exige por la misma economía de
la salvación, que incluye la relación intrínseca entre las misiones del Verbo
encarnado y del Espíritu Santo. De hecho, todo don del Padre implica la
referencia a la acción conjunta y diferenciada de las misiones divinas: todo
don procede del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. El don del Espíritu
en la Iglesia está ligado a la misión del Hijo, insuperablemente cumplida en su
misterio pascual. Jesús mismo relaciona el cumplimiento de su misión al envío
del Espíritu en la comunidad creyente[34]. Por esta razón, el Espíritu Santo no
puede de ninguna manera inaugurar una economía diferente a la del Logos divino
encarnado, crucificado y resucitado[35]. De hecho, toda la economía sacramental
de la Iglesia es la realización pneumatológica de la encarnación: por lo que el
Espíritu Santo es considerado por la tradición como el alma de la Iglesia,
Cuerpo de Cristo. La acción de Dios en la historia implica siempre la relación
entre el Hijo y el Espíritu Santo, a quien Ireneo de Lyon sugestivamente llama
«las dos manos del Padre»[36].En este sentido, todos los dones del Espíritu
están en relación con el Verbo hecho carne[37].
El vínculo originario entre los dones
jerárquicos, conferidos con la gracia sacramental del Orden, y los dones
carismáticos, distribuidos libremente por el Espíritu Santo, tiene su raíz
última en la relación entre el Logos divino encarnado y el Espíritu Santo, que
es siempre Espíritu del Padre y del Hijo. Para evitar visiones teológicas
equívocas que postularían una «Iglesia del Espíritu», separada y distinta de la
Iglesia jerárquica-institucional, hay que subrayar cómo las dos misiones
divinas se implican entre sí en todo don concedido a la Iglesia. De hecho, la
misión de Jesucristo implica, ya en su interior, la acción del Espíritu. Juan
Pablo II, en su encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem,
había demostrado la importancia crucial de la acción del Espíritu en la misión
del Hijo[38]. Benedicto XVI lo ha profundizado en la Exhortación Apostólica
Sacramentum caritatis, recordando que el Paráclito «que actúa ya en la creación
(cf. Gn 1, 2), está plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado».
Jesucristo «fue concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo (cf.
Mt 1, 18; Lc 1, 35); al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo
ve bajar sobre sí en forma de paloma (cf.Mt3, 16 y par.); en este mismo
Espíritu actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10, 21), y por Él se ofrece a
sí mismo (cf. Hb 9, 14). En los llamados "discursos de despedida”
recopilados por Juan, Jesús establece una clara relación entre el don de su
vida en el misterio pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf.Jn16, 7). Una
vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el
Espíritu (cf. Jn 20, 22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión
(cf. Jn 20, 21). Será el Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas
las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14, 26), porque
corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15, 26), guiarlos hasta la
verdad completa (cf. Jn 16, 13). En el relato de los Hechos, el Espíritu
desciende sobre los Apóstoles reunidos en oración con María el día de
Pentecostés (cf. 2, 1-4), y los anima a la misión de anunciar a todos los
pueblos la buena noticia»[39].
