viernes, 1 de agosto de 2014

DESDE EL INFIERNO



Gabriel está sentado en la terraza semicircular desde donde se divisan los ríos de purificación de todo el purgatorio. Sus alas se esconden detrás de sus enormes espaldas como inertes e inactivas dando un aspecto algo más humano a su porte celestial y angélico. Su mirada meditabunda se pierde en el horizonte, más allá del cielo, más allá del purgatorio... más allá del abismo.
Los ríos avanzan por los territorios celestiales llenos de pasajeros que sufren por no estar disfrutando de la visión de Dios como hacen ya los santos y las almas ligeras de equipaje. Los recién llegados a la recepción celestial después de haber pasado su proceso de purificación en los ríos de Gracia del purgatorio son recibidos por sus seres queridos y sus santos preferidos, quienes los cubren de besos y de fiestas y los preparan para su audiencia con María.
Pero allá, en el principio de los ríos, dónde navegan almas todavía demasiado lejos de su destino en espera de oraciones que los adelanten y los purifiquen, allá en lo más profundo de las cataratas donde las almas todavía no tienen fuerzas para remontar hacia el cielo superior, se encuentran los elegidos para la misión. Gabriel se levanta desperezando sus gigantescas alas que provocan un viento celestial a su alrededor. Su lejana mirada se acerca y se fija en el fondo del acantilado, allí dónde comienzan los ríos de Gracia, allí dónde debe bajar a buscar a los elegidos para comunicarles su delicada misión. Un pie da un paso hacia el vacío y luego el otro. Gabriel cae como un rayo hacia el fondo, dejando sus alas y su plateada melena volar hacia arriba mientras su cuerpo celestial baja vertiginosamente. Cuando cae con estruendo sobre las secas estepas inferiores del purgatorio, provoca unas grandes olas sobre los ríos y las almas saben que ocurre algo inesperado. Gabriel comienza a pasear por la orilla y con su brazo potente va recogiendo a los soldados elegidos. Uno tras otro son sacados como si no tuvieran peso propio, con cuidado, con delicadeza. Son almas salvadas, son almas queridas por Dios.
Ellas comienzan a abrir los ojos aclimatándose a su nueva situación y observan como van surgiendo del agua más almas como ellas arrastradas por el poderoso brazo del ángel. Una, dos, tres, hasta siete. Cuando Gabriel deposita la séptima alma sobre el suelo comienza a hablar sin mover los labios como es propio de la comunicación celestial.
—Bienvenidos, habéis sido seleccionados para una misión. El Padre os ha escogido.
Las almas se miran unas a otras sin comprender. ¿Misión?
—Vuestra estancia en el purgatorio se puede acortar si lleváis a cabo este delicado encargo. Venid conmigo.
El grupo sigue obediente al poderoso ángel Gabriel que los dirige inexorablemente hacia las altas puertas del purgatorio, donde se inician los ríos de purificación. Detrás de aquellas puertas está... la nada.
—Vosotras sois almas salvadas en el último momento. Habéis llevado una vida digamos, compleja, alejados de Dios, pero de una forma o de otra, habéis conseguido el perdón divino antes de vuestra muerte temporal y habéis podido entrar en su gloria. Detrás de estas puertas están las almas que no tuvieron ese último momento de conversión o arrepentimiento. Detrás de estas puertas están las almas condenadas, las que no quisieron acoger el Reino, —Gabriel se detiene en su discurso y posando su mano derecha sobre las puertas anuncia solemnemente— a partir de aquí comienza vuestra misión.
