viernes, 10 de abril de 2009

COMO DIOS SANA A LOS ENFERMOS


Este título presume que todos están de acuerdo con que Dios sí sana a los enfermos.

En el que esto escribe no hay duda de que Dios lo puede hacer ni de que lo hace. Cómo lo hace se puede resumir en pocas palabras: según su voluntad.

Dios ha dado enfermedades y los enfermos se murieron (2 Samuel 12.15, 18). El también ha sanado a enfermos, a veces usando algún medicamento (como en el caso del rey Ezequías en 2 Reyes 20.7), y otras veces no se sabe si hubiera medicina (Gén. 20.17). Es como él mismo dijo, "Yo hago morir, y yo hago vivir; yo hiero, y yo sano" (Deut. 32.39).

Esto no es para decir que todas las enfermedades son de Dios. Uno se puede enfermar por razón de sus circunstancias (Jeremías 14.18). O uno puede hacer enfermar a otro (Oseas 7.5). O uno mismo puede enfermarse (2 Samuel 13.2). Pero Dios sí puede enfermarlo a uno (2 Crónicas 21.18), y también puede guardarle de todas las enfermedades (Éxodo 15.26).

Hasta aquí se ve que es cuestión de la voluntad de Dios. Cuando hirió, cuando sanó, y cuando les guardó de toda enfermedad, el Omnipotente y Omnisciente Dios estaba haciendo lo que toda la historia respalda; actuaba para el cumplimiento de su benigna voluntad.

Cuando Cristo Jesús vino, sanaba toda clase de enfermedad (Mat. 8.16-17). El también dio a sus discípulos la facultad de sanar (Mar. 3.14-15; Luc. 9.2, 9). Aunque Dios había sanado a distintas personas en otro tiempo, no habían sido señales como las que se veían en aquellos días (Mat. 11.4-5)
.
Aquellas señales, y por lo consiguiente las sanidades, fueron hechas por la misma razón para la gente de aquel entonces, que para nosotros: para inducir la fe (Juan 20.30-31). Hubo resultado: muchos creyeron (Juan 7.31).

Después de la ascensión de Jesucristo, los apóstoles recibieron poder, no sólo para sanar (Hechos 5.12-16), sino para dar esa facultad a otros discípulos también (Hch. 6.6; 8.5-8). Las señales que hacían confirmaron la palabra que predicaban (Mar. 16.20), y muchos creyeron y glorificaron a Dios (Hch. 8.12). En aquel siglo de grandes curaciones, a veces se hizo la aplicación de alguna sustancia (Juan 9.6), o algún medicamento (Mar. 6.13), y a veces nada (Mat. 8.13; Hch. 5.15). Y Dios los sanó conforme a su voluntad.

Desde que pasó ese tiempo de principio, o infancia de la iglesia, los dones espirituales se acabaron (1 Cor. 13.10). Pero aún en ese primer siglo, se recetó medicina (1 Tim. 5.23), sin duda alguna esperando un resultado curativo. También había enfermos que no se curaron luego (2 Tim. 4.20). El Padre Celestial hizo su voluntad en cada caso, a uno en una manera, al otro en otra manera (Fil. 2.27).

La unción con aceite, la aplicación de vino, y las vendas se ven en un solo ejemplo de curación (Luc. 10.34). No recuerdo otro texto en que se habla de más medicina del primer siglo. Parece que las diferentes medicinas fueran muy limitadas. Pero Santiago dijo que lo aplicara al enfermo en el nombre del Señor, con oración (Stg. 5.14-15), y que Dios le levantaría. Dios oye las oraciones de los que hacen su voluntad y son justos (Juan 9.31; 1 Pedro 4.12). Si sus oraciones piden lo que es la voluntad de Dios, él oirá (1 Juan 5.14).

Por eso, rogamos a Dios por nuestros enfermos, porque creemos que en su poder está la salud y la muerte de ellos. Damos la mejor medicina que podemos, que es apropiada a la enfermedad, porque parece que esta es su voluntad. Careciendo de una revelación que nos dijera la causa (si divina o humana) o el fin de ella (si a vida o a muerte), hacemos lo que humanamente podemos en el nombre del Señor, con oración. Y tenemos plena confianza que la voluntad de nuestro Dios se hará - y estaremos contentos.
Jerry Hill

"Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mi. Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mi el poder de Cristo" (2 Cor. 12.7-9).

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