El liberalismo
de primer grado niega “la obediencia debida a la divina y eterna razón y,
declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente
exclusiva y juez único de la verdad”. Así lo expone León XIII en la
Encíclica Libertas Praestantissimum en 1888.
EN 1882, FRIEDRICH NIETZSCHE HABÍA ESCRITO:
Dios ha muerto. Dios sigue
muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos
reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el
más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos
limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar?
¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos
aparecer dignos de ella?
Si Dios ha muerto (y sigue
muerto), los mandamientos no tienen sentido. Los principios morales ya no
tienen sentido. Eso supone la derogación de la ley moral universal y conduce al
nihilismo. Los valores de la civilización cristiana deben ser destruidos. El
superhombre, que está por encima del bien y del mal, no reconoce más ley que su
derecho a la autodeterminación: “yo decido lo que
está bien y lo que está mal”, “yo decido lo que soy”. La voluntad del
hombre se convierte en soberana: “mi vida es mía y
hago con ella lo que me dé la gana”. “Yo soy lo que quiera ser”, independientemente
de la verdad objetiva y científica. Yo soy libre para decidir si soy hombre,
mujer, gato o perro. La ideología de género hodierna es la consecuencia natural
del liberalismo de primer grado y del nihilismo ateo (valga la redundancia). Yo
soy y hago lo que me apetece. La vida no tiene ningún sentido. La muerte es el
fin de la existencia. Lo único que nos queda es disfrutar y pasarlo bien, sin
restricción moral alguna, salvo el respeto a la libertad individual del otro,
que debe estar garantizado por las leyes positivas. Vale todo. El hedonismo y
el vitalismo exacerbado es lo único que nos queda: el sexo sin restricciones
morales, comer, beber… Y las drogas, que nos permiten evadirnos del vacío existencial
y nos trasladan a paraísos artificiales para anestesiarnos del sufrimiento y el
dolor.
Poco después de la
instauración del Liberalismo, en 1834, empezaron en España las matanzas de
frailes y curas. Marcelino Menéndez
Pelayo escribía en su Historia de los
Heterodoxos Españoles:
“Desde entonces
la guerra civil creció́ en intensidad y fue guerra como de tribus salvajes,
guerra de exterminio y asolamiento, de degüello y represalias feroces, que ha
levantado la cabeza después otras dos veces y quizá́ no la postrera, y no
ciertamente por interés dinástico ni por interés fuerista, ni siquiera por amor
declarado y fervoroso a este o al otro sistema político, sino por algo más
hondo que todo esto, por la íntima reacción del sentimiento católico
brutalmente escarnecido y por la generosa repugnancia a mezclarse con la turba
en que se infamaron los degolladores de los frailes y los jueces de los
degolladores, los robadores y los incendiarios de las iglesias, y los
vendedores y los compradores de sus bienes”.
Desamortizaciones, asesinatos
de curas, frailes y monjas; quema de iglesias y conventos… Esas fueron las
consecuencias de las revoluciones liberales en España en el siglo XIX.
ESCRIBE RAFAEL GAMBRA:
“En España
siempre hemos oído decir a los perseguidores que no perseguían a sus víctimas por católicos, sino por facciosos o por
enemigos de la libertad. Claro que las victimas hubieran podido
contestar, en la mayor parte de los casos, que su actitud política procedía,
cabalmente, de su misma fe religiosa, Es decir, que el cristianismo ha sido, desde la caída del antiguo régimen,
faccioso en España; o lo que es lo mismo, que nunca ha aceptado su relegación a la intimidad de las conciencias, ni en
el sentido protestante de la mera relación del alma con Dios, ni en el kantiano
de vincularse al mundo personal y volitivo de la razón práctica. El ser
cristiano ha continuado siendo para los españoles lo que podríamos llamar un
sentido total o una inserción en la existencia, y, por lo mismo, ningún terreno
del espíritu, es decir, de la vida moral individual o colectiva, ha podido
considerarse ajeno a su inspiración e influencia” [1].
