Jesús es la paz de
quien sufre y de quien muere.
DE LOS ESCRITOS DE MARIA
VALTORTA.
Veo un interior de taller de
carpintero; dos de sus paredes parecen estar formadas de roca (como si se
hubieran aprovechado grutas naturales para hacer habitaciones). En este caso,
para mayor detalle, son de roca los lados norte y oeste; las otras dos paredes,
sin embargo, la sur y la este, están enlucidas, como las nuestras.
En el lado norte, un
entrante de la roca ha sido adaptado para fogón rudimentario; en él hay una cazuelita
con barniz o cola, no lo distingo bien. La leña quemada desde hace años en ese
lugar ha ennegrecido tanto la pared, que parece alquitranada. ¿Y cómo chimenea
para aspirar el humo de la combustión?… Un agujero en la pared con una especie
de teja grande y cóncava en su parte alta.
Pero esta chimenea ha debido
cumplir mal su función; en efecto, no sólo esta pared sino también las otras
están muy ennegrecidas a causa del humo; en este momento, incluso, por toda la
habitación hay una niebla de humo. Jesús está trabajando en un banco de
carpintero. Está alisando unas tablas, y las va apoyando en la pared que está a
sus espaldas. Luego va a donde tiene una especie de taburete apretado por dos
lados en una mordaza; lo saca, mira si el trabajo está perfectamente hecho,
observa el objeto desde todos los puntos, luego se acerca al fogón, coge la
cazuelita y remueve dentro con un palito, o quizás un pincel, no lo sé; yo sólo
veo la parte que sobresale y que parece un palo.
Jesús está vestido de color
castaño oscuro, la túnica es más bien corta, está remangado hasta más arriba
del codo, y, delante, puesto una especie de delantal, en el cual se restriega
los dedos que han tocado la cazuelita.
Está solo. Trabaja sin
pausas, pero con sosiego. No hay en él ningún movimiento desordenado o
impaciente. Trabaja con continuidad y precisión. No pierde la paciencia por
nada: ni por un nudo en la madera, que no se deja alisar; ni por un
destornillador — eso al menos me parece — que dos veces se le ha caído del
banco; ni por el humo del ambiente, que debe estarle entrando en los ojos.
De vez en cuando levanta la
cabeza para mirar hacia la pared sur, donde hay una puerta que está cerrada,
como queriendo escuchar. Después hay un momento en que abre una puerta que está
en la pared este y que da a la calle, y se asoma. Veo un trecho de una
callejuela polvorienta. Parece como si estuviera esperando a alguien. Luego
vuelve a su labor. No está triste, pero sí serio. Cierra de nuevo la puerta y
reanuda su trabajo.
Y, mientras está ocupado en
fabricar unos componentes — al menos eso me parece — del aro de una rueda,
entra su Madre. Entra por una puerta de la pared situada al sur. Entra con
prisa y corre hacia Jesús. Está vestida de azul oscuro y lleva la cabeza
descubierta. Su vestido es una túnica sencilla ceñida a la cintura con un
cordón del mismo color. Acongojada, apoyada con las dos manos en un brazo de su
Hijo, lo llama con un gesto de súplica y dolor. Jesús la acaricia, le pasa un
brazo por encima de los hombros y la consuela. Luego, dejando inmediatamente el
trabajo y quitándose el mandil, va con Ella.
-¡Oh! ¡Jesús! – dice María -¡Ven! ¡Está mal!
Han sido pronunciadas estas
palabras por labios temblorosos, y con un brillo de llanto en sus enrojecidos y
cansados ojos. Jesús únicamente dice: «¡Mamá!», mas
todo está incluido en esa palabra.
Pasan a la habitación de al
lado; el sol, que entra por una puerta que da a un huertecillo lleno de luz y
de verdor en que revolotean unas palomas por entre el ondear de ropa tendida,
hace encantadora esta habitación, que es pobre, sí, pero está ordenada. Hay en
ella un lecho bajo, cubierto de colchoncitos (digo colchoncitos porque son unas
cosas altas y mullidas, pero no es una cama como las nuestras). Sobre él,
recostado sobre muchos almohadones, está José. Agoniza. Lo refleja claramente
la palidez cárdena de su rostro, la mirada apagada, el pecho jadeante, y el
completo decaimiento de todo el cuerpo.
María se pone a su
izquierda. Le coge la mano rugosa, cárdena en las uñas, y la frota, la acaricia
y la besa. Luego, con un paño de lino, le seca el sudor, que crea surcos
brillantes en las sienes hundidas; y la lágrima, que en el lagrimal se vuelve
vítrea. Y le humedece los labios con un paño mojado en un líquido que parece
vino blanco.
