Cuando veo en toda lo
largo y ancho de la Iglesia a sacerdotes reducidos al estado laical contra su
voluntad, siento una grandísima pena. Si tienen que cumplir penas en una
prisión, que las cumplan. Pero, al salir, debería haber casas donde pudieran
vivir en comunidad, cultivando un huerto, rezando las horas en un coro,
dedicados a trabajos manuales y a la oración.
Estoy tan
convencido de lo sagrado que es el orden sacerdotal que siempre habría que
ofrecer un destino de esta clase para este tipo de presbíteros. Estoy seguro de
que esta es la voluntad de Cristo. Si alguno quiere dejar el sacerdocio, que lo
deje. Pero nunca echarlo.
El sacerdocio no es un trabajo
del que te echan si estás dispuesto a someterte, a obedecer, a humillarte. Si
los objetos sagrados se guardan en la sacristía, ¿no
debería hacerse lo mismo con las personas sagradas? En los siglos
pasados, siempre se hizo así y, desde luego, que hubo todo tipo de delitos
eclesiásticos. Pero siempre se consideró que, si se arrepentía, se le podía
enviar a un lugar penitencial e, incluso, aislado si era preciso.
En la pena de la reducción al
estado laical (cuando es impuesta) no dejo de ver una cierta concepción secular
del sacerdocio. Para los delitos penales, está el juez con su código legal.
Para los pecados externos, siempre cabe la penitencia si se está dispuesto a
cambiar, obedecer y vivir donde y como diga el superior.
Este tipo de casas de reclusión
eclesiástica podrían llegar a crear un ambiente tan beneficioso para los que
allí vivan, que se podría llegar a un acuerdo con el Estado, para que algunos
presos comunes, presos no clérigos, pudieran pasar allí el tiempo final de su
condena si así lo solicitan. Sería ya al final de su condena, cuando ya les
queda poco para salir. ¿Quién se va a fugar en el
último año de condena? Si cada diez clérigos, dos fueran este tipo de
presos, no sería una cantidad excesiva.
El Estado aliviaría un poco el
exceso de presos en sus cárceles y ahorraría dinero, pagando la misma cantidad
que le cuesta mantenerlo en una prisión. Sería un beneficio para el preso y
para el sistema penitenciario. La cantidad sería mínima, tal vez veinte presos
en toda la nación, pero el bien para esas personas podría ser inmenso.
Qué bonito sería ver a algunos
presos salmodiando en un coro vestidos con un traje adecuado a su condición
laical, entre sacerdotes; cuidando de unas gallinas, limpiando el claustro. Esas
casas podrían ser un bálsamo para un flujo pequeño, pero constante de personas.
P. FORTEA
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