Las siete almas elegidas se retuercen de estupor y sorpresa. El anuncio no puede ser más desestabilizador. Una de ellas se aventura a preguntar:
—¿Pero cómo puede ser? Los salvados no podemos pasar al otro lado, un abismo infranqueable nos separa.
—Y si el juicio sobre nosotras está hecho y hemos sido salvadas, ¿qué se nos ha perdido allí? —se aventura a interpelar otra.
—El Padre lo tiene todo previsto y permitirá vuestro acceso al otro lado. En cuanto a vuestro objetivo... —las alas de Gabriel se despliegan con señorío y grandiosidad dando mayor énfasis a lo que dice— hay almas destinadas al cielo cuyo juicio se ha desarrollado favorablemente pero ellas.... no lo saben. Están confundidas y desorientadas y los demonios se han aprovechado de su situación para arrastrarlas al fondo y esclavizarlas. —Después de un corto silencio Gabriel anuncia definitivamente— vuestra misión consistirá en encontrarlas y traerlas de vuelta.
La conmoción entre el grupo es generalizado. Misión suicida, misión imposible.
—¡Esto no tiene ni pies ni cabeza!—exclama una fuera de sí.
—Acaso ¿dudas de Dios y de su infinita sabiduría?—ataja Gabriel con autoridad.
—No, claro que no, —contesta abrumada la asustada alma— he visto la Gloria de Dios y participo ya, en alguna medida, de su beatifica visión e infinita sabiduría, pero hay tantos cabos sueltos... ¿Por qué nosotros? ¿No hubiera sido más conveniente encargar esta locura a los grandes santos, a las almas mejor equipadas y puras del cielo superior?
—Precisamente por su grandiosa luz y pureza, ellas no podrían hacer este viaje. Se necesitan almas que no irradien casi luz para pasar inadvertidas entre los demonios. Es más, se os rebajarán en gran medida las potencias alcanzadas hasta ahora. Vuestra memoria del cielo y de la visión de Dios se reducirá al mínimo para que los demonios no os reconozcan. Así como vuestra voluntad que estará sujeta a las debilidades de vuestra anterior vida temporal. Así vuestro interior no comunicará excesiva luz en el reino de la oscuridad. Pero debéis ser rápidos y certeros. Cuanto más tiempo paséis allí y resistáis las asechanzas demoníacas más creceréis en fuerza y sabiduría y con mayor luz os mostraréis y llamaréis la atención de los demonios que os perseguirán con implacable interés.
—¡Me encanta! Nos mandan a una misión suicida en el corazón del infierno, con nuestras virtudes reducidas al mínimo y el objetivo incierto. ¿Sabemos al menos quienes y cuantos son los que debemos rescatar?
—No. Cuando llegue el momento, lo sabréis.
Las almas se inquietan sobre manera ante las puertas cerradas del purgatorio. Cuando se abran y las traspasen iniciarán un camino incierto de perspectivas poco halagüeñas.
—¿Contaremos con algún tipo de ayuda?
—No. Estaréis solos. Solo contareis con vuestra fortaleza interior, vuestras oraciones, vuestra caridad... vuestra esperanza en Dios.
—¿Cuál es el peligro mayor al que nos enfrentamos?
—Que os descubran. Si lo hacen, huid. No intentéis luchar contra ellos. Os encontraréis en su mundo en absoluta desventaja. Ellos os querrán esclavizar para toda la eternidad y lo tendrán todo a su favor.
—Pero si somos almas celestes, ¿cómo puede suceder algo así?
Gabriel se pasea entre las almas y se detiene contemplando los ríos de Gracia que corren atestados de almas purificándose y desembocan en el cielo superior lleno de luz y paz.
—Os puede pasar como a las almas a las que vais a rescatar... que olvidaron el camino de retorno.

"¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!" (
Is 49, 15)


Las siete almas elegidas caen como misiles zambulléndose violentamente en un espeso y oscuro mar. Se precipitan una tras otra vertiginosamente y aterrizan contra unas aguas negras y densas que se las engullen dando la bienvenida a las regiones inferiores donde tendrán que llevar a cabo su comprometida misión. El viaje entre las latitudes celestiales y el infierno les han bloqueado la memoria casi por completo y la poca voluntad que les queda la emplean en volver a la superficie. La empresa no es fácil porque aterrizaron con mucha velocidad y la espesura de las aguas les impiden un retorno rápido. Se zafan con poderosas brazadas y fuertes golpes de pies pero la ascensión se hace interminable. La sensación de asfixia comienza a provocar el pánico entre los misioneros celestiales y más de uno se plantea la posibilidad de abandonar y dejarse abrazar eternamente por aquel pestilente mar de aguas mortales. Finalmente, poco a poco todos van consiguiendo salir de él. Tirados sobre la playa boquean con ansiedad unos mientras esperan a que terminen de emerger los otros. Cuando los siete se encuentran fuera del agua y empiezan a ser conscientes de su situación comienzan las preguntas y las dudas:
—¿Dónde estamos?
—¿Qué hacemos aquí?
Se miran unos a otros y poco a poco aciertan a recordar que algo les une, que están juntos por algo y deben continuar unidos por el bien suyo y de los demás.
—Vayamos por allí— propone uno.
Todos aceptan sin mayor problema la sugerencia mientras recuperan el resuello, pero uno de ellos murmura molesto:
—¿Y por qué por allí? ¿quién ha nombrado jefe a este?
Nadie parece hacer caso al disidente y poco a poco ascienden la loma que el líder ha propuesto superar para ver lo que hay al otro lado. Cosa difícil entre tanta oscuridad. Van llegando uno a uno comprobando que un mundo completamente oscuro se abre ante ellos impidiéndoles orientarse y decidir con seguridad la ruta a seguir.
—Bajemos por ahí— vuelve a invitar el líder y vuelven a seguirle los demás.
Esta vez, el crítico no comenta nada ante la ausencia de atención prestada por sus compañeros anteriormente, pero en su interior pone en tela de juicio de nuevo la decisión del improvisado jefe.
Después de bajar la loma entre oscuridades y sombras comienzan a andar por un terreno pedregoso que poco a poco se va convirtiendo en un humedal, más adelante en un terreno pantanoso y finalmente en un lodo fangoso que frena, casi por completo, toda iniciativa de dar un paso.
—Ya lo dije ¿Por qué había que hacer caso a ese? Mirad dónde nos ha metido— protesta el crítico.
—Simplemente, creí que debíamos dirigirnos por este camino. Lo siento, no me dieron un mapa —se defiende el líder.
—¡Oh, cállate! —reprende el pelota del jefe al crítico— Tú seguro que lo harías mejor, ¿no? con tus críticas no vamos a ningún sitio.
—Ah, perdona, no sabía que no se podía expresar libremente una opinión— contraataca el crítico.
—Vamos, vamos, tengamos la fiesta en paz— ruega el pacifista— bastante comprometida está nuestra situación como para pelearnos entre nosotros.
—Es cierto, ya no me puedo mover ni un milímetro— anuncia el justiciero señalando al líder—, la culpa es suya que dirige sin tener ni idea.
—Lo que yo digo —se reafirma el crítico satisfecho.
—Y tú cállate que no haces nada más que enredar— señala el justiciero al crítico con vehemencia— deberíais todos cerrar la bocaza si no sabéis lo que decís.
Mientras el líder resopla, el diplomático se pone de perfil, el pelota defiende al jefe, el justiciero les cortaría la cabeza a todos, el pacifista apela a la bondad del corazón de sus compañeros, el fanfarrón presume de que él lo haría todo mejor y el sabio calla, el barro se solidifica como el cemento dejando a todos inmóviles, impotentes y rabiosos. El ambiente se ha enrarecido. A la oscuridad se ha añadido tormentas, remolinos de viento y frío. Mientras se echan la culpa unos a otros de la desventurada posición, el sabio se decide por fin a hablar:
—Hermanos, nuestras diferencias nos frenan. Si no trabajamos juntos no sobreviviremos en este mundo y mucho menos llevaremos a cabo nuestro objetivo.
—Y bien, ¿qué propones? —inquiere el crítico.
—Podemos tener visiones distintas y opiniones variadas pero mientras no haya otra alternativa seguiremos sus órdenes —afirma mirando al jefe—, el líder lo es porque indica el camino. Está permitido criticar y disentir pero el único que ha propuesto una dirección, siempre ha sido él. Vamos, decidid. O seguimos sus indicaciones o proponemos alternativas. Yo por mi parte mientras no haya algo de luz en este mundo, iré por donde él señale.
—Está bien —cede a su pesar el crítico— ¿Hacia dónde?
—Hacia el bosque —afirma el líder notando como le vuelve la confianza.
Todos aceptan los argumentos del sabio y comparten su decisión con lo que el cemento se resquebraja alrededor de sus pies y se ponen en marcha. El crítico se queda atrás esperando al sabio para preguntarle con intimidad:
—¿Oye, porque no coges tú el mando? El que más sabe debería ser el líder.
—No es el momento.
—Pues no sé cuándo lo va a ser. Esto me recuerda a aquello de un ciego guiando a otros ciegos.

El grupo llega al tenebroso bosque y rápidamente intuyen que no están solos. Algo se mueve entre las sombras. Sorprendentemente, en las manos de los siete han aparecido escudos e intuitivamente adoptan una formación de defensa. Escudo con escudo, protegiendo el flanco del compañero y formando en un círculo cerrado, avanzan despacio hasta llegar a un claro en el bosque donde se detienen. En las manos del líder aparece una red. Ha llegado el momento de comenzar de verdad la misión. Una alma destinada a ser rescatada ha de ser enviada a su verdadero lugar, pero para ello, primero debe ser... atrapada. Todos guardan silencio, sin casi respirar. Atentos a cualquier movimiento. Pasos a la derecha, a la izquierda. Silencio. El líder se concentra y agarra con fuerza la red con sus manos. Una rama partida a su espalda. Allí está. La red vuela. Cae.