Jesús se pone a la derecha.
Alza levemente, ligero pero con cuidado, este cuerpo que se está hundiendo, le
incorpora apoyándolo sobre los almohadones, y, junto con María, pone en orden
éstos. Acaricia la frente del moribundo, trata de reanimarlo.
María llora quedo; sin hacer
ruido, pero llora. Los lagrimones ruedan hacia abajo por las pálidas mejillas y
caen sobre el vestido azul oscuro; parecen zafiros resplandecientes.
José se reanima bastante y
mira fijamente a Jesús, le da la mano como para decirle algo y para recibir,
con el contacto divino, fuerza en la última prueba. Jesús inclina su cabeza
hacia esta mano y la besa. José sonríe; luego se vuelve buscando a María con la
mirada, y le sonríe también a Ella. María se arrodilla al lado de la cama
tratando de sonreír. No le sale la sonrisa, y entonces agacha la cabeza. José
le pone la mano encima de ella con una casta caricia que parece una bendición.
Sólo se oye el revoloteo y
el arrullo de las palomas, el frufrú de las hojas, un gorgoritear de agua, y,
en la habitación, el respiro del moribundo.
Jesús pasa al otro lado de
la cama, toma un taburete y se lo ofrece a María para que se siente en él,
llamándola una vez más, y solamente, «Mamá». Luego
vuelve a donde estaba y coge de nuevo entre sus manos la mano de José. La
escena es tan real, que me echo a llorar a causa del dolor de María.
Y Jesús, inclinándose hacia
el moribundo, le susurra un salmo.
Sé que es un salmo, pero ahora no sé decirle cuál de ellos. Empieza así:
Sé que es un salmo, pero ahora no sé decirle cuál de ellos. Empieza así:
«”Protégeme,
Señor, porque en ti he puesto mi esperanza…
En pro de los santos que en la tierra de él están, ha dado cumplimiento admirablemente a todos mis deseos…
Bendeciré al Señor, que me aconseja…
En pro de los santos que en la tierra de él están, ha dado cumplimiento admirablemente a todos mis deseos…
Bendeciré al Señor, que me aconseja…
Tengo siempre la
presencia del Señor. Él está a mi derecha para que no vacile.
Por ello se alegra
mi corazón y exulta mi lengua, y mi cuerpo también descansará en la esperanza.
Porque Tú no
abandonarás a mi alma en su estancia entre los muertos, y no permitirás que tu
santo vea la corrupción.
Me darás a conocer
los caminos de la vida, me colmarás de alegría mostrándome tu rostro”».
José se reanima mucho,
sonríe a Jesús con una mirada más viva y le aprieta los dedos.
Jesús responde a la sonrisa
con otra sonrisa, y al gesto de la mano con una caricia; y continúa,
dulcemente, inclinado hacia su padre putativo:
«”¡Cuán grande es
el encanto de tus Tabernáculos, Señor!
Mi alma se consume en el deseo de los atrios del Señor.
El gorrión encuentra una casa, la tortolita un nido para sus criaturas. Yo deseo tus altares, Señor.
Mi alma se consume en el deseo de los atrios del Señor.
El gorrión encuentra una casa, la tortolita un nido para sus criaturas. Yo deseo tus altares, Señor.
¡Dichosos los que
habitan en tu casa!… ¡Dichoso el hombre que encuentra en ti su fuerza! Él tiene
en su corazón las veredas para subir del valle de las lágrimas al lugar electo.
¡Oh, Señor,
escucha mi oración…!
¡Oh, Dios, vuelve tus ojos y mira el rostro de tu Cristo…!”».
¡Oh, Dios, vuelve tus ojos y mira el rostro de tu Cristo…!”».
José, visiblemente
conmovido, mira a Jesús, y hace ademán de querer hablar, como para bendecirlo,
pero no puede; se ve que entiende, pero no puede hablar. No obstante, está
feliz y mira con vivacidad y confianza a su Jesús.
«”¡Oh, Señor — continúa Jesús —, Tú has sido propicio a tu
tierra, has liberado de la esclavitud a Jacob…!
Muéstranos, Señor,
tu misericordia y danos tu Salvador.
Quiero oír lo que dice dentro de mí el Señor Dios. Él, sin duda, hablará de paz a su pueblo para sus santos y para quien de corazón vuelve a Él.
Quiero oír lo que dice dentro de mí el Señor Dios. Él, sin duda, hablará de paz a su pueblo para sus santos y para quien de corazón vuelve a Él.
Sí, tu salvación
está cercana… y la gloria habitará sobre la tierra… Se han dado encuentro la
bondad y la verdad; la justicia y la paz se han besado. La verdad ha germinado
de la tierra, la justicia ha mirado desde el Cielo.