Antiguamente nos llamaban “facciosos”: hoy, simplemente, “fachas”. Pero las cosas poco han cambiado. Nos
llaman “fachas” porque queremos vivir en
coherencia con nuestra fe y no estamos dispuestos a relegarla al ámbito
puramente privado e íntimo. Nos consideran “enemigos
de la libertad” porque los católicos vinculamos indisolublemente la
libertad a la moralidad y al bien común. La Iglesia siempre ha defendido la
libertad; pero una libertad que debe conducirnos a hacer el bien y a combatir
el mal; a promover las virtudes y a evitar los vicios. Somos libres para ser
santos. Pero si pecamos, si hacemos el mal, no somos realmente libres, sino
esclavos. Así lo enseña el Catecismo:
1733.- En la medida
en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio
del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es
un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado (cf Rm 6, 17).
Y DICE SAN IRENEO DE LYON:
«El hombre es
racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos» (San Ireneo de Lyon, Adversus
haereses, 4, 4, 3).
Pero la cultura materialista
atea vincula la libertad a los vicios y el bien a disfrutar del placer, al
hedonismo: al “comamos y bebamos que mañana
moriremos”.
Lo que al feminismo radical y
al homosexualismo político les molesta es que la Iglesia Católica sigue fiel a
los Mandamientos y a la Verdad, que es Cristo. Les molesta que defienda el amor
verdadero de la familia. Les molesta el Sexto Mandamiento, que dice que es
pecado mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio entre un hombre y una
mujer. Les molesta que la Iglesia siga predicando que la promiscuidad o las
relaciones sexuales entre homosexuales son pecados mortales. Y eso, a los hijos
de la Revolución Sexual del 68 les enerva, les hace echar espumarajos por la
boca como a la niña de El Exorcista. Aunque no faltan cardenales, obispos y
sacerdotes que sucumbiendo ante el mundo, corren dispuestos a traicionar a
Cristo y propugnan la bendición de las parejas homosexuales dentro de la
Iglesia o predican doctrinas contrarias a la Tradición y a la moral católicas,
apartándose de la Verdad (que es Cristo, muerto y resucitado). Esa es la
herejía modernista que amenaza con destruir desde dentro a la propia Iglesia,
aunque no lo conseguirán, porque se nos ha prometido que “las puertas del Infierno no prevalecerán”.
Al liberalismo de primer
grado, el marxismo le añade la guinda de la lucha de clases. Ese concepto,
aplicado a las relaciones entre hombres y mujeres, desemboca en el feminismo
radical comunista. El marxismo promueve el odio, dividiendo e incitando al
enfrentamiento y a la lucha entre distintos colectivos. Para el feminismo
comunistas, las mujeres son las oprimidas y los hombres los opresores. Se trata
de mensajes simples, populistas, demagógicos; pero tremendamente efectivos en
términos de propaganda. En sus manifiestos con motivo de la huelga feminista
convocada para el 8 de marzo, se pueden leer cosas como las siguientes:
“Nosotras las
mujeres, ya sabíamos que existían los violentos, los resentidos, los
provocadores, los maltratadores, las manadas.
Sabemos bien quiénes
son:
Los que se
aposentaban plácidamente en los partidos de derechas.
Los que
enseñaban la patita en las tertulias.
Los que inventan
ideologías de género desde sus púlpitos exclusivamente masculinos.
Los que se
ocultaban en los nichos de ciertas sacristías.
Los que cuelan
su mensaje de odio por las alcantarillas de las redes.
Los que crecían
como el moho en las humedades de ciertos ambientes cuarteleros y bajo las togas
de jueces de la horca y la venganza.
La novedad es que ya
no se ocultan.
Las manadas de
resentidos, violentos y maltratadores, ya tiene un partido, o dos, o tres, de
nostálgicos de momias, de inquisiciones y de hogueras.
Son los partidos
de hombres pequeñitos con patrias de bolsillo y billetera en las que solamente
caben ellos.