Y atrapa al acechador.

Los demás rodean al invitado mientras se revuelve enredado en la red y grita desesperado.
—¡Calma! tranquilízate. No te haremos ningún daño.
A las palabras del líder reacciona con extrañeza y cesa en su forcejeo. No está acostumbrado a las palabras con sonido humano. Lleva mucho tiempo solo, sin escuchar a nadie excepto a los demonios y sus ideas malsanas copando su mente. Al quedarse quieto, todos pueden observar el aspecto deteriorado y deformado de su alma, completamente hundida sobre sí misma, oscura y agrietada.
—Es un alma hundida en el rencor, el miedo y la desconfianza, —interviene el sabio con sobrecogimiento y como en trance— llevó una vida difícil, llena de traiciones y abusos. Le fue muy complicado salir a delante.
—Me pasaron muchas cosas —acierta a balbucear el cazado, completamente sorprendido e inmóvil debajo de la red—, me hicieron mucho daño.
—Lo sabemos y por eso estamos aquí, —interviene el líder recordando el objetivo de su misión— has olvidado algo.
—¿El qué?
—Que perdonaste. En algún momento de tu vida perdonaste. Nosotros estamos aquí para recordártelo. De alguna forma los demonios han logrado obsesionarte con el mal que los demás te hicieron en la vida y has olvidado lo bueno que hubo en ella. Hubo paz, en algún momento recuperaste la paz porque Dios te concedió poder perdonar. Recuérdalo.
El atrapado pierde la vista en lo más profundo de su interior y comienza a sollozar. Las lágrimas caen por sus oscuras mejillas y la luz de su interior comienza a emerger.
—Sí —admite emocionado.
Su luz se hace más y más intensa y los siete se apartan de él, mientras se levanta desembarazándose de la red. La luz que desprende es ya tan intensa que ilumina el bosque entero, lo que provoca un sentimiento de alegría pero también de preocupación entre los misioneros, porque saben que esa luz es un reclamo para los demonios. De repente, el claro se ilumina todavía más y los árboles se agitan ante el aleteo celestial del arcángel Rafael que aterriza en busca del alma hallada. Parece que el tiempo y el espacio se detienen cuando Rafael tiende sus manos hacia la oveja perdida y encontrada.
—Ven conmigo.
Mientras Rafael invita al redimido a abandonarse en sus brazos un ruido espantoso comienza a oírse más allá del bosque pero creciendo en dirección a ellos. Son los demonios que alertados por la luz corren para evitar la fuga de su presa. El alma se acerca muy despacio hacia su salvador y los demonios cada vez se oyen más cerca. Rafael coge su mano mientras los demonios ya están aquí corriendo a cuatro patas como animales sedientos y feroces. Unos metros los separan pero en ese momento, el arcángel abraza completamente al redimido y se eleva verticalmente de una forma vertiginosa mientras los demonios se lanzan, saltando unos encima de otros, hasta que uno, con un salto portentoso y apoyándose en los suyos, logra rozar con su zarpa el pie de Rafael.

Eso es todo lo que consiguen.
El ángel se pierde con su pasajero en el infinito de los cielos mientras los demonios caen desplomados sobre su infernal terreno. Aturdidos, enfadados y llenos de ira se yerguen sobre sus patas pero rápidamente reparan en un grupo de tenues luces que los observan aterrorizadas. Las siete almas reparan en que desprenden algo de luminosidad después de haber completado favorablemente su primera misión en el infierno y haber crecido en su fe, lo que en aquel momento no es precisamente muy conveniente. Entonces, el líder acierta desesperadamente a dar una orden clara y acertada a todas luces:
—¡Corred!

