EL NACIMIENTO DE
MARIA
Contemplé la creación del
alma santísima de María y su reunión con su purísimo cuerpo. En mis
contemplaciones habitualmente me presentan la Santísima Trinidad en un cuadro
de luz, y vi que en él se movía como una gran montaña refulgente que tenía
también figura humana.
Del centro de esta figura
humana subía hacia su boca una gloria que salía por ella. Entonces vi esta
gloria delante y separada de la faz de Dios, y vi que giraba y tomaba forma, o
más bien la recibía, y mientras tomaba figura humana vi que por voluntad de
Dios se formaba indeciblemente bella. Dios mostró la belleza de esta alma a los
ángeles, que se alegraron indeciblemente con su belleza; no soy capaz de
describir con palabras todo lo que veía y entendía1.
Cuando habían transcurrido
17 semanas y dos días de la concepción de la Santísima Virgen, y por
consiguiente cinco días antes de la mitad del embarazo de Ana, vi a ésta
durmiendo tranquilamente por la noche en su lecho de su casa cerca de Nazaret. Sobre
Ana vino una luz, y de esa luz bajó un rayo al centro de su costado, y entró en
Ana una gloria en forma de reluciente figurita humana.
En ese mismo instante vi que
la madre Santa Ana se incorporó en su lecho rodeada de resplandores. Estaba
como arrobada y vi como si su interior se abriera como un tabernáculo en el que
divisé una virgencita refulgente de la que saldría toda la salvación de la
Humanidad. Ese fue el momento en que la Niña María se movió por primera vez
bajo su corazón.
Ana se levantó de la cama,
se vistió, anunció su alegría a San Joaquín y ambos dieron gracias a Dios. Los
vi rezar bajo el árbol del huerto donde el ángel había consolado a la madre
Ana. Se me ha instruido que la Santísima Virgen se unió a su alma cinco días
antes que los demás niños, y que nació doce días antes.
EL NACIMIENTO DE
MARÍA
Hace ya varios días que Ana
le había dicho a Joaquín que se acercaba el momento de dar a luz y envió
mensajeros a su hermana pequeña Maraha en Séforis; a la viuda Enué, hermana de
Isabel, en el Valle de Zabulón; y a su sobrina María Salomé en Betsaida, para
informarlas y que vinieran. Luego las vi de viaje. Enué, la viuda, venía
acompañada por un criado y las otras dos por sus maridos, pero todos ellos se
volvieron cerca de Nazaret.
El día que Ana iba a dar a
luz, Joaquín mandó a sus numerosos criados con los rebaños, y de las criadas
nuevas de Ana solo dejó en casa las imprescindibles. Después él mismo se fue
también al campo de pastores más cercano. María Helí, primogénita de Ana, se
ocupaba de la casa. Tenía por entonces 19 años y estaba casada con Cleofás, un
mayoral de Joaquín, de quien tenía a María Cleofás, una niña que ahora tenía
cuatro años.
Joaquín rezó y buscó sus
terneras, corderos y cabritillos más bonitos, y los envió con pastores al
Templo en ofrenda de acción de gracias y solo volvió a casa por la noche. Las
tres parientes de Ana llegaron a casa al anochecer; entraron a su cuarto detrás
dela lumbre y la abrazaron. Después, Ana las indicó la proximidad de su parto,
y entonó de pie con ellas el salmo: «Alabad al
Señor Dios que se ha apiadado de su pueblo, ha salvado a Israel y ha cumplido
la promesa que hizo a Adán en el Paraíso cuando le dijo que la semilla de la
mujer aplastaría la cabeza de la serpiente». Ya no puedo decirlo todo
por su orden.
Ana estaba en oración, como
arrobada, y expresó todas las prefiguraciones de María del salmo. Dijo: «El germen que Dios dio a Abraham ha madurado en mí». Recordó
la promesa de Isaac a Sara y dijo: «La flor de la
vara de Aarón se ha cumplido en mí». Entonces la vi transida de luz; vi
el cuarto lleno de luz y sobre él apareció la escala de Jacob. Las mujeres
estaban todas como arrobadas de jubiloso asombro y creo que también vieron la
aparición.
Solo después de esta oración
de bienvenida las dieron un pequeño tentempié de panes, frutas y agua con
bálsamo; comieron y bebieron de pie y luego se acostaron hasta medianoche para
descansar del viaje. Ana siguió rezando levantada y a medianoche las despertó
para rezar con ellas. Ellas la siguieron detrás de una cortina adonde estaba su
oratorio.
