Mi
hijo era un hombre correcto y virtuoso, y muy amable y cariñoso en su trato
conmigo. Amaba a su familia, parientes y compatriotas, y aborrecía a nuestros
malditos enemigos, los romanos que se visten de púrpura sin que hayan tejido
una sola pieza ni se hayan sentado ante ningún telar; que cosechan y acopian
sin sembrar ni crear.
Mi hijo
tenía diecisiete años cuando lo prendieron por primera vez, por haberlo
sorprendido arrojando flechas contra la guardia romana que pasaba por nuestro
campo. En aquella edad hablaba a los jóvenes del pueblo, de la gloria de
Israel, pronunciando discursos que yo no podía comprender. Era un hijo muy
cariñoso; también era el único. Bebió la vida en este seno ya seco. Ensayó sus
primeros pasos en este jardín, agarrado siempre a estas hoy temblorosas manos,
que en aquellos tiempos eran más frescas que las uvas del Líbano.
He guardado sus primeras sandalias en un lienzo de seda, regalos de mi madre, que aún conservo en aquella alianza que todavía está cerca de la ventana. Cuando dio sus primeros pasos sentí que yo con él los daba, porque las mujeres no viajan sino cuando son conducidas por sus hijos.
Me han dicho que se suicidó tirándose desde lo alto de un peñasco, por haberse arrepentido de haber entregado a su amigo Jesús el Nazareno a sus enemigos. Estoy segura que no traicionó a nadie, porque amaba a los hombres de su raza y detestaba a los romanos. Un solo norte tenía en su vida: la gloria de Israel; era el tema obligado de sus pláticas y discursos.
Cuando conoció a Jesús me abandonó y lo siguió. Yo sabía que Judas se equivocaría siguiendo a cualquier hombre, porque había nacido para mandar y no para ser mandado. Al despedirse de mí le advertí de su error, pero no quiso oírme. Nuestros hijos no oyen nuestros consejos; son la marea de hoy que no quiere oír la marejada del ayer.
Os ruego no me preguntéis nuevamente por mi hijo. Lo amé y lo amaré hasta el fin de mis días. Si el amor estuviera en la carne, quemaría la mía con hierros candentes para conseguir mi salvación; pero el amor está en lo más hondo del alma, hasta donde no se puede llegar: Ahora quiero callarme. Id y preguntad a otra madre más honrada y más noble que la de Judas; id a la madre de Jesús, por cuyo corazón pasó también la espada; ella os hablará de mí, y así entenderéis mejor.
Tomado de El Hijo del Hombre, novela de Kahlil Gibrán.
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