jueves, 17 de noviembre de 2011

MITOS ATEOS



Los mitos son difíciles de destruir. Entre otras cosas, porque no necesitan demostraciones empíricas.

Desde hace años se ha asociado a la religión con los mitos y, en lo que a nosotros los católicos concierne, se nos ha llegado a acusar incluso de que el fundador del cristianismo no es más que otro personaje inventado o casi inventado. Sin embargo, la realidad que es muy tozuda y tiende a poner a cada uno en su sitio, está pasando sus facturas precisamente a aquellos que se las daban de científicos y que acusaban a los demás de mitificadores.

Si ha habido un mito aceptado casi universalmente desde hace varios siglos es el de que el no creyente – el sin Dios como le llama Benedicto XVI - es tolerante, demócrata y, sobre todo, científico y racionalista. Para ellos, los que creemos en algo que supuestamente no se puede demostrar como es Dios, somos seres inferiores que nos hemos autocercenado la cabeza y que, como consecuencia, nos hemos convertido en peligrosos para la democracia, para la convivencia. Ese sentimiento de superioridad les justifica para ejercer contra nosotros – ellos, los tolerantes - todo tipo de violencia. El Papa hablaba en Asís, hace unos días, de la cruel violencia de los sin Dios. La lista de sus atrocidades es inmensa – ahí están sus grandes líderes, desde Hitler a Castro, pasando por Stalin, Carrillo o los grandes promotores de la legalización del aborto -, aunque la mayoría de sus víctimas no han perdido la vida sino que han quedado en estado de zombis, como verdaderos muertos vivientes – los millones de jóvenes que ya no creen ni en Dios ni en otra cosa que no sea gastar dinero y pasárselo bien -.

Estos tolerantes de pacotilla, ensoberbecidos por su convicción de que ellos y sólo ellos son inteligentes y racionales, muestran sus desnudeces intelectuales en cuanto algo de lo que les dice la ciencia no les conviene. Ciencia sí – vienen a decir - pero sólo cuando favorece nuestro egoísmo. Por eso, dicen que los embriones son meros grumos de células, algo así como un tumorcito sin importancia o un pequeño quiste de grasa que le mamá puede hacerse extirpar por razones estéticas. No importa lo que la ciencia diga. Cuando no les conviene, simplemente no la hacen caso. Y ahora ha pasado lo mismo con lo de la terapia basada en las células madre. La ciencia dice, con toda claridad, que las células estaminales – que tienen su origen en embriones humanos y cuya obtención, por lo tanto, implica matar a esos embriones como se mata a un cobaya - son peligrosas para una terapia con humanos, en cambio, esa misma ciencia no duda en mostrar los buenos resultados obtenidos con células madre obtenidas del cordón umbilical o incluso de un material tan abundante como es la grasa. El hombre, como un buen automóvil, viene con recambios y sólo hay que saber buscarlos. Lo que no hay que hacer es matar a otro hombre – despojar a otro automóvil - para obtenerlos. Entre otras cosas, porque no sirve para nada. El encuentro celebrado en el Vaticano esta semana, entre científicos del más alto nivel, lo confirma.

¿Podrían alguna vez los sin Dios ser coherentes y aceptar, de verdad, la ciencia? ¿Podrían abandonar sus mitos y hacerle caso a la razón pura? Alguno, afortunadamente, lo hace. Por desgracia son muy pocos.

Santiago Martin

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