Ana abrió las puertas de un
armarito de pared que contenía una reliquia en una cajita; había luces a ambos
lados (que no estoy segura si eran lámparas) que se sacaban de un receptáculo
en la parte superior poniéndolas unas cuñitas para que no se cayeran, y las
encendieron. A los pies de esta especie de altarcito había una banqueta
acolchada. El relicario tenía cabellos de Sara que Ana veneraba mucho; huesos
de José que Moisés había traído de Egipto; algo de Tobías, creo que reliquia de
un traje; y una copa en forma de pera, pequeña, blanca y brillante, donde
Abraham bebió la bendición que le dio el ángel, y que Joaquín recibió junto con
la Bendición del Arca de la Alianza. Ahora sé que la Bendición constaba de pan
y vino, alimento y fortaleza de carácter sacramental.
Ana se arrodilló delante del
armarito con una mujer a cada lado y otra detrás; y dijo otro salmo, que creo
que mencionaba la zarza ardiente de Moisés. Entonces vi que una luz
sobrenatural llenó el cuarto y se adensó tejiéndose en torno a Ana. Las mujeres
se prosternaron sobre sus rostros, como aturdidas. La luz tomó en torno a Ana
toda la forma de aquella figura que tuvo en el Horeb la zarza ardiente de
Moisés, así que ya no pude ver nada más de Ana.
La llama irradiaba completamente
hacia adentro, y entonces de repente vi que Ana recibió en sus manos la
refulgente Niña María, la envolvió en su manto, la apretó contra su corazón y
luego la puso desnuda en la banqueta delante del relicario y siguió rezando. Entonces
oí llorar a la niña y vi que Ana sacó los pañales que guardaba debajo de su
gran velo y la envolvió. Fajó a la niña en colores gris y rojo hasta debajo de
los brazos, y dejó desnudos el pecho, los brazos y la cabeza.
Entonces desapareció de su
alrededor la aparición de la zarza ardiente. Las mujeres se incorporaron y,
para su gran asombro, recibieron en brazos a la niña. Lloraban de tanta
alegría. Todas volvieron a entonar un cántico de alabanza, y Ana elevó a su
niña como ofreciéndola a lo Alto. Con esto volví a ver su cuarto lleno de
resplandor y distinguí a varios ángeles cantando Gloria y Aleluya.
Oí todas sus palabras y los
ángeles anunciaron que a los veinte días debían ponerla el nombre de María. Ana
fue entonces a su dormitorio y se tumbó en su lecho. Las mujeres desfajaron a
la niña, la bañaron y volvieron a fajarla, tras lo cual se la llevaron a su
madre. Junto al lecho de Ana, delante, a sus pies, o contra la pared, podía
sujetarse una cestita de rejilla trenzada.
Así podía ponerse a la niña
donde se quisiera, pero siempre cerca y a la vez separada de su madre. Entonces
las mujeres llamaron al padre Joaquín. Llegó al lecho de Ana, se puso de
rodillas y lloró a lágrima viva sobre la niña; luego alzó los brazos y
pronunció un cántico de alabanza, lo mismo que Zacarías en el nacimiento de
Juan. En su salmo mencionó el germen santo que Dios había puesto a Abraham y
que se propagó en el pueblo de Dios con la alianza sellada por la circuncisión,
pero que ahora había alcanzado su más alta flor en esta criatura que la consumaba
según la carne.
En su cántico de alabanza
también le oí decir que ahora se habían cumplido las palabras del profeta: —Brotará un vástago de la raíz de Jesé. También
dijo con el mayor recogimiento y humildad que ahora moriría a gusto. Después de
esto me di cuenta que María Helí, la hija mayor de Ana, solo llegó a ver a la
recién nacida más adelante. Aunque ya era desde hace años madre de María
Cleofás, no estuvo presente en el nacimiento de María, quizá porque según las
leyes judías no era conveniente que estuviera la hija en el parto de la madre.
Por la mañana vi que se
habían congregado alrededor de la casa los criados y criadas y mucha gente de
la comarca; los dejaron entrar en grupos y las mujeres mostraron la criatura.
Muchos estaban muy conmovidos, y muchos mejoraron. En ese momento llegaron
vecinos que por la noche habían visto un resplandor sobre la casa y que
consideraban una gran gracia del Cielo el parto de Ana, tanto tiempo estéril.
Foros de la
Virgen María
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