miércoles, 18 de septiembre de 2019

NADA QUE PERDER


En El Príncipe, Maquiavelo trata de aconsejar a los gobernantes, desde la experiencia de la historia, sobre cuáles son las actitudes y cualidades que sirven para conservar el poder y hacer frente a los enemigos de un reino. Lo hace desde un pragmatismo muy propio de una época infectada de nominalismo, por lo que no se preocupa de si el gobierno es justo o de si el fin que persigue es el bien común, sino de cómo el príncipe debe evitar que el poder le sea arrebatado. Ante todo, debe evitar el odio del pueblo, y mantener un equilibrio entre ser temido y ser amado. Acerca de lo que hace odioso al príncipe, dice Maquiavelo:
«Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas».
Es evidente que no comparto en absoluto las ideas de Maquiavelo respecto al gobierno, pero no se le puede dejar de reconocer que, en su pragmatismo, tiene mucha razón en muchas cosas de las que dice. Y los gobernantes que traten de mantener el poder a toda costa, harían bien en hacer caso a sus consejos.
El gobierno de la Iglesia comparte, en muchísimos aspectos, los criterios, virtudes y defectos, de los gobiernos civiles de la época. En una época de buenos gobernantes, es normal que uno tenga buenos pastores (y viceversa). Pero en una época de malos gobernantes… en fin. Dejo al criterio de los lectores juzgar si la época actual lo es de buenos o malos gobernantes.
En otros artículos de esta bitácora me he referido a algunas cuestiones que afectan por igual, a mi juicio, al gobierno civil y al gobierno eclesiástico. Acuñé el concepto de «misericordia represiva», que sería el uso de la misericordia para las posturas tradicionales en la Iglesia, desde el concepto de «tolerancia represiva» de Marcuse; defendí la necesidad de una censura objetiva en la Iglesia como único medio de evitar la autocensura totalitaria, que pretenden normalmente aquellos que desprecian aquella; insistí en que la monarquía eclesiástica debe estar «bien templada», como insiste el P. Mariana, para evitar los males que vienen de un gobierno destemplado.
Nadie dice que el gobernante eclesiástico deba ser un pusilánime y que no usar de la disciplina cuando sea necesario para mantener el orden necesario. En épocas bastante recientes muchos nos hemos quejado de que esa disciplina no se ejerciera con un mínimo de firmeza, o, sobre todo, de que sólo se ejerciera sobre un grupo (siempre el mismo) de súbditos. Pero incluso cuando, persiguiendo el fin que se pretenda, bueno o malo (¿quién soy yo para juzgar?), el gobernante deba reprimir o castigar, ha de hacerlo con una cierta mesura. Y esto desde un punto de vista pragmático, porque, como dice Maquiavelo, «no puede reputarse por fácil el asalto a alguien que tiene su ciudad bien fortificada y no es odiado por el pueblo».
Aquí voy a emitir un juicio particular, opinable, aunque creo que será compartido por bastantes: que en estos últimos años a los gobernantes eclesiásticos se les ha ido la mano a la hora de reprimir a los que consideran contrarios a su gobierno. Y esto es un gran error que se volverá rápidamente en contra de los mismos gobernantes y su gobierno, lo cual, creo yo, será un mal para todos.
Y si uno quiere ver quiénes son considerados como contrarios al gobierno eclesiástico actual, no tiene más que mirar la información religiosa y ver hacia dónde llueven los palos. Hace unos días, el mercenario anti-Iglesia José Manuel Vidal, apuntaba con nombres y apellidos los blancos hacia los que se deberían dirigir los ataques. Esto resultaría inocente si no se tratara de un agente financiado por organismos del gobierno eclesial, lo que hace pensar que posiblemente no escribe sólo desde su propia iniciativa. Yo me mostré indignado de no verme recogido en tan ilustre lista, junto a mis queridos amigos, algo que quedó rápidamente subsanado por nuestro cavernícola residente.
Pero la cosa no queda sólo en insultos, sino que se pasa a la acción. La lista de misericordiados es ya muy larga, pero quizá el caso más sonado últimamente ha sido el de la purga «estalinista» del Instituto Juan Pablo II.
No voy a hacer leña del árbol caído, pero me resulta muy curioso ver que muchos de los misericordiados sólo han empezado a hablar claro después de haber caído en desgracia. ¿Alguno todavía se acuerda de que el Card. Müller (todavía prefecto de la CDF) escribió un prólogo lleno de elogios a un libro que defendía la lectura heterodoxa (ahora oficial) de la Amoris Laetitita? Ojo, entiendo perfectamente la buena voluntad de los que han preferido mantener un silencio «prudente» mientras permanecían en sus cargos, desde los que hacían, indudablemente, un gran bien a la Iglesia. Pero esto, y el hecho de la libertad con la que muchos de ellos han hablado después de recibir una dosis de misericordina, me reafirma en la impresión de que la represión en el gobierno eclesiástico actual, se está excediendo hasta un punto en el que Maquiavelo se echaría a temblar.
El hecho es que los que estamos en la larga lista de los misericordiados (me atrevo a incluirme en ella, sin dar más detalles), no tenemos ya nada o casi nada que perder desde el punto de vista eclesial. Y esto es muy peligroso para el gobierno de la Iglesia, sobre todo si (y digo «si» porque intencionalmente no me pronuncio sobre esto) es un gobierno que pretende imponer su autoridad al margen del bien y la justicia. E insisto en que incluso si dudara de las buenas intenciones de gobierno eclesial (y me refiero a todo gobierno eclesial, no sólo al de más alto grado), pienso que una fractura fatal entre súbditos y gobierno sería un mal para toda la Iglesia, que la dejaría expuesta al asedio de los enemigos.
Como hay quien ha hablado de estalinismo, me ha venido a la cabeza un fragmento de la impactante novela «El primer círculo», de Solzhenitsyn, que creo resume claramente lo que quiero decir. Y el que tenga entendederas para entender, entienda:
«—¡Se equivoca, ciudadano Ministro! Los duros ojos de Bobynin brillaron con odio. ¡No tengo nada, me entiende, nada! Usted no puede poner sus manos sobre mi mujer ni mi hijo, una bomba ya lo hizo antes. Mis padres están ya muertos. Todo cuanto poseo sobre la tierra es mi pañuelo, mi abrigo y mi ropa interior no tienen botones -hizo la demostración descubriéndose el pecho- por orden del gobierno. Ustedes se han apoderado de mi libertad hace mucho, y no tienen poder para devolvérmela porque no la tienen ustedes tampoco. Tengo cuarenta y dos años, y ustedes me han encajado tanto como veinticinco. He estado ya en trabajos forzados, he llevado números en la frente y en el pecho, esposado, con perros de policía, en una brigada de régimen riguroso. ¿Qué otra cosa hay con la que puedan amenazarme? ¿De qué pueden privarme? ¿De mi trabajo como ingeniero? ¡Perderían más que yo! Me voy a fumar un rato. Abakumov abrió una caja de Troikas especiales y se la tendió a Bobynin.
—Sírvase de éstos.
—¡Gracias!, pero no cambio de marca. Esos me hacen toser. —Y tomó un Belomor de su propia cigarrera. —Entienda de una vez, ustedes son poderosos en tanto que no le hayan quitado todo a la gente. Porque la persona a quien le hayan quitado todo, ya no está en poder de ustedes. Es libre otra vez.»
Francisco José Delgado

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