Una
vez más, nos disponemos a iniciar la temporada sagrada de Adviento. En cierto
modo, podríamos ver a toda esta temporada como una prolongación de la
Anunciación: el Señor nos envía al arcángel Gabriel mediante la liturgia a
prometernos el Verbo encarnado, que en realidad ya habita con nosotros en el
sagrado banquete.
Aguardamos ilusionados la manifestación del Hijo de Dios en la
Natividad, embelesados con el amor de lo invisible por la humilde gloria y la
gloriosa humildad que contemplamos en Nazaret. Cada día del año litúrgico es un
recuerdo de lo que ya ha llegado a ser, un anticipo de lo que ha de venir y una
participación en la realidad que ya nos envuelve y penetra.
En Adviento se pueden hacer muchas cosas buenas: rezar el Rosario cada día; o, si ya tenemos la
costumbre de rezarlo, tal vez rezar un Rosario meditando un paso de las
Escrituras con cada Avemaría; leer un buen libro de meditaciones; rezar alguna
parte del Oficio Divino o de la Liturgia de las Horas; dedicar quince minutos o
media hora a meditar las Escrituras a primera hora de la mañana antes de que se
inicie el día y nos invada el trajín.
Tenemos una obligación ante Dios –y además es una necesidad interior– de
rezar todos los días sin falta. Si no recurrimos a la oración cada día, nos
marchitaremos y secaremos. Y no hay oración que supere la plegaria suprema de
Cristo y su Iglesia, el Santo Sacrificio de la Misa. Si la tenemos cerca, y si
se celebra de un modo reverente, ¿qué mejor devoción puede haber durante el Adviento y qué mejor
preparación para la Natividad que oírla a diario? Porque el Espíritu Santo ha hecho de la liturgia el
centro de su actuación en la vida de los hombres, como dijo en una ocasión el
gran Prosper Guéranger. El mismo Espíritu Santo que descendió sobre la Virgen
María para implantar en su seno el Verbo de Dios. El mismo Espíritu Santo que
irrumpió en donde estaban congregados los Apóstoles el día de Pentecostés y
envió a la Iglesia predicar en todo lugar y todo momento. Ese Espíritu Santo
actúa en el corazón del Santo Sacrificio más que en ningún lugar del mundo y,
como dijo San Efrén el Sirio, se nos da la oportunidad de «alimentarnos de Espíritu y fuego».
Es en la Santa Misa donde encontramos y consumimos
los misterios mismos en los que creemos. San Atanasio, expresando el más
perfecto sentimiento navideño, dijo: «Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios». Si queremos que Dios se haga nuestro y hacernos
nosotros suyos, debemos dejarle entrar en la manera que Él ha escogido: en
forma de pan, como el alimento del que depende nuestra vida. Al fin y al cabo,
Belén significa la casa del pan. Vino para ser nuestro Pan, pero, como dice San Agustín, nos nutre
de una forma muy diferente que cualquier otro alimento; porque cuando ingerimos
la comida ordinaria la asimilamos a nuestro ser porque somos más poderosos que
ella, mientras que cuando recibimos a Cristo, el alimento divino, realmente
presente y más poderoso que nosotros, nos transforma en Él si no halla
obstáculo a tal conversión.
Veamos
lo que dijo San Juan María Vianney: Todas las buenas obras del mundo sumadas no pueden equipararse al Santo
Sacrificio de la Misa, porque son obras humanas, en tanto que la Misa es obra
de Dios. En comparación con ella, el martirio no es nada, porque es el
sacrificio que ofrece un hombre a Dios; en cambio, la Misa es el sacrificio que
ofrece Dios para el hombre.
Como dice el documento Lumen gentium del Concilio Vaticano II, la liturgia es fuente y cumbre de nuestra vida
cristiana. Es nuestra fuente de fortaleza, sabiduría, luz y auxilio, tanto en
esta vida como en la venidera, para la que tenemos que prepararnos a lo largo
de ésta, como nos recuerda la Iglesia en Adviento al recordarnos la segunda
venida de Cristo, de la cual se podría decir que la muerte de cada uno
constituye un ensayo: cuando Cristo viene
personalmente a cada uno de nosotros para llevarnos a la gloria o a la
ignominia.
«El ángel del Señor anunció a María, y Ella concibió por obra del
Espíritu Santo.» En la Misa de los
catecúmenos (o la liturgia de la Palabra) el Señor nos proclama su palabra; en
la Misa de los fieles (o la liturgia de la Eucaristía), recibimos al Verbo
encarnado, concebido por el Espíritu Santo. La Misa es nuestra Anunciación
perpetua, nuestro Adviento a lo largo de la vida. La temporada litúrgica que la
Iglesia denomina Adviento es, por tanto, muy apropiada para la Misa diaria. Les
deseo un Adviento muy fructífero espiritualmente para que contribuyan de forma
invisible pero muy real a la purificación y santificación de la Iglesia
militante que todos anhelamos.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada. Artículo original)
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