lunes, 28 de noviembre de 2011

ADORACIÓN CONTEMPLATIVA



De entrada diremos que la adoración como todo acto de la vida espiritual, está ligado al amor, de una íntima especial forma.

Escribiré, como alguien que conozco que decía: El que ama, te adora y te alaba, y el que te adora y te alaba, es que te ama, porque amar es adorar y alabar al igual que adorar y alabar es amar. El culto a Dios, podemos dárselo sirviéndole, adorándole y glorificándole, y quizás la más perfecta de estas tres formas de dar culto a Dios sea la de adorarle. Como sabemos tenemos tres clases o formas de oración que podemos practicar y de acuerdo con su grado de perfección, estas tres formas son: vocalmente, mentalmente y contemplativamente. Y como la oración contemplativa, es la más perfecta, lógicamente la forma de adorar al Señor más perfectamente se realiza en la contemplación. Para Benedicto XVI, cuando era cardenal Ratzinger, decía que La oración en el marco de la adoración eucarística, alcanza una dimensión completamente nueva, solo ahora en este caso reúne los dos planos y solo ahora es, cuando es realmente auténtica.

Se puede servir al Señor con actividades materiales, y ello sin duda alguna es bueno, pero mucho más perfecto es adorarle contemplándole. Con respecto a la actividad material de Marta y la espiritual de María, escribe San Agustín: Marta navega, cuando María está ya en el puerto. Y es normal que la contemplación, que tiene su fundamento en el orden espiritual, sea superior a la actividad, que tiene su fundamento en el orden material. Porque es bien sabido, que el orden espiritual está por encima del material. Y es que el valor espiritual de una existencia humana, no se mide por las actividades materiales que realice, sino por la intensidad y cantidad de la adoración espiritual que haga: El valor de una vida es el peso de su adoración. San Francisco de Sales, escribía que: Toda la vida de Nuestro Señor fue un largo acto de adoración y sumisión completa a la voluntad de Dios.

Los cristianos hablan todavía mucho de Dios; hacen también muchas cosas y muchas obras materiales por Él; pero pierden el sentido de la adoración; por eso están amenazadas de ateísmo. Un Dios al que no se adora no es el verdadero Dios. Debes reconocer que solo Dios es Dios, y que su adoración es tu primer deber. Este acto no es más que una anticipación, una degustación de lo que harás eternamente en el corazón de la Santísima Trinidad. La fundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, Santa Rafaela María, daba diversas definiciones de lo que significa adorar al Señor, mostrándonos en ellas el inmenso amor al Señor que había en su alma. Estas son:
Adorar es sentir que Dios es muy grande y nosotros muy pequeños, pero intensamente amados por Él: es sentir el gozo de estar en las manos de Dios: el absolutamente otro el incomprensiblemente cercano.
Adorar es alabar y dar gracias. Es confiar, es creer a ciegas el incomprensible amor que Dios nos tiene.
Adorar es bucear en el mar sin fondo del amor de Cristo que se ofrece en la Eucaristía. Es hacerse Eucaristía: amar, servir… Amar hasta el extremo hasta entregar la vida como Cristo.
Adorar es acoger el proyecto de Dios, dejarse en sus manos sin límites. Es recibir la vida que Dios nos regala, con sus altibajos, penas y alegrías. Es responder a la vida con amor.
Adorar es dejar latir el propio corazón al compás del corazón de Cristo. Es sentirse, con Cristo, Corazón del mundo: latir por todos, interceder por todos.
Adorar es vivir el gozo de la verdadera libertad, la ofrenda del ser en el templo del universo. Es entrar en el espacio y el tiempo de Dios, darle mi tiempo.
Adorar es mirar al Señor, sentirlo cercano, muy dentro. Saber que me habita una maravillosa presencia.

En definitiva, podríamos pensar y decir con el oblato norteamericano Nemeck, que: Adorar es perderse unitivamente en Dios”. La adoración a Dios es una formidable arma, puesta a nuestra disposición para el combate espiritual, ella sorprende a nuestro enemigo y le obliga a que se rinda. Después de esto, aunque el pecado siga estando presente, no reina ya en nosotros, se ha visto obligado a abdicar. ¡Poder santificador de la adoración!

En la adoración contemplativa, el silencio, es fundamental. El que trate de adorar al Señor contemplativamente, ha de aprender a escuchar a Dios en el ruido del silencio, porque para amar hace falta intimidad y el silencio es la que nos la dona. Por ello hemos de pedir: Señor, dame el vehemente deseo llegar al silencio para poder estar siempre contemplándote, adorándote, alabándote y amándote”.

También en este sentido, el versículo de un salmo, recogido después en la Liturgia de las Horas, decía en su texto hebreo: Para ti el silencio es alabanza. (Sal 65,2). Para Gregorio Nacianceno, adorar significa elevar a Dios un himno de silencio. Para él, a medida que nos vamos acercando a Dios las palabras deben de hacerse más breves, hasta llegar al final a enmudecer por completo, y unirse en silencio al que es inefable.