Sí, el Señor se
mostrará benigno y nuestra tierra dará su fruto. La justicia caminará en su
presencia y dejará imprimidas en el camino sus huellas».
«Tú has visto esta
hora, padre, y por ella has trabajado fatigosamente. Has colaborado en el cumplimiento
de esta hora y el Señor te premiará por ello. Yo te lo digo» añade Jesús, enjugando una lágrima de alegría que desciende lentamente por
la mejilla de José.
Y sigue: «”¡Oh, Señor, acuérdate de David y de toda su benignidad.
Acuérdate de que
juró al Señor: “Yo no entraré en mi casa, no me echaré en el lecho de mi
reposo, no concederé sueño a mis ojos ni descanso a mis párpados ni quietud a
mis sienes, mientras no encuentre un lugar para el Señor, una morada para el
Dios de Jacob…”.
¡Levántate, Señor,
y ven a tu reposo, Tú y el Arca de tu santidad! (María comprende la alusión y
rompe a llorar).
Revístanse de
justicia tus sacerdotes, regocíjense tus santos.
Por amor de David,
tu siervo, no nos niegues el rostro de tu Cristo.
El Señor ha jurado a David la promesa y la mantendrá: ‘Pondré en tu trono al fruto de tu seno’.
El Señor ha jurado a David la promesa y la mantendrá: ‘Pondré en tu trono al fruto de tu seno’.
El Señor la ha
elegido como morada…
Yo haré florecer
la potencia de David preparando una antorcha encendida para mi Cristo.
Gracias, padre
mío, por mí y por mi Madre. Tú has sido para mí un padre justo, y el Eterno te
ha puesto como custodio de su Cristo y de su Arca. Tú fuiste la antorcha
encendida para Él. Para con el Fruto del seno santo has tenido entrañas de
caridad. Ve en paz, padre. La Viuda no quedará desamparada. El Señor ya ha
provisto a que no se quede sola. Ve sereno a tu reposo. Yo te lo digo».
María llora con su rostro
apoyado contra las cobijas (parecen mantos) que cubren este cuerpo de José que
se está enfriando. Jesús se prodiga aún más en confortarle, pues la respiración
se ha hecho más fatigosa y la mirada ha vuelto a velarse.
«”¡Dichoso el
hombre que teme al Señor y sólo se complace en sus mandamientos!…
Su justicia
permanecerá por los siglos de los siglos.
En medio de los hombres rectos, se alza luminoso en las tinieblas el misericordioso, el benigno, el justo…
El justo será recordado eternamente… Su justicia es eterna, su potencia se elevará hasta la gloria…”.
Y tú tendrás esta gloria, padre. Pronto iré a llevarte, junto con los Patriarcas que te han precedido, a la gloria que te espera. Exulte tu espíritu con estas palabras mías.
En medio de los hombres rectos, se alza luminoso en las tinieblas el misericordioso, el benigno, el justo…
El justo será recordado eternamente… Su justicia es eterna, su potencia se elevará hasta la gloria…”.
Y tú tendrás esta gloria, padre. Pronto iré a llevarte, junto con los Patriarcas que te han precedido, a la gloria que te espera. Exulte tu espíritu con estas palabras mías.
“Quien confía en
la ayuda del Altísimo vive bajo la protección del Dios del Cielo”.
Ésa es tu morada,
padre mío.
“Él me libró del
lazo de los cazadores y de las palabras duras.
Te cubrirá con sus
alas; bajo sus plumas encontrarás amparo.
Su verdad te
protegerá como un escudo; no temerás miedos nocturnos…
No se acercará a
ti el mal… porque ha dado orden a sus ángeles de protegerte en todos tus
caminos.
Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en las piedras.
Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en las piedras.
Caminarás sobre el
áspid y el basilisco; hollarás al dragón y al león.
Porque has
esperado en el Señor, Él te dice, padre, que te librará y te protegerá.
Puesto que has elevado a Él tu voz, te escuchará; estará contigo en la última tribulación; te glorificará después de esta vida, haciéndote ver ya desde ésta su Salvación”, y en la otra haciéndote entrar, por la Salvación que ahora te conforta y que pronto, ¡oh…, pronto irá, te lo repito, a ceñirte con un abrazo divino y a llevarte consigo, a la cabeza de todos los Patriarcas, al lugar preparado para morada del Justo de Dios que fue el padre mío bendito!