La acción del Espíritu
Santo en los dones jerárquicos y carismáticos
12. Evidenciar el horizonte trinitario y
cristológico de los dones divinos también ilumina la relación entre los dones
jerárquicos y carismáticos. De hecho, en los dones jerárquicos, en cuanto están
relacionados con el sacramento del Orden, es evidente la relación con la acción
salvífica de Cristo, como por ejemplo la institución de la Eucaristía (cf. Lc
22, 19s; 1Co 11, 25), el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 22s), el
mandato apostólico con la tarea de evangelizar y bautizar (Mc 16, 15s; Mt 28,
18-20); es igualmente obvio que ningún sacramento puede ser conferido sin la
acción del Espíritu Santo[40]. Por otro lado, los dones carismáticos concedidos
por el Espíritu, «que sopla donde quiere» (Jn3, 8), y distribuye sus dones
«como quiere» (1 Co12, 11), están objetivamente en relación con la nueva vida
en Cristo, porque «cada uno en particular» (1 Co12, 27) es un miembro de su
Cuerpo. Por lo tanto, la correcta comprensión de los dones carismáticos sucede
sólo en referencia a la presencia de Cristo y su servicio; como lo ha afirmado
Juan Pablo II, «los verdaderos carismas no pueden menos de tender al encuentro
con Cristo en los sacramentos»[41]. Los dones jerárquicos y carismáticos, por
lo tanto, aparecen unidos en referencia a la relación intrínseca entre
Jesucristo y el Espíritu Santo. El Paráclito es, al mismo tiempo, quién
extiende eficazmente, a través de los Sacramentos, la gracia salvadora ofrecida
por Cristo muerto y resucitado, y quién otorga los carismas. En la tradición
litúrgica de los cristianos de Oriente, y especialmente en la siríaca, el papel
del Espíritu Santo, representado por la imagen del fuego, ayuda a dejar esto
muy claro. El gran teólogo y poeta San Efrén dice «el fuego de la gracia
desciende sobre el pan y allí permanece»[42], indicando no sólo su acción
transformadora relacionada con los dones, sino también en lo que respecta a los
creyentes que comerán el pan eucarístico. La perspectiva oriental, con la
eficacia de sus imágenes, nos ayuda a comprender cómo, acercándonos a la Eucaristía,
Cristo nos da el Espíritu. El mismo Espíritu, mediante su acción en los
creyentes, alimenta la vida en Cristo, llevándolos de nuevo a una vida
sacramental más profunda, especialmente en la Eucaristía. Así, la acción libre
de la Santísima Trinidad en la historia llega a los creyentes con el don de la
salvación y, al mismo tiempo les motiva para que correspondan libre y
plenamente con el compromiso de la propia vida.
IV.
La relación entre dones jerárquicos y carismáticos en la vida y misión de la
Iglesia
En la Iglesia como misterio
de comunión
13. La Iglesia se presenta como «un pueblo
congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»[43], en el
que la relación entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos parece
destinada a la plena participación de los fieles a la comunión y a la misión
evangelizadora. A esta nueva vida hemos sido predestinados de forma gratuita en
Cristo (Rm8, 29-31;Ef1, 4-5). El Espíritu Santo «efectúa esa admirable unión de
los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que Él mismo es el
principio de la unidad de la Iglesia»[44]Es en la Iglesia, en efecto, que los
hombres están llamados a ser miembros de Cristo[45]y es en la comunión eclesial
que se unen en Cristo, como miembros unos de otros. La comunión es siempre «una
doble participación fundamental: la incorporación de los cristianos en la vida
de Cristo, y la circulación de la misma caridad en toda la unión de los fieles,
en este mundo y el siguiente. La unión con Cristo y en Cristo; y la unión entre
los cristianos, en la Iglesia»[46]. En este sentido, el misterio de la Iglesia
brilla «en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[47]. Aquí aparece la
raíz sacramental de la Iglesia como misterio de comunión: «Se trata
fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el
Espíritu Santo. Esta comunión está presente en la palabra de Dios y en los
sacramentos. El Bautismo, en estrecha unión con la Confirmación, es la puerta y
el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es la fuente y cumbre
de toda la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11)»[48]. Estos sacramentos de la
iniciación son constitutivos de la vida cristiana y en ellos descansan los
dones jerárquicos y carismáticos. La vida de la comunión eclesial, así ordenada
internamente, vive en constante escucha de la Palabra de Dios y se nutre de los
sacramentos. La misma Palabra de Dios se nos presenta profundamente ligada a
los Sacramentos, especialmente la Eucaristía[49], en el único horizonte
sacramental de la Revelación. La misma tradición oriental, ve a la Iglesia,
como el Cuerpo de Cristo "animado” por el Espíritu Santo, como unidad
ordenada, que también se expresa en términos de sus dones. La presencia eficaz
del Espíritu en los corazones de los creyentes (cf. Rm 5, 5) es la raíz de esta
unidad, incluso para las manifestaciones carismáticas[50]. Los carismas dados a
la persona, de hecho, pertenecen a la misma Iglesia y están destinados a una
vida eclesial más intensa. Esta perspectiva también aparece en los escritos del
Beato John Henry Newman: «De modo que el corazón de cada cristiano debe
representar en miniatura la Iglesia Católica, por un mismo Espíritu hace toda
la Iglesia y hace de cada uno de sus miembros su Templo»[51]. Esto hace que sea
aún más evidente el por qué no son legítimas ni las oposiciones ni las
yuxtaposiciones entre dones jerárquicos y carismáticos.