“Soportándoos unos a otros, y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el broche de la perfección" (
Col 3, 13-14)


—¿Qué lugar es éste?
—El valle de los muertos —anuncia el sabio.
El equipo encargado de rescatar para el cielo a las almas que se han perdido en las latitudes infernales, prosigue con su nada sencilla misión. En el último entuerto salvaron el pellejo milagrosamente y dieron esquinazo a una horda de demonios enfurecidos con ellos, al lograr, con la inestimable ayuda del arcángel Rafael, que un alma recordara el camino de retorno al paraíso. Corriendo desesperadamente se internaron en el bosque con los alaridos infernales de los demonios acariciando su espalda hasta que se toparon con la pared vertical de una montaña inabarcable.
Los demonios detrás a punto de darles alcance y la pared rocosa delante... situación bloqueada.
—Si lo tengo dicho, que éste nos metería en problemas —advertía el crítico señalando al líder.
—No es momento para tus impertinencias —defendía el pelota del jefe.
—Es verdad, es momento para soluciones —atacaba el justiciero con ironía— ¿alguna sugerencia... jefe?
El líder callaba impotente y aturdido sin saber que hacer hasta que la voz salvadora del sabio resonó en el aire.
—¡Por aquí!
Había encontrado una estrecha grieta en la lisa pared de la montaña por la que se podían colar de perfil. No sabían lo que podrían encontrar en las entrañas de la roca pero cualquier cosa sería mejor que el enemigo que se les venía encima. No era momento de dudas ni alternativas así que fueron entrando de uno en uno rápidamente hasta que desaparecieron sin dejar huella y cuando llegaron los demonios al lugar no acertaron a comprender donde se había metido su presa, resoplando de rabia.
Atravesaron la montaña sin mayor contratiempo que la más completa oscuridad, entre críticas del crítico, exigencias del justiciero, bravuconearías del fanfarrón, ruegos ingenuos del pacifista y silencios del sabio, hasta que salieron al otro lado dispuestos a continuar con su misión. En un momento dado, apartando al sabio de los demás, volvía a la carga el crítico.
—Coge el mando.
—No.
—Pero si el líder no da soluciones a nada o nos lía continuamente con órdenes contradictorias, y si acierta alguna vez es porque decide hacerte caso a ti.
—Déjame. Aún no ha llegado mi hora.

