Con un arrepentimiento sincero nuestra meta será toda una eternidad de amor.
¡Cuánto me acuerdo de la Madre Teresa de Calcuta! Ella afirmaba que recibía mucho más de los pobres de lo que ella era capaz de darles, y que si nos convenciéramos de esta gran verdad, estaríamos constantemente dándonos a los demás. “Cuando Dios pone a una persona en tu camino, siempre es para que hagamos algo por ella. Nada ocurre al azar; todo ha sido planeado por Él”. Esta afirmación de la Madre Teresa la estoy experimentando en mis propias carnes a través de las cartas que aún me siguen enviando los presos de las cárceles. ¡Cuánto aprendo de aquellos que se han arrepentido!
Uno de ellos me contaba su vida pasada. ¡Qué espanto! No se la repetiré aquí para no horrorizarle, querido lector… Hoy es un Dimas arrepentido, que desea liberarse del pecado y reparar el daño que hizo a personas inocentes.
“A veces me atormentan los recuerdos”, me decía. “Pero debo aprender a vivir con ellos y sobre todo con mi estiércol”. “¿Estiércol?”, le pregunté. “¿Qué quieres decir con eso?” Entonces me dio una lección muy grande del amor de Dios que sí deseo compartir con usted. Estas fueron más o menos sus palabras:
“Bueno, verá… Mi pasado es todo podredumbre y pecado… Ése es mi estiércol. Pero las flores de los más hermosos jardines, necesitan de ese estiércol para crecer. Dios es ahora el agua, el sol, la tierra y la luz en mi vida. Es la tierra y la luz en mi corazón. El me riega con cada Comunión y me acaricia el alma con sus rayos de amor. Yo al principio no me atrevía a mirarle a los ojos, y hasta evité unos meses acudir a misa. Hasta que un día, orando, El me habló al corazón. Me dijo que necesitaba mi arrepentimiento y que entonces mi estiércol sería transformado por Él en amor al prójimo”.
“¿Lo hizo?”, pregunté llena de fascinación.
“Bueno, verá… Él todo lo puede, ¿sabe? Él me dijo que si yo le dejaba, haría cosas grandes en mi alma. Pero también me dijo que si me empeñaba en anclar mi corazón a mi pasado, me asfixiaría. Entonces comprendí que debía dárselo todo: los recuerdos, la vergüenza que sentía hacia las víctimas, el miedo y el rencor hacia mis enemigos. Supe que viviría siempre recordando mi pasado, pues no podemos ser hoy sin haber sido un ayer, pero que ese ayer, se lo debemos entregar con fe ciega”.
“¿Qué podemos hacer entonces con los recuerdos que tanto nos atormentan?”, le pregunté, “son mochilas muy pesadas, las hemos llenado de piedras y ahora nos pesan”.
“Sólo con la gracia del arrepentimiento… A mí Cristo me la ha dado a través de la misa, de la Comunión… Y yo he aceptado ese regalo. Por eso, mi pasado tan lleno de estiércol no impedirá que toda una eternidad de amor me espere al final del camino. He comprendido que, a pesar de todo lo que hice, mi destino es el cielo gracias a su Misericordia. El que quiera seguirle, debe primero pedir perdón a sus víctimas, luego a la sociedad, y por último, (y esto es muy importante), perdonarse a sí mismo y hacer el firme propósito de no volver a caer”.
“¿Lo hizo?”, pregunté llena de fascinación.
“Bueno, verá… Él todo lo puede, ¿sabe? Él me dijo que si yo le dejaba, haría cosas grandes en mi alma. Pero también me dijo que si me empeñaba en anclar mi corazón a mi pasado, me asfixiaría. Entonces comprendí que debía dárselo todo: los recuerdos, la vergüenza que sentía hacia las víctimas, el miedo y el rencor hacia mis enemigos. Supe que viviría siempre recordando mi pasado, pues no podemos ser hoy sin haber sido un ayer, pero que ese ayer, se lo debemos entregar con fe ciega”.
“¿Qué podemos hacer entonces con los recuerdos que tanto nos atormentan?”, le pregunté, “son mochilas muy pesadas, las hemos llenado de piedras y ahora nos pesan”.
“Sólo con la gracia del arrepentimiento… A mí Cristo me la ha dado a través de la misa, de la Comunión… Y yo he aceptado ese regalo. Por eso, mi pasado tan lleno de estiércol no impedirá que toda una eternidad de amor me espere al final del camino. He comprendido que, a pesar de todo lo que hice, mi destino es el cielo gracias a su Misericordia. El que quiera seguirle, debe primero pedir perdón a sus víctimas, luego a la sociedad, y por último, (y esto es muy importante), perdonarse a sí mismo y hacer el firme propósito de no volver a caer”.
Esta conversación me dejó muy conmovida, querido lector… Es cierto que todos somos llamados a ser santos, y aunque mis pecados no sean tan graves como los de este preso amigo, ¿cómo atreverme a decir que no llevo yo también estiércol almacenado? Somos lo que fuimos y lo que seremos. Todo forma parte de nuestra vida… Ojalá todos logremos tener tanta fe en la Misericordia de Cristo como este hombre entre rejas…Quizá nuestro estiércol sea el camino que tuvimos que recorrer para hacernos humildes, entender su grandeza y rendirnos ante Él. Y sobre todo no olvide, como dice mi amigo, que con un arrepentimiento sincero nuestra meta será toda una eternidad de amo.
María Vallejo-Nager
No hay comentarios:
Publicar un comentario