En resumen, la relación entre los dones
carismáticos y la estructura sacramental eclesial confirma la co-esencialidad
entre los dones jerárquicos – en sí mismos estables, permanentes e irrevocables
– y los dones carismáticos. Aunque estos últimos, como tales, no sean
garantizados para siempre en sus formas históricas[52], la dimensión
carismática nunca puede faltar en la vida y misión de la Iglesia.
Identidad de los dones
jerárquicos
14. En orden a la santificación de cada miembro
del Pueblo de Dios y a la misión de la Iglesia en el mundo, entre diferentes
dones, «resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu
subordina incluso los carismáticos»[53]. Jesucristo mismo ha querido que
hubieran dones jerárquicos para garantizar la contemporaneidad de su única
mediación salvífica: «los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una
efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf. Hch 1, 8;
2,4; Jn 20, 22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos,
transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1,
6-7)»[54]. Por lo tanto, la dispensación de los dones jerárquicos se remonta a
la plenitud del sacramento del Orden, dada por la Ordenación episcopal, que se
comunica «junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de
enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden
ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del
Colegio»[55]. En consecuencia, «en la persona, pues, de los Obispos, a quienes
asisten los Presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente
en medio de los fieles […] a través de su servicio eximio, predica la Palabra
de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe
a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Co4, 15) va
congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural;
finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al Pueblo del
Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad»[56]. Incluso la
tradición cristiana oriental, tan fuertemente ligada a los Padres, lee todo en
su peculiar concepción de la taxis. Según San Basilio el Grande, está claro que
la organización de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, y el mismo orden en
el que Pablo enumera los carismas (cf. 1 Co12, 28) «está de acuerdo con la
distribución de los dones del Espíritu»[57], indicando como primero el de los
Apóstoles. A partir de la referencia a la Ordenación episcopal se comprenden
también los otros dones jerárquicos en referencia a los otros grados del Orden;
ante todo el de los Presbíteros, que son ordenados «para predicar el Evangelio
y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino» y «bajo la autoridad
del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos
encomendada», y a su vez se convierten en «modelos de la grey (cf. 1 Pe 5, 3),
gobiernan y sirven a su comunidad local»[58]. Para los Obispos y Presbíteros,
en el sacramento del Orden, la unción sacerdotal «los configura con Cristo
Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza»[59]. A
eso hay que añadir los dones concedidos a los Diáconos «sobre los cuales se han
impuesto las manos no para el sacerdocio sino para el ministerio»; y que
«confortados con la gracia sacramental, en el ministerio de la liturgia, de la
predicación y de la caridad sirven al Pueblo de Dios, en comunión con el Obispo
y su presbiterio»[60]. En resumen, los dones jerárquicos propios del sacramento
del Orden, en sus diversos grados, se dan para que en la Iglesia, como comunión,
no le falte nunca a ningún fiel la oferta objetiva de la gracia en los
Sacramentos, el anuncio normativo de la Palabra de Dios y la cura pastoral.