Ahora se encuentran en un paraje desértico, en la cima de una colina desde donde contemplan un valle repleto de fosas excavadas en la tierra, en donde se aprecian almas tumbadas enredadas por serpientes y culebras.
—Son almas abrumadas por la culpa —intuye el sabio— que en su vida temporal no supieron tener una salud psicológica y manejaron la culpa de forma desastrosa.
—¿Me dices que todas estas almas se sintieron culpables de algo de tal forma que llegaron a condenarse? —pregunta escandalizado el justiciero— yo creía que el mundo estaba plagado de conciencias laxas, que había poco examen de conciencia y poco reconocer los pecados, no me esperaba esto.
—Pues ya ves que hay también gran sentimiento de culpa y poca misericordia. El problema no es que no se reconozcan las culpas, sino que no se saben digerir. Ante su propia debilidad y fracaso el hombre opta por la autojustificación, la excusa o la negación, pero tarde o temprano todos nos debemos enfrentar con nuestros propios fantasmas y debemos ponernos a bien con ellos. Estos no lo consiguieron.
El panorama los mantiene absortos. Las almas culpabilizadas se retuercen en sus fosas rodeadas de serpientes que reptan por sus cuerpos incansablemente, susurrando al oído canciones de depresión, nostalgia y condenación. El acusador mantiene una férrea dominación sobre el valle y el ambiente es opresivo, inquietante y asfixiante. Las almas dormitan en la tristeza, la impotencia y el desprecio de sí mismas. Las serpientes susurran eternamente en sus oídos sus faltas, pecados y errores.
—Si uno es sano consigo mismo lo es con los demás. Si uno se sabe perdonar y corregir lo sabe hacer con los demás. Para ello se debe reconocer el pecado, asumir los fallos, confesarlos, dejarse alcanzar por la misericordia divina y... perdonarse a uno mismo.
—¿Y qué hacemos? —apremia el pacifista— debe haber alguien que no debería estar ahí.
—Bajemos —ordena el líder.
Una vez que el grupo ha descendido y se encuentra frente al inmenso campo de fosas con las serpientes reptando por todos lados, unas antorchas aparecen en las manos de los rescatadores que instintivamente avanzan en formación defensiva. En grupo cerrado, codo con codo, moviendo ágilmente sus teas para espantar a las amenazadoras culebras. Despacio van recorriendo los pasillos entre las fosas hasta que llegan frente a un alma que, al notar la presencia de los visitantes, se incorpora logrando sentarse. El grupo airea las antorchas por encima de su cuerpo y consiguen alejar a las serpientes. El alma mantiene los ojos y la boca cerrados pero se comunica espiritualmente.
—Nunca me lo perdonaré.
—Dios lo hizo —replica el sabio.
—Dios es perfecto, yo no.
—Dios no quiere perfectos, sino sencillos.
—No di la talla.
—Nadie la talla. Es la Gracia la que nos eleva.
—Fui una persona muy insegura, no sabía qué hacer.
—Los complejos y la falta de autoestima son un engaño del demonio, una puerta al pecado y una apuesta segura hacia la ansiedad, pero aprendiste a quererte... recuerda.
El alma ha conseguido ponerse de pie pero continúa ciega y desorientada, mientras que las culebras que se alejaron huyendo del fuego, se han transformado en un gran gusano que va creciendo y elevándose a espaldas de la adormecida alma. Los misioneros mantienen a raya a las multitud de serpientes que se van acercando atraídas por la luz que desprenden sus cuerpos celestiales, mientras el sabio dialoga con el alma para intentar recuperarla y el gran gusano va creciendo por detrás con la intención de descender y tragársela definitivamente. La situación es muy comprometida y urge una solución definitiva.
—¡Acuérdate! —grita desesperado el sabio— lloraste tus pecados, comprobaste tu miseria y tu debilidad, pero por eso mismo Dios no te abandonó, te consoló y pudiste seguir adelante.
En el mismo momento que el gusano gigante cae sobre su presa, ésta abre los ojos y musita débilmente:
—Sí.
Rafael aparece de la nada envolviendo con su enorme ala al alma redimida apartándola del camino del viscoso gusano que estrella su hocico violentamente contra el suelo, quedando completamente aturdido. En ese momento aparecen lanzas en las manos de cada uno del grupo que no dudan un instante en clavarlas en el cuerpo gigante del gusano herido que grita, con chillidos infernales, hasta que se desploma definitivamente. Rafael se eleva hacia los cielos con el alma rescatada en sus brazos mientras el grupo grita de alegría y se iluminan sus cuerpos celestiales. Sin poder reprimirse, el fanfarrón salta encima del cadáver del enorme reptil, danzando y cantando desenfrenadamente.
—¡Somos los mejores! ¡Qué tiemble el infierno entero, que aquí están los máquinas del cielo! Ja, ja, ¡Tiembla Lucifer! ¡Aquí me tenéis, culebrillas!
Con su borrachera de euforia el bravucón tarda en percatarse de un pequeño detalle. A lo lejos, al fondo del valle, divisa al grupo de compañeros completamente a salvo mientras él se ha quedado solo y peligrosamente rodeado de una multitud de serpientes que avanzan arrastrándose salivando emoción ante su nueva presa. Mientras el fanfarrón menea con absoluta desesperación su antorcha para resistir el ataque de las víboras, el grupo observa desde la lejanía.
—¡Pero es que éste es tonto! —comenta disgustado el crítico.
—Habrá que ayudarle —propone el pacifista.
—Que se las apañe, él se lo ha buscado —sentencia el justiciero.
—No podemos hacer nada por él —asume el líder.
—Solo nos queda rezar, —apunta el sabio— purificar su vanidad le acortará tiempo en el purgatorio... si sale de esta.

"Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos" (
Hb 4,15-16)


