Atención obediencial (RB Pról.. 8-13) – (I)
Levantémonos, pues, de una vez; la Escritura nos espabila diciendo: «Ya es hora de despertarnos del sueño» [Rm 13,11], y abiertos los ojos a la luz deífica, con admirados oídos escuchemos lo que nos advierte la voz divina que diariamente clama: «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones» [Sal 95(94),8]. Y también: «Quien tenga oídos para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» [Ap 2,7; cf. Mt 11,15]. ¿Y qué dice? «Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor» [Sal 34(33),121]. «Corred mientras tenéis luz, no os sorprendan las tinieblas de la muerte» [Jn 12,35].
Levantémonos, pues, de una vez; la Escritura nos espabila diciendo: «Ya es hora de despertarnos del sueño» [Rm 13,11], y abiertos los ojos a la luz deífica, con admirados oídos escuchemos lo que nos advierte la voz divina que diariamente clama: «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones» [Sal 95(94),8]. Y también: «Quien tenga oídos para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» [Ap 2,7; cf. Mt 11,15]. ¿Y qué dice? «Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor» [Sal 34(33),121]. «Corred mientras tenéis luz, no os sorprendan las tinieblas de la muerte» [Jn 12,35].
Dada la urgencia escatológica en que nos situaba la anterior afirmación de la Regal, S. Benito, con un trenzado de citas del Nuevo y Antiguo Testamento - la unidad de la revelación queda patente -, nos pone ante la apremiante invitación de la Escritura. Unas y otras se van intercalando en un “crescendo”. Desde la inicial modorra, hasta acabar en presurosa carrera. Se trata de una gradación, una escala.
No hay que ir posponiendo uno y otro día la respuesta radical al evangelio, la tibieza está en la demora de la rotundidad del sí. El sueño es imagen de vida disminuida, quien duerme no está muerto pero no vive en plenitud, mientras que la vigilia es imagen de vitalidad plena. Y mientras se duerme se sueña, se cree que es real lo que no lo es, lo que al contacto con la realidad se desvanece, muestra su vanidad. Así los hombres no conocen la realidad, sino que ésta está velada por su interpretación del mundo, está deformada por la valoración que recibe desde sus afecciones desordenadas, los pensamientos (logismoi) enmascaran la realidad, la cubren y ocultan, y, en ella, las realidades. Despertar es salir de los ensueños, es poner la atención en la verdad. Y ello, claro, supone la purificación de todo aquello que vela la luz.
Y abierta nuestra atención, la perceptibilidad de la fe, a la luz deífica, no simplemente a la inteligible luz de la realidad, en que nuevas se captan todas las realidades, ahí, en el ámbito del misterio divino, con los oídos atónitos por esta vivencia de gloria divina, límpidamente, sin distorsiones, podemos prestar nuestra escucha a la voz divina que en él suena. Palabras que diariamente llaman, uno y otro día, todos los hoyes; hay que permanecer ahí, en el ámbito del misterio divino, en la pureza de la inteligencia creyente o fe inteligente.
Y para permanecer no hay que salir. Por ello, se nos llama a no endurecer el corazón, a no desviar esa atención de nuevo por los afectos desordenados. Para quien no haya llegado a esa pureza del corazón, la llamada es a seguir purificándolo de toda afección desordenada.
Atención obediencial (RB Pról.. 8-13) – (II)
En la medida que no endurecemos el corazón por la soberbia de dejar que nuestra vida sea guiada por los fines que sólo desde nosotros mismos nos hayamos dado, en cuanto que en la humildad permanecemos en el corazón que se deja afectar únicamente por el bien divino que hacia sí lo atrae, entonces no solamente tenemos la perceptividad de la fe, sino que la tenemos en disposición para percibir. Tenemos oídos para oír.
En la medida que no endurecemos el corazón por la soberbia de dejar que nuestra vida sea guiada por los fines que sólo desde nosotros mismos nos hayamos dado, en cuanto que en la humildad permanecemos en el corazón que se deja afectar únicamente por el bien divino que hacia sí lo atrae, entonces no solamente tenemos la perceptividad de la fe, sino que la tenemos en disposición para percibir. Tenemos oídos para oír.