La identidad de los dones
carismáticos
15. Si desde el ejercicio de los dones
jerárquicos está asegurada, a lo largo de la historia, la oferta de la gracia
de Cristo en favor de todo el Pueblo de Dios, todos los fieles están llamados a
acogerla y responder personalmente a ella en las circunstancias concretas de su
vida. Los dones carismáticos, por lo tanto, se distribuyen libremente por el
Espíritu Santo, para que la gracia sacramental lleve sus frutos a la vida
cristiana de diferentes maneras y en todos sus niveles. Dado que estos carismas
«tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos
con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de
la Iglesia»[61]a través de su riqueza y variedad, el Pueblo de Dios puede vivir
en plenitud la misión evangelizadora, escrutar los signos de los tiempos e
interpretarlos a la luz del Evangelio[62]. Los dones carismáticos, de hecho,
mueven a los fieles a responder libremente y de manera adecuada al mismo
tiempo, al don de la salvación, haciéndose a sí mismos un don de amor para
otros y un auténtico testimonio del Evangelio para todos los hombres.
Los dones carismáticos
compartidos
16. En este contexto, es útil recordar lo
diferentes que pueden ser los dones carismáticos entre sí, no sólo a causa de
sus características específicas, sino también por su extensión en la comunión
eclesial. Los dones carismáticos «se conceden a la persona concreta; pero
pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el
tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad
espiritual entre las personas»[63]. La relación entre el carácter personal del
carisma y la posibilidad de participar en él expresa un elemento decisivo de su
dinámica, en lo que se refiere a la relación que en la comunión eclesial
siempre une a la persona y la comunidad[64]. Los dones carismáticos en su
práctica pueden generar afinidad, proximidad y parentescos espirituales a
través de los cuales el patrimonio carismático, a partir de la persona del
fundador, es participado y profundizado, creando verdaderas familias
espirituales. Los grupos eclesiales, en sus diversas formas, aparecen como
dones carismáticos compartidos. Los movimientos eclesiales y las nuevas
comunidades muestran cómo un carisma original en particular puede agregar a los
fieles y ayudarles a vivir plenamente su vocación cristiana y el propio estado
de vida al servicio de la misión de la Iglesia. Las formas concretas e
históricas de este intercambio se pueden diferenciar en sí; esta es la causa
por la que un carisma original, fundacional, se pueden dar, como nos enseña la
historia de la espiritualidad, diversas fundaciones.
El reconocimiento por parte
de la autoridad eclesiástica
17. Entre los dones carismáticos, distribuidos
libremente por el Espíritu, hay muchos recibidos y vividos por la persona
dentro de la comunidad cristiana que no requieren de regulaciones especiales.
Cuando un don carismático, sin embargo, se presenta como «carisma originario» o
«fundamental», entonces necesita un reconocimiento específico, para que esa
riqueza se articule de manera adecuada en la comunión eclesial y se transmita
fielmente a lo largo del tiempo. Aquí surge la tarea decisiva del
discernimiento que es propio de la autoridad eclesiástica[65]. Reconocer la
autenticidad del carisma no es siempre una tarea fácil, pero es un servicio debido
que los pastores tienen que efectuar. Los fieles, de hecho, «tienen derecho a
que sus pastores les señalen la autenticidad de los carismas y el crédito que
merecen los que afirman poseerlos»[66]. La autoridad debe, a tal efecto, ser
consciente de la espontaneidad real de los carismas suscitados por el Espíritu
Santo, valorándolos de acuerdo con la regla de la fe en vista de la edificación
de la Iglesia[67]. Es un proceso que continúa en el tiempo y que requiere
medidas adecuadas para su autenticación, que pasa a través de un serio
discernimiento hasta el reconocimiento de su autenticidad. La agregación que
surge de un carisma debe tener apropiadamente un tiempo de prueba y de
sedimentación, que vaya más allá del entusiasmo de los inicios hacia una configuración
estable. A lo largo del itinerario de verificación, la autoridad de la Iglesia
debe acompañar con benevolencia las nuevas realidades de agregación. Es un
acompañamiento por parte de los Pastores que nunca ha de fallar, ya que nunca
debe faltar la paternidad de quienes en la Iglesia están llamados a ser los
vicarios de Aquel que es el Buen Pastor, cuyo amor solícito nunca deja de
acompañar a su rebaño.
