jueves, 3 de marzo de 2011

¿ACASO VALE ALGO NUESTRA VIDA?


Indudablemente a cualquiera que se la haga esta pregunta, responderá: Para mí mucho.

Y sin embargo habría mucho que matizar aquí. No cabe duda de que la respuesta, que suele dar todo el mundo, está en relación con su vida corporal, que es lo que más le preocupa a la mayoría de la gente. En casi todo el mundo, su pensamiento se centra en su vida corporal y muy pocos son los que en ese momento se les ocurra acordarse de su vida espiritual, si es que acaso la tiene.

Como bien sabemos, hasta los más ateos de los ateos, lo reconocen, la existencia una dualidad en el ser humano, de un lado está la vida del cuerpo y de otro la del espíritu o de lo invisible, y es a partir de aquí, donde nos comienzan las divergencias con los no creyente. Todo ser humano, reconoce la existencia de unas manifestaciones que se tienen de la existencia de lo no visible, y las necesidades que nuestro ser, tiene de ese mundo invisible, por la impronta que Dios ha puesto en todos los corazones humanos, para que le busquemos a Él; el no creyente justifica este ansia de espiritualidad que el ser humano tiene, como expresiones y reacciones de nuestro cerebro, que como sabemos es el órgano menos conocido por la medicina. A este respecto recuerdo un programa con muchas connotaciones seudocientíficas y de esoterismo, que todavía existe en TVE, y llevado por un sesudo conferenciante ex ministro de UCD, que muy seriamente aseguró que el alma humana está en el cerebro. Como si lo que pertenece al mundo de lo espiritual y por consiguiente es invisible, necesitase ubicarse corporalmente en el espacio.

Pues bien, sin apartarnos del tema diremos que, todos tenemos dos vidas, una material correspondiente al cuerpo, y otra espiritual correspondiente al alma. El valor de una y otra no es parejo en todo ser humano, varía este de acuerdo con el grado de perfección cristiana y amor a Dios que se tenga. En Señor nos dejó dicho: El espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida;…” (Jn 6,63). En la medida que una persona avanza en su camino de búsqueda y encuentro con su Creador, va adquiriendo para ella, un mayor valor su vida espiritual. Y a sensu contrario lógicamente cuanto más se ocupa el ser humano de satisfacer las necesidades superfluas de su cuerpo, menos vida espiritual tiene y más apego a esta vida y a sus comodidades y bienes materiales.

Quiero poner énfasis en el término superfluo”, pues desde luego que estamos obligados por mandato divino a cuidar nuestro cuerpo, sanarlo y alimentarlo, pero todo ello ordenadamente, porque los excesos siempre nos debilitarán nuestra vida espiritual, que en definitiva está es lo importante. Un exceso en el cuidado del cuerpo da origen a un pecado capital, cual es la gula, en la cual se puede incurrir no solo en abundancia de alimentos, como casi todo el mundo cree, sino también rindiéndole un culto al vientre, con exquisiteces. Algo que se ha puesto muy de moda, incluso creándose la religión de los restauradores, con destacados miembros o sacerdotes, a los que diariamente se les considera y rinde culto y pleitesía, en los medios de comunicación.

Puede ser que alguien se pregunte: ¿Y cuál es la frontera entre lo necesario y lo superfluo? No existe una misma frontera para todo el mundo. La intensidad del amor que en nuestra vida espiritual le manifestemos al Señor, nos marcará esa frontera. Porque no olvidemos que aquí abajo hemos venido para, pasar una prueba de correspondencia al amor que el Señor nos tiene. Y en la prueba podemos obtener una calificación de 10, pasar raspando con un 5, o inclusive no superarla.

Por consiguiente el valor de nuestras vidas, variará según se trate de nuestra vida corporal o de nuestra vida espiritual. En el valor de nuestra vida corporal, es el mundo que nos rodea el que marca los cánones y nos clasifica de acuerdo con nuestros, méritos sociales, comerciales o políticos. Para la mayoría alcanzar un buen estatus social, es fundamental, pues le permite a uno subirse en un buen pedestal de vanagloria, y recibir los tributos y congratulaciones de los demás. Pero si lo que nos interesa, es el valor de nuestra vida espiritual, porque al final esto es ahora y será después, lo más fundamental, es el Señor y solo Él, el que maneja la situación, el que nos hace crecer con el regalo de su gracia divina, es Él el que nos hace ser dóciles a la mociones e inspiraciones del Espíritu Santo, es Él y solo Él, el que nos ama con un inmenso amor, amor este, que nos permite a nosotros corresponderle a Él, aunque solo sea en una escuálida parte, porque el único que genera amor, es Él, cuya esencia es el amor (1Jn 4,16), nosotros lo que hacemos solamente cuando le amamos, es ser un reflejo de su amor. Y nuestro reflejo será más fuerte, en cuanto más limpios este nuestro corazón, y más perfectos y virtuosos seamos.