Es indudable que sin soledad y silencio, es harto difícil, poder adorar al Señor en la contemplación. Somos cuerpo y alma y aunque el alma esté bien dispuesta, ella necesita que nuestro cuerpo no la interrumpa en sus deseos de adorar al Señor contemplándolo, con circunstancias puramente materiales, como es el ruido, o las distracciones que pueden venir de las actividades humanas sean próximas o lejanas, y que pueden romper nuestra intimidad con el Señor.

Como siempre ocurre en el desarrollo de la vida espiritual, cuando algo se desea, ya se posee. Porque el amor del Señor a nosotros es tan inmenso, que siempre está deseando concedernos de inmediato, las peticiones de orden espiritual que le hagamos. Es por ello, que el mero deseo de tener fe, significa que ya la posee el que la desea, será una plantita pequeña de fe, pero ya crecerá si persevera. El que desea amar, al Señor, sin darse cuenta ya lo está amando. Y así se puede seguir poniendo ejemplos. Por lo tanto el que desea adorar al Señor, en sí, ya lo está adorándolo con su pensamiento. Solo consiste en decir: Señor, dame el vehemente deseo de estar siempre contemplándote, adorándote, alabándote y amándote”.

San Francisco de Sales, el dulce obispo de Ginebra, escribía: El deseo de alabar a Dios que la santa benevolencia excita en nosotros, es insaciable; el alma que de él se siente influida querría poseer alabanzas infinitas para atribuírselas al Amado. El alma que ha experimentado gran complacencia en la infinita perfección de Dios, viendo que no le puede desear ningún acrecentamiento de bondad, porque lo posee en grado muy superior a cuánto es deseable e imaginable, al menos desea que su nombre sea bendito, exaltado, alabado, honrado y alabado cada vez más.

Nosotros estamos hechos para adorar, alabar, amar y servir a Dios, y ello será lo que gozosamente haremos durante la eterna felicidad que nos espera. Desgraciadamente, hemos olvidado a Dios y nos hemos apartado de Él, en persecución de nuestras ansias carnales. En el cielo los elegidos, no tendrán descanso ni de día ni de noche, repitiendo; Santo, Santo, Santo, Señor Dios Todopoderoso… Así en el Apocalipsis podemos leer: Cada uno de los cuatro Seres Vivientes tenía seis alas y estaba lleno de ojos por dentro y por fuera. Y repetían sin cesar, día y noche: ·Santo, santo, santo es el Señor Dios, el Todopoderoso, el que era, el que es y el que vendrá. Y cada vez que los Seres Vivientes daban gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postraban ante él para adorarlo, y ponían sus coronas delante del trono, diciendo: Tú eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder. Porque has creado todas las cosas: ellas existen y fueron creadas por tu voluntad. (Ap 4,8-11)

Escribe Philippe, Marie-Dominique: En cielo, la adoración será nuestra gloria. En este mundo, y tan materializados como estamos, nos cuesta mucho comprenderlo, pero en el cielo esta será nuestra gloria: ser movidos por el Espíritu Santo y hacer eternamente actos de adoración. Por lo tanto, es algo bueno, ya en este mundo, marcar nuestra jornada con siete actos de adoración”. A primera vista, a más de uno no le va a parecer muy deseable este fin, pero hay que tener en cuenta que si se llega a alcanzar esta posibilidad nuestra naturaleza y deseos habrán cambiado totalmente. Nos encontraremos libres de las servidumbres humanas que nos aplastarán, concupiscencia, tendencias carnales y mundanas y ya en pleno orden del espíritu, que es muy superior al material que ahora nos domina, nuestros deseos serán el de estar lo más cerca posible de lo que adoramos. Recuérdese lo que dijo San Pedro cuando la Transfiguración en el Monte Thabor: Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés, y otra para Elías. (Mt 17,4). Y eso que no llegó a ver el Rostro de Dios. Además tampoco hay que olvidar que existe un cielo accidental, donde alcanzaremos todo lo que deseemos y que en este mundo no hemos logrado alcanzar, aunque nuestro mayor deseo siempre será el principal, el de alabar a Dios, y estoy seguro a que a la vista del cielo esencial, el accidental que ahora tanto nos gusta, nos importará un bledo.

Y si ese ha de ser nuestro fin, bueno es que empecemos a hacer ahora: Lo que haremos eternamente en el cielo: adorar y glorificara a Dios. El tiempo que nos resta de vida, no sabemos cuánto es, pero sea el que sea, es muy importante que empleemos todo el tiempo de que disponemos en esta vida, en glorificar y alabar a Dios, y no malgastar este tiempo, porque como dice el refrán: El tiempo es la sustancia de la que está hecha la vida. Y tal como nos alcance el inevitable fin, así nos quedaremos para toda la eternidad.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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