Criterios para el
discernimiento de los dones carismáticos
18. Aquí pueden ser recordados una serie de
criterios para el discernimiento de los dones carismáticos en referencia a los
grupos eclesiales que el Magisterio de la Iglesia ha mostrado a lo largo de los
últimos años. Estos criterios tienen por objeto contribuir al reconocimiento de
una auténtica eclesialidad de los carismas.
a) El primado de la vocación de todo cristiano a
la santidad. Toda realidad que proviene de la participación de un auténtico
carisma debe ser siempre instrumentos de santidad en la Iglesia y, por lo
tanto, de aumento de la caridad y del esfuerzo genuino por la perfección del
amor[68].
b) El compromiso con la difusión misionera del
Evangelio. Las auténticas realidades carismáticas «son regalos del Espíritu
integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde
donde se encauzan en un impulso evangelizador»[69]. De tal forma que, ellos
deben realizar «la conformidad y la participación en el fin apostólico de la
Iglesia», manifestando un «decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada
vez más, sujetos de una nueva evangelización»[70].
c) La confesión de la fe católica. Cada realidad
carismática debe ser un lugar de educación en la fe en su totalidad, «acogiendo
y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la
obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente»[71];
por lo tanto, se debe evitar aventurarse «más allá (proagon) de la doctrina y
de la Comunidad eclesial», como dice Juan en su segunda carta. De hecho, si «no
permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn
9)»[72].
d) El testimonio de una comunión activa con toda
la Iglesia. Esto lleva a una «filial relación con el Papa, centro perpetuo y
visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo "principio y
fundamento visible de unidad” en la Iglesia particular»[73]. Esto implica la
«leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones
pastorales»[74], así como «la disponibilidad a participar en los programas y
actividades de la Iglesia sea a nivel local, sea a nivel nacional o
internacional; el empeño catequético y la capacidad pedagógica para formar a
los cristianos»[75].
e) El respeto y el reconocimiento de la
complementariedad mutua de los otros componentes en la Iglesia carismática. De aquí
deriva también una disponibilidad a la cooperación mutua[76]. De hecho, «un
signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad
para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el
bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita
arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí
misma»[77].
f)La aceptación de los momentos de prueba en el
discernimiento de los carismas. Dado que el don carismático puede poseer «una
cierta carga de genuina novedad en la vida espiritual de la Iglesia, así como
de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez incómoda», un criterio de
autenticidad se manifiesta en «la humildad en sobrellevar los contratiempos. La
exacta ecuación entre carisma genuino, perspectiva de novedad y sufrimiento
interior, supone una conexión constante entre carisma y cruz»[78]. El nacimiento
de eventuales tensiones exige de parte de todos la praxis de una caridad más
grande, con vistas a una comunión y a una unidad eclesial siempre más profunda.
g) La presencia de frutos espirituales como la
caridad, la alegría, la humanidad y la paz (cf. Ga 5, 22); el «vivir todavía
con más intensidad la vida de la Iglesia»[79], un celo más intenso para
«escuchar y meditar la Palabra»[80]; «el renovado gusto por la oración, la
contemplación, la vida litúrgica y sacramental; el estímulo para que florezcan
vocaciones al matrimonio cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida
consagrada»[81].
h) La dimensión social de la evangelización.
También se debe reconocer que, gracias al impulso de la caridad, «el kerygma
tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio
está la vida comunitaria y el compromiso con los otros»[82]. En este criterio
de discernimiento, referido no sólo a los grupos de laicos en la Iglesia, se
hace hincapié en la necesidad de ser «corrientes vivas de participación y de
solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la
sociedad»[83]. Son significativos, en este sentido, «el impulsar a una
presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida social, y el crear y
animar obras caritativas, culturales y espirituales; el espíritu de
desprendimiento y de pobreza evangélica que lleva a desarrollar una generosa
caridad para con todos»[84]. Decisiva es también la referencia a la Doctrina
Social de la Iglesia[85]. En particular, «de nuestra fe en Cristo hecho pobre,
y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el
desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad»[86], que es una
necesidad en una auténtica realidad eclesial.
