viernes, 13 de septiembre de 2019

AQUEL QUE NO RENUNCIA… NO PUEDE SER DISCÍPULO MÍO


Homilía para el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C).
Creer en Jesús es seguirle con valentía y perseverancia por el camino de la cruz – que es, a la vez, el camino de la resurrección-. La fe es algo más que acompañar circunstancialmente a Jesús o que sentir admiración por Él. La fe exige la identificación del discípulo con el Maestro y comporta el dinamismo de caminar tras sus huellas. No se puede creer en Jesús sin vivir como Él, sin seguirle. Y este proceso de seguimiento supone estar dispuestos a un cambio continuo, a una verdadera conversión.
Jesús pide una entrega radical, una entrega que solamente puede pedir Dios. Explicando las condiciones que se requieren para seguirle, el Señor, indirectamente, revela su identidad divina. Él es más que un profeta. Siguiéndole a Él se hace concreta la observancia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Seguir a Jesús es responder, con la propia vida, al amor de Dios.
Esta primacía de Dios, esta renuncia a divinizar lo que no es divino, que Jesús pone como condición para ser discípulo suyo, la recoge San Benito al indicar la finalidad de su regla: “No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo”. Ni los lazos familiares, ni los bienes, ni el amor a uno mismo pueden tener la precedencia. El primer lugar le corresponde a Dios, que ha salido a nuestro encuentro en la Persona de Cristo.
El Señor, caminando delante de nosotros, nos indica cómo hacer real este programa exigente. Pide renuncia aquel que se anonadó a sí mismo; pide pobreza el que por nosotros se hizo pobre; pide llevar tras Él la cruz aquel que se hizo obediente hasta la muerte. Conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con los del Señor responderemos a la primera vocación del cristiano, que no es otra que seguir a Jesús (cf “Catecismo” 2232).
La capacidad para construir el edificio de la propia vida y la fuerza para salir airosos del combate no provienen de nosotros mismos, sino de Dios. El seguimiento de Cristo no es una escalada en solitario reservada a unos pocos héroes, sino una ascensión que realizamos unidos a Él. San Juan es el evangelista que pone de relieve este aspecto con mayor claridad: no se trata sólo de escuchar a Jesús o de caminar detrás de Él, se trata de vivir en comunión con Él, permaneciendo en Él, como los sarmientos permanecen unidos a la vid (cf Jn 15,4).
Mediante los sacramentos y la oración recibimos la gracia de Cristo y los dones del Espíritu Santo que hacen posible esta comunión. El libro de la Sabiduría se pregunta: “¿quién rastreará las cosas del cielo, quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo?” (cf Sb 9,13-18). Es el Espíritu Santo quien nos sana de las heridas del pecado y nos renueva interiormente para vivir como hijos de la luz.
Como el Salmista, también nosotros nos acogemos a la memoria de la fe para no tener miedo, para no flaquear en este camino del seguimiento, que es el camino de la auténtica felicidad: “Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación” (Sal 89). Apelamos a la misericordia de Dios, a su compasiva bondad, para que “haga prósperas las obras de nuestras manos”.
Guillermo Juan Morado.

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