Nosotras las
mujeres, rechazamos la ley del patriarcado:
Las propuestas
de los hombres cobardes, que no soportan las condiciones de igualdad porque
saldrían perdiendo.
A los que no
soportan que haya leyes que nos protejan de sus desmanes.
A los que solo
pueden ofrecer a las mujeres la protección de los mafiosos: “una oferta que no
podremos rechazar” bajo su mando.
A los que no
comprenden que nos queremos vivas, que esperamos que la ley nos proteja en vida
y que de nada nos sirve la venganza una vez muertas.
A los que no
toleran nuestra libertad sexual y reproductiva porque quieren convertirnos en
incubadoras de mano de obra barata y carne de cañón.
A los que
reclaman la custodia compartido pero que jamás han querido compartir los
cuidados.
A los que nos
dicen que el trabajo precario es más moderno y que si no nos conviene, volvamos
a encerrarnos en la casa.
Les rechazamos
porque son eso y mucho más, personajes oscuros y turbios. Especialistas en la
mentira y el odio”.
“Somos
feministas ¡Qué otra cosa podríamos ser! Somos feministas, es muy sencillo;
amamos la libertad y vamos a por ella.
La libertad de
ir y venir, por la calle y por el campo, por el día y por la noche. Por eso
decimos que la calle y la noche también son nuestras.
Queremos
libertad de ser madres o no serlo. Nosotras, que no prohibimos tener hijos, no
admitiremos que nadie nos obligue a tenerlos.
Queremos
libertad de disfrutar del sexo sin que el placer se convierta en peligro.
Queremos la
libertad de decir no y la de hasta aquí hemos llegado.
Y SÍ, SEÑORES Y SEÑORITOS DEL PATRIARCADO, SABEMOS
MUY BIEN LO QUE LLEVAMOS DENTRO Y LO QUE NO QUEREMOS. ¡QUITAD VUESTROS ROSARIOS
DE NUESTROS OVARIOS!”
“Gritamos
bien fuerte contra el neoliberalismo salvaje que se impone como pensamiento
único a nivel mundial y que destroza nuestro planeta y nuestras vidas. Las
mujeres tenemos un papel primordial en la lucha contra del cambio climático y
en la preservación de la biodiversidad. Por eso, apostamos decididamente por la
soberanía alimentaria de los pueblos. Apoyamos el trabajo de muchas compañeras
que ponen en riesgo su vida por defender el territorio y sus cultivos. Exigimos
que la defensa de la vida se sitúe en el centro de la economía y de la
política.
Exigimos ser
protagonistas de nuestras vidas, de nuestra salud y de nuestros cuerpos, sin
ningún tipo de presión estética. Nuestros cuerpos no son mercadería ni objeto,
y por eso, también hacemos huelga de consumo. ¡Basta ya de ser utilizadas como
reclamo!
La educación es
la etapa principal en la que construimos nuestras identidades sexuales y de
género y por ello las estudiantes, las maestras, la comunidad educativa y todo
el movimiento feminista exigimos nuestro derecho a una educación pública, laica
y feminista. Libre de valores heteropatriarcales desde los primeros tramos
educativos, en los que las profesoras somos mayoría, hasta la universidad.
Reivindicamos también nuestro derecho a una formación afectivo-sexual que nos
enseñe en la diversidad, sin miedos, sin complejos, sin reducirnos a meros
objetos y que no permita una sola agresión machista ni LGTBIfóbica en las
aulas”.
Son palabras llenas
de odio, de resentimiento, de violencia…
El marxismo, con su dialéctica
permanente entre opresores malos y oprimidos buenos, es la versión moderna del
viejo maniqueísmo. Todo se reduce a una simple confrontación de buenos y malos.
Y los buenos tienen que derrotar a los malos, como en las peores películas de
vaqueros. El caso es identificar al
enemigo, que es cualquiera que
no piensa como yo, y hacer todo lo posible por señalarlo y destruirlo. Los
malos son “los fachas”, y dentro de ellos,
fundamentalmente, los católicos, que somos quienes defendemos la
familia, la vida desde la concepción hasta la muerte natural, el sacrificio
propio por amor a los demás, el bien común, las obras de misericordia y la ley
moral universal que pone la caridad como norma fundamental: amar a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.
