El fuego deja heridas, pero no debe quitarnos la esperanza.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
En un bosque se concentran muchos años de
historia. Matorral, árboles, animales y hombres han dejado aquí y allá sus
huellas. Unos han sembrado, otros han vivido, de otros sólo quedan ramas secas
y un recuerdo agradecido. La lluvia, todos los años, repartió sus caricias
entre troncos y hojas que empezaban, poco a poco, a reunirse en un abrazo
intenso.
De repente, un descuido, un gesto malévolo, y empieza el fuego. Primero se
propaga, con pasos cortos pero rápidos, entre la hierba más seca, entre ramas
secas por el suelo. Luego empieza a coger fuerza, a trepar por los arbustos, a
rodear los troncos más vulnerables. Al final se convierte en un gigante que
destruye en pocos minutos lo que había sido gozo para los niños y los grandes,
para las serpientes y los jilgueros.
Pasó el fuego. Quedan, aquí y allá, rescoldos humeantes. Algunos troncos han
caído al suelo. Otros siguen erguidos, negros, mudos, sin savia que los
vivifique, o tal vez con un poco de vida escondida que espera lucir en
primavera. Los pájaros no cantan como antes. Sólo se escucha, de vez en cuando,
el chasquido de alguna piña que explota por el calor acumulado.
El luto ha cubierto la colina. Años de esperanza y de alegría han desaparecido
tras el humo. Una nostalgia infinita llena el corazón de los que tantas veces
posaron sus pies bajo la sombra fresca de pinos, encinas o robles centenarios.
También en nuestras vidas puede llegar el fuego. Años de trabajos, de
fidelidad, de amor sincero, pueden perderse, pueden “quemarse”,
por culpa de un momento de pasión, de rabia o por un capricho
deshonesto. Todo ocurre de prisa, como si no hubiesen barreras, como si
nuestros principios o promesas no fuesen capaces de detener un chispazo que, al
inicio, parecía tan pequeño.
El fuego no debe quitarnos la esperanza. Es cierto que el mal deja huellas que
no pueden ser borradas: un esposo o una esposa que
ha burlado la fidelidad conserva una cicatriz que no se limpia con una sonrisa.
Una traición a Dios hiere hasta en lo más profundo del alma, nos hace derramar
lágrimas profundas por lo que hicimos, por aquello que no puede ser eliminado
de la historia. Pero un gesto de humildad, de perdón, de amor sincero, dan
inicio a una vida nueva.
Una semilla rompe su corteza entre los árboles calcinados. Recibe la caricia de
un rayo de sol, mientras el bosque, lleno de cenizas, empieza a levantar
banderas verdes, signos de esperanza y de vida.
La herida es honda, pero el corazón quiere latir, ahora más humilde y más
sincero, con un amor renovado, fresco, entre cenizas.
Te quiero, a pesar de todo, y te pido, Dios mío, que
perdones y limpies mi pecado...
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