miércoles, 2 de noviembre de 2011

ANTE EL MISTERIO DE LA MUERTE: OREMOS



«Vi una muchedumbre inmensa..., de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero» (Ap 7, 9)

Fortalecidos con las enseñanzas [de la Escritura], caminemos firmes hacia nuestro redentor Jesús, hacia la asamblea de los patriarcas, marchemos hacia nuestro padre Abraham cuando venga el día. Vayamos sin temblar hacia esta asamblea de santos, esta reunión de los justos. ¡Iremos hacia nuestros padres, los que nos han enseñado la fe; aunque nos fallen las obras, que nos ayude la fe, defendamos nuestra herencia! Iremos al lugar donde Abraham abre su seno a los pobres como Lázaro (Lc 16,19s); allí descansan los que han soportado el duro peso de la vida de este mundo. Ahora, Padre, extiende tus manos para acoger a estos pobres, abre tus brazos, ensancha tu seno para acoger todavía a más, porque son muy numerosos los que han creído en Dios...

Iremos al paraíso del gozo en el que Adán, antaño caído en la emboscada que le tendieron los bandidos, ya no piensa en llorar sus heridas, allí donde el mismo bandido goza ya de su parte en el Reino celestial (Lc 10,30; 23,43). Allí donde ninguna nube, ninguna tormenta, ningún rayo, ninguna tempestad de viento, ni tinieblas, ni crepúsculo, ni verano, ni invierno marcarán la inestabilidad del tiempo. Ni frío, ni granizo, ni lluvia. Ni nuestro pobre y pequeño sol, ni la luna, ni las estrellas ya no nos harán ningún servicio; tan solo resplandecerá la claridad de Dios, porque Dios será luz para todos, esta luz verdadera que ilumina a todo hombre brillará para todos (Ap 21,5; Jn 1,9). Iremos todos allá donde el Señor Jesús ha preparado unas moradas para sus pobres siervos, a fin de que allí donde él se encuentra estemos también nosotros (Jn 14, 2-3)...

«Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen la gloria que me has dado» (Jn 17,24)... Nosotros te seguimos, Señor Jesús; pero para ello, llámanos, porque sin ti nadie puede subir. Tú eres el camino, la verdad, la vida (Jn 14,6), la posibilidad, la fe, la recompensa. ¡Recíbenos, afiánzanos, danos la vida! (San Ambrosio de Milán)

Hoy conmemoramos a los fieles difuntos, que son nuestros familiares y amigos que han dejado esta vida física para dentrarse en el misterio de la vida trascendente. Estos días son propicios para reflexionar sobre el misterio que representa la vida que nos ha sido regalada. También son propicios para recordar a nuestros familiares difuntos y orar por ellos.

Es evidente que estamos rodeados de misterios que nos sobrepasan y que nos golpean los costados a cada paso que damos. Son muchas las preguntas que se agolpan en nuestras mentes y que somos incapaces de responder.

Ante estas preguntas sólo tenemos la voz de Cristo que nos anima a perseverar en múltiples episodios evangélicos. También tenemos la esperanza que nos da la Fe y que nos permite superar nuestra ignorancia. ¿Qué podemos hacer ante el misterio de la muerte? Sólo podemos orar.

Decía San Ambrosio: Cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones. El aroma de las oraciones debe llenar ese espacio impenetrable que se nos presenta delante de nosotros. Las oraciones nos comunican con quienes nos han dejado y nos permiten llegar a ellos.

Decía san Agustín: Una flor sobre su tumba se marchita, una lágrima sobre su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios”. Cuentan que una persona se acercó a San Agustín y le preguntó: ¿Cuánto rezarán por mí cuando yo me haya muerto?, y él le respondió: Eso depende de cuánto rezas tú por los difuntos. Porque el evangelio dice que la medida que cada uno emplea para dar a los demás, esa medida se empleará para darle a él.

Aparece ante nosotros la Comunión de los Santos. Misterio y dogma que profesamos en el Credo todos los domingos y que seguramente no terminaremos de entender hasta que dejemos esta vida. Comunión que es al mismo tiempo temporal y eterna.

Si tu oras por todos, también la oración de todos te aprovechara a ti, pues tu formas también parte del todo. De esta manera obtendrás una gran recompensa, pues la oración de cada miembro del pueblo se enriquecerá con la oración de todos los demás miembros(San Ambrosio, Tratado sobre Caín y Abel, 1)

Orar por todos. Por quienes tenemos cerca y por quienes nos han dejado. Parece que Dios nos pensó como seres con una dimensión personal y otra comunitaria. En la tierra necesitamos de la comunidad, pero tras la muerte, seguimos unidos a ella y necesitándola. Al mismo tiempo, quienes están ya lejos de nosotros, no dejan de orar por nosotros. Recordemos las palabras del Padre Pio: Haré más desde el Cielo, de lo que puedo hacer aquí en la Tierra.

Oremos unos por otros y por quienes nos han dejado. Tampoco está de más una oración por las almas de las que ya nadie se acuerda. Ellas también necesitan de nosotros. Y si la profundidad del misterio nos sobrepasa, oremos.

Néstor Mora Núñez

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