El marxismo es una gran
mentira: ¿Alguien en su sano juicio puede creer que
yo, como católico, justifico la violencia contra las mujeres o que se les dé un
trato injusto? ¿Alguien en su sano juicio puede creer que nosotros queremos que
la mujer viva oprimida, esclavizada o discriminada? Y nada me repugna
más que la violación a una mujer o los abusos a niños. Para nosotros, los
católicos, la mujer tiene la misma dignidad que el hombre: exactamente la misma. Y en la Iglesia hay grandes
santas y doctoras de la Iglesia que no tienen nada que envidiar a ningún santo
que sea varón.
El comunismo promete el
paraíso en este mundo y a cambio no ofrece sino tiranías, hambre, represión y muertes.
Ejemplos de ello tenemos en abundancia: Venezuela,
Nicaragua, Cuba, Corea del Norte, China… La hoz y el martillo ha segado
más de cien millones de vidas humanas en los últimos cien años. Es el mal con
apariencia de bien. Pero por sus frutos los conoceréis. No hay árbol malo que
dé frutos buenos.
Pero los católicos no podemos
ni debemos caer en la trampa de Enemigo. Nosotros no os odiamos: os amamos. No
os maldecimos, sino que rezamos por vosotros. No os vamos a agredir de
ninguna manera, sino que estamos dispuestos a dar la vida por vosotros, si
fuera necesario. No os deseamos ningún mal: deseamos que seáis felices en
esta vida y que merezcáis ganar la vida eterna, aunque vosotros no creáis en
ella. No hay odio en nosotros. El Corazón de Jesús nos pide que amemos a todos
siempre; incluso a nuestros enemigos; incluso a quienes nos injurian, nos
desprecian y nos persiguen. Queremos amar incluso a quienes nos quisierais
muertos a nosotros.
Nos consideráis enemigos
porque no somos como vosotros. Ni lo vamos a ser. Vosotros no tenéis ni idea de
lo maravilloso que es el amor de verdad. No el amor romántico, no. No un amor
sentimentaloide. Nosotros amamos de verdad: con el corazón, con la cabeza y con
el compromiso y la fidelidad. Nosotros creemos en ese amor entre un tú y un yo
que se aman porque se conocen de verdad, porque han sido capaces de desnudar
sus almas antes que sus cuerpos. Creemos en un amor profundo, donde sobran las
caretas, las etiquetas, los disfraces.
Tal vez os
convendría recuperar a Pedro Salinas
para aprender lo que es la esencia del amor:
Para vivir no quiero islas, palacios,
torres. ¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes, las señas, los
retratos; yo no te quiero así, disfrazada de otra, hija siempre de algo. Te
quiero pura, libre, irreductible: tú.
Sé que cuando te llame entre todas
las gentes del mundo, sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes quién es el que
te llama, el que te quiere suya, enterraré los nombres, los rótulos, la
historia.
Iré rompiendo todo lo que encima me
echaron desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo eterno del
desnudo, de la piedra, del mundo, te diré: «Yo te quiero, soy yo».
Lo que da la felicidad es el
amor. Y el Amor (con mayúsculas) es Cristo, es Dios. Creer en Dios es creer en
el amor auténtico. Nada de odios ni de divisiones. No hay buenos ni malos.
Todos somos imperfectos y pecadores. Pero todos estamos llamados a vivir con la
libertad de los hijos de Dios. Donde reina la Caridad, donde prima el amor, no hay
opresión, no hay injusticias, no hay mentiras, no hay odios, no hay guerras, no
hay violencia, no hay asesinatos machistas, no hay agresiones bárbaras, no hay
violaciones, no hay machismo, no hay discriminaciones injustas, no hay
desigualdades, no hay explotaciones.
