3 pilares sobre los que se debe forjar una amistad entre un católico y un ateo.
Por: Alessandra Cava de Andrea. | Fuente:
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Conozco a mi mejor amiga desde que cursábamos el primer grado
en el colegio. Desde siempre hemos tenido maneras muy diferentes de ver la
realidad. Ella está a favor del aborto y piensa que la castidad es una idea
medieval. Yo creo que la vida humana debe respetarse desde la concepción y
procuro, si la gracia de Dios me sostiene, por supuesto, llegar virgen al
matrimonio.
Ella recupera su paz interior practicando yoga o meditación
budista. Yo la encuentro cuando rezo el rosario o visito el Santísimo. Ella no
recuerda cuando fue la última vez que pisó una iglesia y yo, no puedo pasar un
domingo sin ir a Misa y comulgar.
LAS
DIFERENCIAS TAMBIÉN NOS HAN HECHO INSEPARABLES
A simple vista, parecería que nuestras diferencias son
irreconciliables, pero a pesar de todo, después de más de diez años amistad,
seguimos siendo inseparables. Cuando estamos juntas, cualquier forma de
superficialidad desaparece.
Las conversaciones más profundas, sobre nuestras alegrías,
tristezas, miedos y sueños, tienen lugar durante incontables horas en nuestros
restaurantes favoritos de la ciudad. Delante de ella, no me da vergüenza
mostrarme tal y como soy, con todo lo sensible, dramática, redundante y hasta
mal educada que puedo ser algunas veces.
Como diría Antoine de Saint-Exupéry: «Junto
a ella no tengo que justificarme ni defenderme, no tengo que demostrar nada (…)
más allá de mis torpes palabras, por encima de los juicios que puedan
desorientarme, ella ve en mí, simplemente, a una persona».
Hace un rato, le pregunté por WhatsApp por qué, según ella,
nuestra amistad siempre se ha mantenido libre del miedo a ofendernos por el
choque de nuestras opiniones y creencias. Sobre todo ahora que ya no somos unas
niñas. En una nota de voz, comenzó contándome que acababan de enseñarle sobre
el Concilio Vaticano II, en un curso obligatorio de teología en la universidad. A pesar de todos los argumentos que sostiene
en su contra, dijo que admiraba que la religión católica fuera la primera en
dar un paso hacia la reconciliación con las demás, e incluso, con aquellos que,
como ella, no terminan de creer en Dios.
«Tú eres de ese tipo de creyentes,
—dijo ella para mi gran sorpresa—. No me excluyes
por pensar distinto. Para ti, que sea diferente, no significa que sea mala. Me
encanta conversar contigo porque nos nutrimos mutuamente de distintos puntos de
vista. Creo que no llegamos a ofendernos porque, más allá de la religión,
compartimos los mismos principios y valores o, como se dice en ética, el mismo
código de conducta.
Al final, somos almas buenas que quieren lograr lo mejor para
la humanidad. Y no sé, para mí siempre va
a ser más lo que nos une. Siempre vas a estar cerca de mi corazón… porque sí.
Te quiero. Eres mi amiga y te acepto como eres». Sin
darme cuenta, cuando terminé de escucharla, estaba derramando unas cuantas
lágrimas.
LA
AMISTAD NO DEBE TENER CONDICIONES
Cuántas veces, los que creemos en Dios, nos cohibimos de ser
transparentes con lo que pensamos ante nuestros amigos ateos, agnósticos o anti
Iglesia, por miedo a ofenderlos. Acabamos en pleitos terribles con ellos, porque no quieren
aceptar las enseñanzas y verdades de fe. A veces, olvidamos que la amistad debe ser
auténtica y libre de condiciones, no un contrato social con cláusulas por
cumplir, sobre qué se debe hacer o decir. Por
otro lado, como diría Juan Pablo II, «… la Iglesia
no está llamada a imponerles la fe a los que no creen, sino a proponérsela
desde el amor y la caridad».
Tal como lo hizo Jesús. Creo que, si queremos vivir nuestras
creencias sin miedo ante aquellos amigos que no las comparten, hay tres
aspectos que no podemos olvidar.