Pero aunque el desarrollo de la vida espiritual, es lo más trascendente que la persona puede hacer en esta vida, porque es relacionarse con Dios, no por ello debemos de supervalorar el espíritu en detrimento del cuerpo. Somos personas creadas por Dios, y para ello para que existamos como tales, tan importante es el cuerpo como el espíritu. Benedicto XVI en se Encíclica Encíclica Deus caritas est, nos manifiesta: Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: «¡Oh Alma!». Y Descartes replicó: «¡Oh Carne!». Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor - el eros - puede madurar hasta su verdadera grandeza.

El obispo Fulton Sheen, decía: El pecado, es llevado al alma por el cuerpo, y el cuerpo es impulsado por la voluntad”. Pero no por ello hemos de considerar al cuerpo como nuestro enemigo más poderoso, ni el más tenaz. El pecado ha penetrado en nosotros más profundamente, y es en el centro mismo de nuestro espíritu donde ha depositado el orgullo. Es allí donde realmente el amor propio esconde sus raíces impalpables. Estas raíces son las que con más o menos intensidad y fuerza arraigan en el ser humano. Nos referimos al vició número uno desde donde se asientan todos los demás vicios humanos, es la soberbia, cuyo antítesis es la virtud de la humildad.

El exégeta Nemeck F. K. escribe: La materia como tal tiene dos caras. Por un lado es una carga, nos pesa, nos encadena. La materia es la causa principal del dolor y del pecado. Nos arrastra hacia abajo. Nos hiere, nos tienta, nos hace envejecer. ¿Quién nos librará de este cuerpo condenado a morir? (Rm 7,24), decía San Pablo. Pero por otro lado la materia es exuberancia física, es fuerza pujante, contacto que ennoblece, alegría de crecer. Atrae, renueva, unifica, prospera. En la materia vivimos, nos movemos y somos. ¿Quién nos otorgará este cuerpo espiritual? (1Cor 15,44), también decía San Pablo”.

Nosotros a lo largo de nuestra vida para superar esa prueba de amor a la que todos estamos convocados, ahora tenemos dominado el espíritu, por la carne de este cuerpo nuestro. La lucha consiste en darle armas a nuestra alma, mediante la oración y el sacrificio de forma que se me acerque lo más posible al estado perfecto que en el Cielo nos regalara nuestro Padre Dios, allí nuestra carne resucitada estará totalmente dominada por nuestro espíritu. Nosotros aquí abajo tenemos una tendencia a materializar nuestro espíritu, cuando lo correcto a realizar es lo contrario, espiritualizar nuestro cuerpo. Pero es de ver que en la medida en la que el cuerpo humano envejece, le es más fácil al alma su tarea. Pero nosotros, no menospreciemos nuestro cuerpo en esta vida. Cuando muramos el cuerpo y el alma se separarán, y entonces el alma sin el cuerpo habrá perdido la capacidad de pecar, pero también la de meritar a los ojos de Dios.

Sin menospreciar la materia de nuestro cuerpo, pues al igual que nuestro espíritu o alma, ha sido creada por Dios y sin él nuestra alma por sí sola no sería persona, hay que tener en cuenta, que lo que no tiene principio ni tendrá fin es lo espiritual, es nuestra alma. Dios es espíritu puro y fue el Espíritu lo que creo la materia que si tiene principio y tendrá fin y no ha sido la materia la que creo el Espíritu. Si pensamos en una fruta cualquiera, una pera, una ciruela, observaremos que incluso sin desprenderse del árbol, la pulpa exterior termina por descomponerse o pudrirse, sin que este proceso de descomposición le afecte al hueso o semilla que está en el interior. Es como si la fruta tuviese también cuerpo y alma, siendo el cuerpo la pulpa de la fruta que se descompone y el alma el hueso que no se descompone, y es capaz de dar a la vida otro nuevo árbol.

Nuestra alma, si por medio de su respiración, que es nuestra vida espiritual, llega a relacionarse debidamente con el Señor, ella al igual que las frutas de los árboles, puede dar vida a muchas otras almas, puede ser la sal del mundo cual era el deseo del Señor. Vosotros sois la sal de la tierra: pero si la sal se desvirtúa, ¿con que se la salara? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres (Mt 5,13). “Porque todos han de ser salados al fuego. Buena es la sal; pero si la sal se hace sosa, ¿con qué se sazonará? Tened sal en vosotros, viviendo en paz unos con otros (Mc 9,49-50).

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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