Puesto que has elevado a Él tu voz, te escuchará; estará contigo en la última tribulación; te glorificará después de esta vida, haciéndote ver ya desde ésta su Salvación”, y en la otra haciéndote entrar, por la Salvación que ahora te conforta y que pronto, ¡oh…, pronto irá, te lo repito, a ceñirte con un abrazo divino y a llevarte consigo, a la cabeza de todos los Patriarcas, al lugar preparado para morada del Justo de Dios que fue el padre mío bendito!
Precédeme para
decirles a los Patriarcas que la Salvación está en el mundo y que el Reino de
los Cielos pronto les será abierto. Ve, padre. Que mi bendición te acompañe».
Ahora la voz de Jesús es más
alta, para que pueda llegar a la mente de José, que está abismándose en las
nieblas de la muerte. El final es inminente. El anciano respira a duras penas.
María le acaricia. Jesús se sienta en el borde de la cama y abraza y atrae
hacia sí al moribundo, el cual, exhausto, se apaga sin convulsión alguna.
Es una escena llena de paz
solemne. Jesús coloca de nuevo al Patriarca y abraza a María, que, al final,
angustiada de dolor; se había acercado a Él.
Dice Jesús:
«Mi lección para todas las mujeres casadas que sienten una pena acongojante es ésta: imitar a María de viuda; y lo que Ella hizo fue unirse a Jesús.
«Mi lección para todas las mujeres casadas que sienten una pena acongojante es ésta: imitar a María de viuda; y lo que Ella hizo fue unirse a Jesús.
Se equivocan los
que piensan que las penas del corazón no hicieran sufrir a María. Mi Madre
sufrió, sabedlo. Sufrió, sí, santamente -todo en Ella era santo —, mas no por
ello no sufrió intensamente.
Igualmente se
equivocan aquellos que piensan que María amó tibiamente a su esposo, fundándose
en que José era su esposo de espíritu no de carne. No. María amaba intensamente
a su José, al cual le había dedicado seis lustros de vida fiel. Y José había
sido para Ella un padre, un esposo, un hermano, un amigo, un protector.
Y Ella ahora se
sentía sola, como un sarmiento si le talan el árbol que le servía de apoyo. Su
casa estaba como si la hubiera asestado su golpe el rayo; se dividía. Primero
era una unidad cuyos miembros se sostenían mutuamente; ahora venía a faltar el
muro maestro. Éste fue el primer golpe asestado a esa Familia, y fue símbolo
del otro abandono, que ya estaba próximo: el de su amado Jesús.
La voluntad del Eterno había
querido que fuera esposa y Madre; ahora, por ésta misma voluntad, habría de
experimentar la viudez y el que su Hijo la dejara. Y María responde, entre
lágrimas, con uno de esos “síes” sublimes
suyos: “Sí, Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y
¿qué hace, en esa hora, para tener la necesaria fuerza?: se abraza a Jesús.
María, siempre, en las horas
más graves de su vida, se había abrazado a Dios. Así lo hizo en el Templo,
cuando recibió la llamada al matrimonio; como en Nazaret, cuando fue llamada a
la Maternidad, o llorando al verse viuda, o, en Nazaret también, cuando tuvo
que pasar por el suplicio de verse separada de su Hijo; como en el Calvario,
bajo la tortura que le supuso el verme morir.
Aprended, vosotros, los que
lloráis. Aprended vosotros, que morís. Vosotros, que para morir vivís,
aprendedlo. Tratad de merecer las mismas palabras que Yo dije a José. Ellas
serán vuestra paz en medio de la batalla de la muerte. Aprended, vosotros, que
morís, a merecer que Jesús esté a vuestro lado para confortaros. Mas, aunque no
lo hubierais merecido, tened la osadía, de todas formas, de llamarme para que
vaya a vuestro lado. Yo iré, llenas mis manos de gracias y consuelo, lleno mi
corazón de perdón y de amor, llenos mis labios de palabras de absolución y de
palabras de aliento.
La muerte, vivida entre mis
brazos, pierde toda su parte cruda; creedlo. Yo no puedo abolir la muerte, pero
sí puedo hacérsela dulce a aquel que muere confiando en mí.
Ya dijo Cristo, en su Cruz,
por todos vosotros: “Señor, te confío mi espíritu”. Lo
dijo en su agonía pensando en la de cada uno de vosotros, pensando en vuestros
sentimientos de terror, en vuestros errores, en vuestros temores, en vuestros
deseos de perdón. Lo dijo con el corazón quebrado más que por la lanzada por la
congoja, por una congoja más espiritual que física; para que la agonía de
aquellos que mueren pensando en Él fuera dulcificada por el Señor, y para que
el espíritu pasara de la muerte a la Vida, del dolor al gozo, para siempre.
Foros de la
Virgen María
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