¿Pero de qué nos serviría tener un oído alerta si nadie nos hablara? Si Dios nos da la fe, es para que conozcamos la intimidad divina que nos desvela, la misericordia con la que quiere enriquecernos. Si nos dota de gracia suficiente para crecer en la humildad de la purificación del corazón, es porque quiere divinizarnos con su autocomunicación. Pero ello no quiere decir que se nos haya de dar conforme a nuestras expectativas. Los silencios, tan atormentantes a veces, son parte de su inconmensurable pedagogía, no lo es solamente la aliviante saturación de su presencia, la claridad de su intangible tacto.
Y el Espíritu dice: «Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor». En la atención del humilde corazón dispuesto, se escucha una llamada en que queda afirmada la filiación y con ella la fraternidad: «hijos». Ser llamado hijo con otros hijos, es ser llamado hermano de los hermanos en la Iglesia. Una llamada a acercarse, a caminar hacia Él, para escuchar. El que ha escuchado es llamado a irse sumergiendo en una creciente escucha, a entrar en la pedagogía divina, a dejarse instruir por el Espíritu.
El maestro-padre, S. Benito, se muestra verdadero maestro pues encamina hacia el auténtico, el divino Espíritu. Y Él es quien nos enseña dónde está el verdadero temor del Señor. Porque éste es comienzo de la sabiduría, mas ésta se encuentra en el amor. El temor divino del cual partió el lector-oyente está llamado a culminar en el amor.
Atención obediencial (RB Pról.. 8-13) – (III)
La escala que nos propone S. Benito concluye en una diligente carrera, en acción activísima. La escucha es para la respuesta obediente. Y esta visión de la vida como diálogo, como prestar atención a Alguien, que me habla, se me dice, y contestarle con una palabra que no es otra cosa que uno mismo, hace referencia a la vida toda y a los pequeños momentos que en ella se dan.
La escala que nos propone S. Benito concluye en una diligente carrera, en acción activísima. La escucha es para la respuesta obediente. Y esta visión de la vida como diálogo, como prestar atención a Alguien, que me habla, se me dice, y contestarle con una palabra que no es otra cosa que uno mismo, hace referencia a la vida toda y a los pequeños momentos que en ella se dan.
La existencia del cristiano puede ser vista en toda su longitud y entonces el futuro se presenta como una tarea en la que, con dinámica creciente, unas etapas van sirviendo de base a las siguientes, en la que en cada una tiene protagonismo un determinado aspecto que se convierte en el deber fundamental. Si al principio lo dominante es el ir prestando atención, al final, limpia la mirada, la acción se alimenta puramente de amor y sin distorsiones efunde bondad divina, es decir, ama. Toda la actividad es contemplativa, con el corazón dilatado se corre por el camino de la voluntad divina.
Pero esta visión global no puede hacernos perder de vista que todos nuestros pequeños momentos tienen esa dinámica. Cada ocasión es lugar de diálogo, en todo está abierta la conversación divina, en todo Dios nos sale al encuentro y, querámoslo o no, le damos una respuesta. Ésta podrá ser una u otra, decidimos libremente, pero, sea cual fuere nuestra decisión, ésta siempre será una respuesta en la que estemos nosotros implicados. Ante la iniciativa divina, lo que decidimos nos implica y nos define en orden a Dios. Y ahí es donde la pequeña dinámica de cada momento puede o no estar incorporada a la gran dinámica, a la senda de crecimiento desde la creciente atención al radiante amor, a que en amar esté todo nuestro ejercicio.
Y quien está ya en la ligera carrera no corre lastrado por la preocupación de mirarse a sí mismo, ni siquiera espejado en los resultados de sus obras. El efecto de todas sus acciones es la acción misma y todo otro efecto, más que un producto, es una irradiación. En la acción es contemplativo y la contemplación es la más fecunda acción.
Todo ello mientras aún hay luz, mientras podemos decidir en la claridad divina. Todas nuestras respuestas a la voz de Dios que nos llama son definidoras, sólo la muerte es definitiva, sólo en ella queda conclusa la figura que, en diálogo con Dios, hayamos ido modelando con nuestras acciones.
Alfonso G. Nuño
No hay comentarios:
Publicar un comentario