En una familia que vive
asentada sobre roca firme, sobre el cimiento que es Cristo, se vive realmente
lo que es el amor y cada uno vive como propias las alegrías y las penas de los
demás. El padre y la madre desgastan sus vidas por educar y hacer felices a sus
hijos, anteponiendo el bienestar de los demás al suyo propio. En una familia
cristiana se comparte todo y todo es de todos: no hay nada mío ni tuyo. El
dinero que entra en casa es de todos y para todos y se reparte según las
necesidades de cada uno y en función del bien común. No es mi placer o mis
intereses o mis apetencias lo que prevalece, sino la felicidad y el bienestar
de la esposa y de los hijos. En una familia cristiana, se discute como en
cualquier otra. Pero el padre o la madre darían la vida por sus hijos sin
dudarlo. Y si hay que pasarse noches sin dormir por cuidar a alguien que está
enfermos, se hace de buena gana. Y si hay que deslomarse a trabajar para llevar
un sueldo a casa, se hace y de buena gana. En una familia de verdad, créanme,
no hay lucha de clases ni de sexos. Hay complementariedad, hay complicidad, hay
fidelidad, hay amor, hay vida. Eso debe de ser lo que vosotros llamáis
despectivamente “el patriarcado”.
La felicidad para un cristiano
es la santidad. Y se puede ser santo trabajando y criando a tus hijos y
cuidando a tu esposa. Aunque quien ama aprende pronto lo que es sufrir y lo que
es sacrificarse, porque lo uno va unido a lo otro. Pero “¡qué alegría tan grande vivir en los pronombres!”.
Porque entonces, entre todas las personas del mundo, yo te amo a ti porque solo
tú eres tú. Y no te cambio por nada del mundo. Entonces ya no somos dos: sino una sola carne. “¡Qué
alegría vivir sintiéndose vivido!”. Mi
esposa y yo no somos dos: sino uno solo. Y ahí no tiene cabida la violencia ni
la opresión ni la discriminación ni la explotación ni nada de todo eso. Lo que
pasa que vosotros desconocéis la grandeza del amor de verdad. No os enteráis de
nada.
Desconocéis el Amor y
desconocéis a Dios. Pero Cristo vive. Cristo es nuestro único Rey verdadero. Y
nosotros somos felices cumpliendo sus mandamientos. Contestando a la cita de
Nietzsche que puse al principio del artículo, el agua que nos limpia es la del
bautismo. Y el rito expiatorio para redimirnos de nuestros pecados es el
sacrificio de Cristo en la cruz, que vierte su sangre para perdonar nuestras
culpas. Su sangre nos limpia. El más Santo murió por nuestros pecados. Pero
resucitó. Y Él vive y reina por los siglos de los siglos. Él es mi Señor, el
único ante el que me arrodillo. Él es el principio y el fin; el que da sentido
a mi vida, porque “para mí, vivir es Cristo y morir
ganancia”. La sangre de nuestros
mártires da testimonio de la autenticidad de nuestra fe. Y hoy hay más mártires
que nunca que siguen derramando su sangre por Cristo.
Es tiempo de cuaresma, tiempo
de conversión. Dejemos el odio y la demagogia. Sólo Dios puede acabar con el
mal de mundo. Cuando todos nos
convirtamos a Cristo, no habrá más odios, ni más violencia, ni más injusticias.
El Amor de Dios triunfa sobre el mal, sobre el pecado y sobre la propia muerte.
Es tiempo de oración, de ayuno y de penitencia.
Nuestro principal modelo de
santidad es la Virgen María. Ella es la más grande, la primera entre los
creyentes, la Madre de la Iglesia, la Madre de Dios. Ningún hombre sobre la
tierra se le puede igualar. Que ella nos enseñe a amar con humildad a todos e
interceda por nosotros. Que ella nos conduzca a todos a Cristo, que es el único
Salvador, que desde la cruz, redime al mundo. Y que donde haya odio, podamos
nosotros poner amor.
Dios os bendiga a
todos.
Pedro L. Llera
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