V.
Práctica eclesial de la relación entre dones jerárquicos y dones carismáticos
19. Es necesario afrontar, por último, algunos
elementos de la práctica concreta eclesial acerca de la relación entre dones
jerárquicos y carismáticos que se configuran como agregaciones carismáticas
dentro de la comunión eclesial.
Recíproca referencia
20. En primer lugar, la práctica de la buena
relación entre los diferentes dones en la Iglesia requiere la inserción activa
de la realidad carismática en la vida pastoral de las Iglesias particulares.
Esto implica, en primer lugar, que las diferentes agregaciones reconozcan la
autoridad de los pastores en la Iglesia como realidad interna de su propia vida
cristiana, anhelando sinceramente ser reconocidas, aceptadas y eventualmente
purificadas, poniéndose al servicio de la misión eclesial. Por otro lado, a los
que se les han conferido los dones jerárquicos, efectuando el discernimiento y
acompañamiento de los carismas, deben recibir cordialmente lo que el Espíritu
inspira al interno de la comunión eclesial, tomando en consideración la acción
pastoral y valorando su contribución como un recurso auténtico para el bien de
todos.
Los dones carismáticos en la Iglesia universal y particular
21. Con respecto a la difusión y peculiaridades
de las realidades carismática se tendrá que tener en cuenta la relación
esencial y constitutiva entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares.
Es necesario en este sentido reiterar que la Iglesia de Cristo, como profesamos
en el Credo de los Apóstoles, «es la Iglesia universal, es decir, la universal
comunidad de los discípulos del Señor, que se hace presente y operativa en la
particularidad y diversidad de personas, grupos, tiempos y lugares»[87]. La
dimensión particular es, por lo tanto, intrínseca a la universal y viceversa;
hay de hecho entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal una
relación de «mutua interioridad»[88]. Los dones jerárquicos propios del sucesor
de Pedro se ejercen, en este contexto, para garantizar y favorecer la
inmanencia de la Iglesia universal en las Iglesias locales; como de hecho el
oficio apostólico de los obispos individuales no se circunscribe a su propia
diócesis, sino que está llamado a refluir de nuevo en toda la Iglesia, también
a través de la colegialidad afectiva y efectiva y, especialmente, a través de
la comunión con el centro unitatis Ecclesiae, que es el Romano Pontífice. Él,
de hecho, como «sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y
visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Por su
parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de
unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal,
en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica»[89].
Esto implica que en cada Iglesia particular «verdaderamente está y obra la
Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica»[90]. Por lo tanto,
la referencia a la autoridad del Sucesor de Pedro –cum Petro et sub Petro– es
constitutiva de cada Iglesia local[91].
De esa forma, se sientan las bases para
correlacionar dones jerárquicos y carismáticos en la relación entre la Iglesia
universal y las Iglesias particulares. De hecho, por un lado, los dones
carismáticos se dan a toda la Iglesia; por el otro, la dinámica de estos dones
sólo puede realizarse en el servicio en una diócesis concreta, que «es una
porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con
la cooperación del presbiterio»[92]. En este sentido, puede ser útil recordar
el caso de la vida consagrada; que de hecho, no es una realidad externa o
independiente de la Iglesia local, sino que constituye una forma peculiar,
marcada por la radicalidad del Evangelio, de estar presente en su interior, con
sus dones específicos. La institución tradicional de la "exención”, ligado
a no pocos institutos de vida consagrada,[93]tiene como significado, no una
supra-localización desencarnada o una autonomía mal entendida, sino más bien
una interacción más profunda entre la dimensión particular y universal de la
Iglesia[94]. Del mismo modo, las nuevas realidades carismáticas, cuando poseen
carácter supra diocesano, no deben ser concebidas de manera totalmente autónoma
respecto a la Iglesia particular; más bien la deben enriquecer y servir en
virtud de sus características compartidas más allá de los límites de una
diócesis individual.