El equipo de rescatadores celestiales prosigue su camino en las regiones inferiores del ultramundo, dispuestos a terminar su misión, más decididos e iluminados que nunca, incluido el fanfarrón, que consiguió librarse de su personal entuerto y unirse de nuevo a sus compañeros. Ahora, todos lucen demasiado gracias a su crecimiento espiritual habiendo salvado pruebas y recordando su patria natural: el cielo; lo que conlleva que su presencia es cada vez más percibida por los demonios y son conscientes de que su misión no puede durar mucho más allá. Quizás se encuentren ante la última alma a la que rescatar para el cielo, la última que el Padre tiene previsto que recuerde el camino de retorno y vuelva a... casa.
El grupo se encuentra ante una gran urbe de enormes rascacielos; desolada, abandonada y derruida. Las calles aparecen silenciosas y oscuras y el crítico empieza a impacientarse.
—¿Por dónde? Aquí no hay nadie.
Todos miran directamente al sabio. Es él el que ostenta oficiosamente el liderato después de tantas muestras de solvencia dadas. No es que el líder sea despreciado y arrinconado, simplemente su tiempo ha pasado. Sin embargo, el sabio no quiere humillar al jefe.
—Deberíamos bajar —señala al alcantarillado— ¿no crees?
El líder asiente y destapa la cloaca. Uno a uno bajan y comienzan a andar por las grandes avenidas subterráneas. El ambiente se vuelve más irrespirable y el olor más nauseabundo según descienden y avanzan por las entrañas de la ciudad. Al cabo de bastante tiempo de pasillos y bifurcaciones comienzan a oír ruidos, gritos y golpes. El grupo se tensiona y prepara interiormente para lo que se les avecina. Saben que será la prueba más dura, la final. A la izquierda del túnel que siguen, aparece una gran abertura que da paso a una gran estancia, una enorme cámara repleta de demonios que azotan, escupen e insultan a las almas encadenadas a las paredes que sufren dolores indecibles.
—Son almas que murieron enemistadas con el altísimo—explica el sabio.
Los misioneros, agazapados en la abertura, mantienen silencio y observan sobrecogidos el espectáculo
—Fueron almas que no entendieron para qué tuvieron el privilegio de vivir, —prosigue el sabio— no comprendieron que la vida temporal fue una prueba de corta duración para conocer y seguir a Dios. No comprendieron el valor salvífico del dolor y se escandalizaron ante el sufrimiento. Se enfadaron con Dios por permitir el fracaso y el dolor en sus vidas y vivieron toda su vida de espaldas a un Dios, según ellas, injusto a todas luces. No aprovecharon sus sufrimientos para buscar y creer en aquel que otorga la vida eterna. Se perdieron en sus razonables razonamientos sobre como debería ser la justicia y vivieron apegados al mundo material sin entender de sacrificios y misericordia divinas, sin dialogar con Dios, excepto para enjuiciarle y exigirle.
—Ahí tienen su paga—apunta el justiciero.
—¿Quién no ha pleiteado con Dios alguna vez? —responde el sabio sin acritud, pero frenando el ímpetu del justiciero— el que no se enfrenta a Dios desde su verdad descarnada no logra tener una auténtica intimidad con él nunca. Dios quiere autenticidad, no quiere tácticas, apariencias vacías y falsas humildades.
—¿Entonces qué hacen estos ahí si fueron tan auténticos? —inquiere el crítico.
—No concedieron ninguna credibilidad a Dios. No le dejaron actuar. No le dieron oportunidad. Dios comprende todas nuestras dudas, sufrimientos y no nos rechaza por ello, pero si no le abrimos ninguna puerta para que él pueda mostrarnos su amor, no puede hacer nada. Debieron dejarle hacer y confiar algo en él.
—Bien y ¿como lo hacemos para rescatar a alguien de ese infierno? —ataja el pacifista.
—Por ahí.
El sabio señala una pasarela que recorre toda las paredes de la estancia a una altura elevada, lo que les permitirá avanzar camuflados por los humos infernales que suben hacia arriba. Las escaleras que suben a la galería están al pie de la entrada con lo que acceden fácilmente sin ser vistos y comienzan su avance despacio y con sigilo en busca del alma a rescatar. En un descuido, el pacifista trastabilla haciendo un ruido considerable pero los demonios no se percatan absortos en sus propios gritos y golpes hacia las almas condenadas. Aún así el crítico advierte:
—Como nos descubran me gustará ver como les hablas a esos de ahí abajo, de paz y amor.
Por fin llegan a la altura de un alma sola y encadenada que se percata de su presencia. El sabio le indica silencio y disimulo y se comunica mentalmente con ella.
—Venimos a por ti. Este no es tu sitio. Debes volver con nosotros a casa.
—Dios no me quiere, ni me quiso nunca.
—Permitió tus sufrimientos para que alcanzaras la meta. Recuerda. Al final lo entendiste. Hiciste las paces con tu Hacedor.
—No. Me hizo daño. Nunca comprendí que me hiciera tanto daño y no me defendiera. Me dejó solo ante la adversidad.
—No es cierto, recuerda. Comprendiste que todo fue para bien. Debías madurar.
—Tanto dolor y sufrimiento ¿Porqué?