1.
LA HUMILDAD
Las personas no creen en Dios por incontables motivos, pero
creo que el más significativo en nuestros tiempos, es el que menciona un
apartado de la constitución pastoral Gaudium et Spes, justamente del Concilio
Vaticano II: «…en esta génesis del ateísmo pueden
tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de
la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o
incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más
bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».
Basta con ver las noticias en Estados Unidos, Europa o
América Latina. Las denuncias contra sacerdotes, por perpetrar abusos físicos,
psicológicos y sexuales contra niños y adultos inocentes, son incontables.
Reconocidos políticos, que asistieron a procesiones o marchas y se dejaron
fotografiar con niños pobres u obispos, mostrándose como fervorosos creyentes,
hoy enfrentan juicios serios, porque usaron el poder para satisfacer sus
ambiciones y llenarse los bolsillos de dinero, de la mano con la corrupción.
También, estamos los creyentes que, siendo desconocidos para
la opinión pública, terminamos causando el mismo escándalo. Sobre todo cuando
nos golpeamos el pecho cada domingo en misa, jactándonos de que Dios existe y
es amor, mientras en lo cotidiano de cada día, miramos por debajo del hombro a
los marginados o a quienes no nos agradan por ser diferentes.
Por supuesto que hay honrosas excepciones de creyentes
ejemplares. Pero necesitamos ser humildes para aceptar que nuestros
amigos y todos aquellos que no creen en Dios, han encontrado en nuestros
pecados e incoherencias, razones de peso para alejarse de Él o no tener la
intención de conocerlo.
2.
EL RESPETO
Los padres conciliares nos enseñan que nuestros amigos o
cualquier persona que no crea en Dios, merece nuestro respeto siempre. El hecho
de no ser creyentes o no aceptar las verdades de fe, no disminuye su dignidad
como personas, porque es el mismo Dios quien la sostiene y la vuelve
invaluable. En la Gaudium et Spes, también aseguran que cuanto más humana y
caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la
facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esto no significa volvernos indiferentes a la verdad para
complacer a quienes no la aceptan o no la conocen, sino anunciarla de forma más
saludable, para que no la sigan menospreciando. Además, hace poco, en una carta
sobre la esperanza, el Papa Francisco dejó muy claro que tener siempre el valor
de la verdad, no nos hace superiores a nadie:
«Aunque fueras el
último en creer en la verdad, — nos exhortó el Sumo Pontífice —, no te apartes
de la compañía de los hombres. Respetar implica también no juzgar ni condenar
al otro. Es entender que cada
persona tiene una historia personal (muchas veces dolorosa) que los llevó a
expulsar a Dios de sus pensamientos y acciones. Estar en desacuerdo con ellos
no nos da ningún derecho a rechazarlos, porque a los ojos del Padre, tanto
creyentes como no creyentes, somos infinitamente valiosos, aun cuando nos
alejamos de Él».
3.
EL AMOR
Nuestros verdaderos amigos —sean ateos, agnósticos o anti
Iglesia—, sabrán aceptar una parte tan importante de nuestra vida como es la
fe. No porque estén de acuerdo con ella, sino porque nos aman, tal y como
somos.
Lo que más me conmueve en una amistad, es ser testigo de cómo
el amor nunca se detiene, a pesar de los obstáculos que se puedan presentar. Para mí, es un reflejo vivo de cómo Dios nos ama y, por
consiguiente, de cómo estamos llamados a amar, sobre todo a quienes no lo
conocen.
Hacer apostolado no solo significa lograr que nuestros amigos
que no creen en Dios, se conviertan. Es también —y por sobre todas las cosas—
amarlos incondicionalmente y hasta el extremo, incluso si eligen rechazar la
fe. Jesús nos dio el ejemplo al entregar su vida en la cruz también por ellos,
aunque no creyeran en Él ni aceptaran sus enseñanzas.
Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus
amigos (Jn 15,13) y amarlos como Él lo hizo, es la prueba viviente
que les daremos sobre la existencia de un Dios que los ama a ellos también.
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