Los dones carismáticos y
los estados de vida del cristiano
22. Los dones carismáticos concedidos por el
Espíritu Santo puede estar relacionado con todo el orden de la comunión
eclesial, tanto en referencia a los Sacramentos que a la Palabra de Dios.
Ellos, de acuerdo con sus diferentes características, permiten dar mucho fruto
en el desempeño de las tareas que emanan del Bautismo, la Confirmación, el
Matrimonio y el Orden, así como hacen posible una mayor comprensión espiritual
de la divina Tradición; la cual, además del estudio y la predicación de
aquellos a quienes se les ha conferido el charisma veritatis certum[95], puede
ser profundizada «por la percepción íntima que experimentan de las cosas
espirituales»[96]. En esta perspectiva, es útil hacer una lista de los
argumentos fundamentales acerca de las relaciones entre dones carismáticos y
los diferentes estados de vida, con especial referencia al sacerdocio común del
Pueblo de Dios y al sacerdocio ministerial o jerárquico, que «aunque diferentes
esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues
ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo»[97]. De hecho, se
trata de «dos modos de participación en el único sacerdocio de Cristo, en el
que hay dos dimensiones que se unen en el acto supremo del sacrificio de la
cruz»[98].
a) En primer lugar, es necesario reconocer la
bondad de los diferentes carismas que originan agregaciones eclesiales entre
los fieles, llamados a fructificar la gracia sacramental, bajo la guía de los
pastores legítimos. Ellos representan una auténtica oportunidad para vivir y
desarrollar la propia vocación cristiana[99]. Estos dones carismáticos permiten
a los fieles vivir en la vida diaria del sacerdocio común del Pueblo de Dios:
como «discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios
(cf. Hch2, 42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a
Dios (cf. Rm12, 1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo
pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos
(cf.1 Pe 3, 15)»[100]. En esta línea se colocan también los grupos eclesiales
que son particularmente importantes para la vida cristiana en el matrimonio,
que pueden válidamente «instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos,
principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en
formarlos para la vida familiar, social y apostólica»[101].
b) También el ministro ordenado podrá encontrar
en la participación a una realidad carismática, tanto la referencia al
significado de su bautismo, por medio del cual ha sido hecho hijo de Dios, como
su vocación y misión específica. Un fiel ordenado podrá encontrar en una
determinada agregación eclesial fuerza y ayuda para vivir plenamente cuanto se
requiere de su ministerio específico, tanto en relación a todo el Pueblo de
Dios, y en particular a la porción que se le confía, así como a la obediencia
sincera que le debe a su propio Ordinario[102]. Lo mismo se aplica también en
el caso de los candidatos al sacerdocio que provengan de una cierta agregación
eclesial, como lo afirma la Exhortación post-sinodal Pastores dabo vobis[103];
esa relación debe expresarse en su docilidad eficaz a su propia formación
específica, llevando la riqueza derivada del carisma de referencia. Por último,
la ayuda pastoral que el sacerdote podrá ofrecer a la agregación eclesial, de
acuerdo con las características del mismo movimiento, podrá tener lugar
observando el regimen previsto en la comunión eclesial para el Orden sagrado,
en referencia a la incardinación[104]y a la obediencia debida a su
Ordinario[105].
c) La contribución de un don carismático al
sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial se expresa simbólicamente por
la vida consagrada; que, como tal, se coloca en la dimensión carismática de la
Iglesia[106]. Tal carisma, que realiza la «especial conformación con Cristo
virgen, pobre y obediente»[107]como una forma estable de vida[108]a través de
la profesión de los consejos evangélicos, es otorgado «para traer de la gracia
bautismal fruto copioso»[109]. La espiritualidad de los Institutos de vida
consagrada puede llegar a ser tanto para los fieles laicos como para el
sacerdote un recurso importante para vivir su vocación. Por otra parte, no
pocas veces, los miembros de la vida consagrada, con el consentimiento
necesario de sus superiores[110], pueden encontrar en la relación con las
nuevas agregaciones un importante sostén para vivir su vocación específica y
ofrecer, a su vez, un «testimonio gozoso, fiel y carismático de la vida
consagrada», permitiendo así un «recíproco enriquecimiento»[111].