Los demonios sumergidos en sus infernales maquinaciones y quehaceres van de aquí para allá ausentes, pero uno de ellos, al pasar cerca de allí repara en algo inaudito.
Tiene sombra.
Se para contemplando sus espeluznante sombra sobre el suelo. Eso quiere decir algo. Si hay sombra hay luz. Rápidamente comprende y se gira elevando su mirada y descubriendo al grupo de luces en la pasarela. Inmediatamente grita furibundo llamando la atención de todos sus compañeros y los rescatadores se asustan y temen por la misión. En un momento se llenará aquello de violentos demonios dispuestos a cazarlos y esclavizarlos y el alma encadenada no reacciona.
—Recuerda el amor de Dios —grita desesperado el sabio.
—¿Qué amor?
—Recuerda tus oraciones.
—Nadie me escuchaba.
—Recuerda que el dolor te salvó.
—Me condenó. La vida fue un sinsentido. Nada valió para nada.
—Recuerda... a Cristo. Su sufrimiento por nosotros. Era el hijo de Dios y sufrió...
Una horda ingente de diablos se han agolpado enfrente del alma que se debate por librarse de sus cadenas y cuando están dispuestas a saltar sobre ella y escalar hacia el grupo, el alma grita con estruendo:
—¡Sacadme de aquí!
En ese mismo instante los demonios se lanzan sobre ella, pero las cadenas se han partido y el grupo las utiliza para izar al alma redimida, con lo que los demonios se estampan violentamente contra la pared y permiten unos segundos de conmoción para que el grupo salga corriendo por la pasarela hacia la salida.
Los demonios que no se han desparramado contra el muro se percatan de la huída y se lanzan en su persecución con carreras y saltos infernales sumándose cada vez más diablos de todas las regiones inferiores, mientras las almas celestes corren desesperadas y con poca confianza de salir de allí. Cuando la situación se hace más complicada e incluso un grupo de demonios han subido a la galería y les cortan el paso, un gran estruendo acompañado de un cegador destello irrumpe en la cámara. El mismísimo arcángel Miguel hace su aparición en el infierno. Los demonios se vuelven más locos aún cuando reparan en la ilustre visita y se lanzan contra él con griterío ensordecedor y violencia llena de odio, mientras Miguel se defiende a base de manotazos a diestro y siniestro, haciendo volar por todos lados, cuerpos demoníacos completamente partidos. El grupo tiene el camino despejado ante el nuevo foco de atención que distrae a sus perseguidores y avanzan por la pasarela hasta llegar a la salida donde los ocho se lanzan hacia el inmenso arcángel que los acoge con una brazo, mientras con el otro sigue desembarazándose de sus enemigos.
Es hora de salir de allí pitando.
Miguel con las almas en su regazo, inicia la vuelta a la superficie recorriendo las galerías y pasillos del submundo, perseguido a un palmo por millares de demonios enloquecidos venidos de todas las regiones infernales subterráneas. El sabio nota en lo más profundo de su interior que ha llegado su hora. No sabe qué es lo que va a suceder, pero es consciente del momento. El crítico se percata de las disquisiciones interiores de su amigo mientras reza a Dios con todas sus fuerzas para que los libre de ésta. Y finalmente llegan a la boca de la cloaca que los sacará a la superficie y después saldrán más allá, hacia los cielos superiores. Miguel alcanza con su mano la superficie pero es detenido en seco por todos los demonios que han logrado sujetarse a su pie. El ángel intenta empujar hacia arriba pero los demonios tiran hacia abajo uniéndose a cada momento más y más unidades y comenzando a escalar por su cuerpo para alcanzar a las almas que protege en su brazo.
Es el momento.
En un instante el sabio conoce su destino.
El crítico advierte la situación y comprende que ha llegado el momento de que el sabio asuma definitivamente el liderazgo, pero no será como él espera.
El sabio se suelta del abrazo angelical y encomendándose a Dios, se deja caer hacia la muchedumbre de rabiosos demonios que lo engullen enloquecidos de odio, desapareciendo entre ellos. Miguel se ve libre momentáneamente de algo de presión y logra dar el salto hacia la superficie y seguir su vuelo atravesando el infierno, mientras los pocos diablos que quedan agarrados a su cuerpo se van cayendo. El arcángel con su botín, superará el abismo y entrará en los cielos, viajará a través del purgatorio y llegará a los cielos superiores donde el grupo de rescatadores completamente purificados, serán recibidos con honores, amor y alegría.

Mientras, el sabio permanecerá eternamente encadenado y hostigado en los lugares inferiores, en compañía de los demonios.
Pero nunca olvidará el amor a Dios y a sus hermanos. Incluso...
Desde el infierno.

"Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios!" (
2 Cor 5, 20)

"¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? Cristo Jesús es el que murió, e incluso resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros. ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia?" (
Rom 8, 33-35)

Juan Miguel Carrasquilla

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