Homilía del Papa Francisco. Santa Misa en la Plaza de la Revolución de
Holguín, Cuba. 21 septiembre 2015
Por: Papa Francisco | Fuente: es.radiovaticana.va
En el día en que la Iglesia celebra la conversión del apóstol y evangelista san Mateo, el Santo Padre se trasladó muy temprano a Holguín, una ciudad nunca antes visitada por un pontífice, en donde presidió la Santa Misa en la Plaza de la Revolución.
Por: Papa Francisco | Fuente: es.radiovaticana.va
En el día en que la Iglesia celebra la conversión del apóstol y evangelista san Mateo, el Santo Padre se trasladó muy temprano a Holguín, una ciudad nunca antes visitada por un pontífice, en donde presidió la Santa Misa en la Plaza de la Revolución.
HOMILÍA COMPLETA DEL PAPA EN
LA MISA DE HOLGUÍN
Celebramos la fiesta del apóstol y evangelista san Mateo. Celebramos la
historia de una conversión. Él mismo, en su evangelio, nos cuenta cómo fue el
encuentro que marcó su vida, él nos introduce en un «juego de miradas» que es
capaz de transformar la historia.
Un día, como otro cualquiera, mientras estaba sentado en la mesa de la
recaudación de los impuestos, Jesús pasaba, lo vio, se acercó y le dijo: «Sígueme.
Y él, levantándose, lo siguió».
Jesús lo miró. Qué fuerza de amor tuvo la mirada de Jesús para movilizar
a Mateo como lo hizo; qué fuerza han de haber tenido esos ojos para levantarlo.
Sabemos que Mateo era un publicano, es decir, recaudaba impuestos de los judíos
para dárselo a los romanos. Los publicanos eran mal vistos e incluso
considerados pecadores, y por eso vivían apartados y despreciados por los
demás. Con ellos no se podía comer, ni hablar, ni orar. Eran traidores para el
pueblo: le sacaban a su gente para dárselo a otros. Los publicanos pertenecían
a esta categoría social.
Y Jesús se detuvo, no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa,
lo miró con paz. Lo miró con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había
mirado antes. Y esa mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una
esperanza, una nueva vida como a Zaqueo, a Bartimeo, a María Magdalena, a Pedro
y también a cada uno de nosotros. Aunque no nos atrevamos a levantar los ojos al
Señor, Él siempre nos mira primero. Es nuestra historia personal; al igual que
muchos otros, cada uno de nosotros puede decir: yo también soy un pecador en el
que Jesús puso su mirada. Los invito a que hoy en sus casas, o en la iglesia,
estén tranquilos, solos, hagan un momento de silencio para recordar con
gratitud y alegría aquellas circunstancias, aquel momento en que la mirada
misericordiosa de Dios se posó en nuestra vida.
Su amor nos precede, su mirada se adelanta a nuestra necesidad. Él sabe
ver más allá de las apariencias, más allá del pecado, del fracaso o de la
indignidad. Sabe ver más allá de la categoría social a la que podemos
pertenecer. Él ve más allá esa dignidad de hijo, tal vez ensuciada por el
pecado, pero siempre presente en el fondo de nuestra alma, es nuestra dignidad
de hijos. Él ha venido precisamente a buscar a todos aquellos que se sienten
indignos de Dios, indignos de los demás. Dejémonos mirar por Jesús, dejemos que
su mirada recorra nuestras calles, dejemos que su mirada nos devuelva la
alegría, la esperanza, el gozo de la vida.
Después de mirarlo con misericordia, el Señor le dijo a Mateo:
«Sígueme». Y Mateo se levantó y lo siguió. Después de la mirada, la palabra.
Tras el amor, la misión. Mateo ya no es el mismo; interiormente ha cambiado. El
encuentro con Jesús, con su amor misericordioso, lo transformó. Y allá atrás
queda el banco de los impuestos, el dinero, su exclusión. Antes él esperaba
sentado para recaudar, para sacarle a otros, ahora con Jesús tiene que
levantarse para dar, para entregar, para entregarse a los demás. Jesús lo miró
y Mateo encontró la alegría en el servicio. Para Mateo, y para todo el que
sintió la mirada de Jesús, sus conciudadanos no son aquellos a los que «se
vive», se usa, se abusa. La mirada de Jesús genera una actividad misionera, de
servicio, de entrega. Sus conciudadanos son aquellos q los que Él sirve. Su
amor cura nuestras miopías y nos estimula a mirar más allá, a no quedarnos en
las apariencias o en lo políticamente correcto.
Jesús va delante, nos precede, abre el camino y nos invita a seguirlo.
Nos invita a ir lentamente superando nuestros preconceptos, nuestras
resistencias al cambio de los demás e incluso de nosotros mismos. Nos desafía
día a día con una pregunta: ¿Crees? ¿Crees que es posible que un recaudador se
transforme en servidor? ¿Crees que es posible que un traidor se vuelva un
amigo? ¿Crees que es posible que el hijo de un carpintero sea el Hijo de Dios?
Su mirada transforma nuestras miradas, su corazón transforma nuestro corazón. Dios
es Padre que busca la salvación de todos sus hijos.
Dejémonos mirar por el Señor en la oración, la Eucaristía, en la
Confesión, en nuestros hermanos, especialmente en aquellos que se sienten
dejados, más solos. Y aprendamos a mirar como Él nos mira. Compartamos su
ternura y su misericordia con los enfermos, los presos, los ancianos, las
familias en dificultad. Una y otra vez somos llamados a aprender de Jesús que
mira siempre lo más auténtico que vive en cada persona, que es precisamente la
imagen de su Padre.
Sé con qué esfuerzo y sacrificio la Iglesia en Cuba trabaja para llevar
a todos, aun en los sitios más apartados, la palabra y la presencia de Cristo.
Una mención especial merecen las llamadas «casas de misión» que, ante la
escasez de templos y de sacerdotes, permiten a tantas personas poder tener un
espacio de oración, de escucha de la Palabra, de catequesis y vida de
comunidad. Son pequeños signos de la presencia de Dios en nuestros barrios y
una ayuda cotidiana para hacer vivas las palabras del apóstol Pablo: «Les ruego
que anden como pide la vocación a la que han sido convocados. Sean siempre
humildes y amables, sean comprensivos, sobrellevándose mutuamente con amor;
esfuércense en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,2).
Deseo dirigir ahora la mirada a la Virgen María, Virgen de la Caridad
del Cobre, a quien Cuba acogió en sus brazos y le abrió sus puertas para
siempre, y a ella le pido que mantenga sobre todos y cada uno de los hijos de
esta noble nación su mirada maternal y que esos «sus ojos misericordiosos»
estén siempre atentos a cada uno de ustedes, sus hogares, familias, a las
personas que puedan estar sintiendo que para ellos no hay lugar. Que ella nos
guarde a todos como cuidó a Jesús en su amor y que ella nos enseña a mirar a
los demás como Jesús nos miró a cada uno de nosotros.
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