d) Por último, es importante que el espíritu de
los consejos evangélicos sea recomendado por el Magisterio también a cada
ministro ordenado[112]. El celibato, requerido a los presbíteros en la
venerable tradición latina[113], está también claramente en la línea del don
carismático; en primer lugar no es funcional, sino que «es una expresión
peculiar de la entrega que lo configura con Cristo»[114], por medio del cual se
realiza la plena consagración de sí mismo en relación con la misión conferida
por el sacramento del Orden[115].
Formas de reconocimiento
eclesial
23. El presente documento tiene por objeto
aclarar la posición teológica y eclesiológica de las nuevas agregaciones
eclesiales a partir de la relación entre dones jerárquicos y carismáticos, para
favorecer la individuación concreta de las modalidades más adecuadas para su
reconocimiento eclesial. El actual Código de Derecho Canónico prevé diversas
formas jurídicas de reconocimiento de las nuevas realidades eclesiales que
hacen referencia a los dones carismáticos. Tales formas deben considerarse
cuidadosamente[116], evitando situaciones que no tenga en adecuada
consideración ya sea los principios fundamentales del derecho que la naturaleza
y la peculiaridad de las distintas realidades carismáticas.
Desde el punto de vista de la relación entre los
diversos dones jerárquicos y carismáticos es necesario respetar dos criterios
fundamentales que deben ser considerados inseparablemente: a) el respeto por
las características carismáticas de cada uno de los grupos eclesiales, evitando
forzamientos jurídicos que mortifiquen la novedad de la cual la experiencia
específica es portadora. De este modo se evitará que los diversos carismas
puedan considerarse como recursos no diferenciados dentro de la Iglesia. b) El
respeto del régimen eclesial fundamental,
favoreciendo la promoción activa de los dones carismáticos en la vida de la
Iglesia universal y particular, evitando que la realidad carismática se conciba
paralelamente a la vida de la Iglesia y no en una referencia ordenada a los
dones jerárquicos.
Conclusión
24. La efusión del Espíritu Santo sobre los
primeros discípulos el día de Pentecostés los encontró concordes y asiduos a la
oración, junto con María, la madre de Jesús (cf.Hch1, 14). Ella era perfecta en
la acogida y en el hacer fructificar las gracias singulares de las cuales fue
enriquecida en manera sobreabundante por la Santísima Trinidad; en primer
lugar, la gracia de ser la Madre de Dios. Todos los hijos de la Iglesia pueden
admirar su plena docilidad a la acción del Espíritu Santo; docilidad en la fe
sin fisuras y en la límpida humildad. María da testimonio plenamente de la
obediente y fiel aceptación de cualquier don del Espíritu. Además, como enseña
el Concilio Vaticano II, la Virgen María «con su amor materno cuida de los
hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y
luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz»[117]. Debido
a que «ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un
destino de servicio y fecundidad», que «hoy fijamos en ella la mirada, para que
nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos
discípulos se conviertan en agentes evangelizadores»[118]. Por esta razón,
María es conocida como la Madre de la Iglesia y recurrimos a Ella llenos de
confianza en que, con su ayuda eficaz y con su poderosa intercesión, los
carismas distribuidos abundantemente por el Espíritu Santo entre los fieles
sean dócilmente acogidos por ellos y den frutos para la vida y misión de la
Iglesia y para el bien del mundo.
El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia
concedida el día 14 de marzo de 2016 al Cardenal Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, aprobó esta Carta, decidida en la Sesión Ordinaria
de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para
la Doctrina de la Fe, el 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés.
Gerhard Card. Müller
Prefecto
Prefecto
+Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Secretario
Arzobispo titular de Thibica
Secretario
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