EXHORTACIÓN APOSTÓLICA GAUDETE ET EXSULTATE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO SOBRE EL LLAMADO A LA SANTIDAD EN EL MUNDO ACTUAL
CAPÍTULO PRIMERO
EL LLAMADO A LA SANTIDAD
Los santos que nos alientan y acompañan.
Los santos de la puerta de al lado.
El Señor llama.
También para ti.
Tu misión en Cristo.
La actividad que santifica.
Más vivos, más humanos.
EL LLAMADO A LA SANTIDAD
Los santos que nos alientan y acompañan.
Los santos de la puerta de al lado.
El Señor llama.
También para ti.
Tu misión en Cristo.
La actividad que santifica.
Más vivos, más humanos.
CAPÍTULO SEGUNDO
DOS SUTILES ENEMIGOS DE LA SANTIDAD
El gnosticismo actual.
Una mente sin Dios y sin carne.
Una doctrina sin misterio.
Los límites de la razón.
El pelagianismo actual.
Una voluntad sin humildad.
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada.
Los nuevos pelagianos.
El resumen de la Ley.
DOS SUTILES ENEMIGOS DE LA SANTIDAD
El gnosticismo actual.
Una mente sin Dios y sin carne.
Una doctrina sin misterio.
Los límites de la razón.
El pelagianismo actual.
Una voluntad sin humildad.
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada.
Los nuevos pelagianos.
El resumen de la Ley.
CAPÍTULO TERCERO
A LA LUZ DEL MAESTRO
A contracorriente
«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»
«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados»
«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios»
«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios»
«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»
El gran protocolo
Por fidelidad al Maestro
Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio
El culto que más le agrada
A LA LUZ DEL MAESTRO
A contracorriente
«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»
«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados»
«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios»
«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios»
«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»
El gran protocolo
Por fidelidad al Maestro
Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio
El culto que más le agrada
CAPÍTULO CUARTO
ALGUNAS NOTAS DE LA SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
Aguante, paciencia y mansedumbre.
Alegría y sentido del humor.
Audacia y fervor.
En comunidad.
En oración constante.
ALGUNAS NOTAS DE LA SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
Aguante, paciencia y mansedumbre.
Alegría y sentido del humor.
Audacia y fervor.
En comunidad.
En oración constante.
CAPÍTULO QUINTO
COMBATE, VIGILANCIA Y DISCERNIMIENTO
El combate y la vigilancia.
Algo más que un mito.
Despiertos y confiados.
La corrupción espiritual.
El discernimiento.
Una necesidad imperiosa.
Siempre a la luz del Señor.
Un don sobrenatural.
Habla, Señor.
La lógica del don y de la cruz.
COMBATE, VIGILANCIA Y DISCERNIMIENTO
El combate y la vigilancia.
Algo más que un mito.
Despiertos y confiados.
La corrupción espiritual.
El discernimiento.
Una necesidad imperiosa.
Siempre a la luz del Señor.
Un don sobrenatural.
Habla, Señor.
La lógica del don y de la cruz.
+++
- «Alegraos y
regocijaos» (Mt5,12), dice Jesús
a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide
todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual
fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con
una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras
páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la
santidad. Así se lo proponía el Señor a Abraham: «Camina
en mi presencia y sé perfecto» (Gn17,1).
- No es de esperar aquí un
tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y distinciones que
podrían enriquecer este importante tema, o con análisis que podrían
hacerse acerca de los medios de santificación. Mi humilde objetivo es
hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo
en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a
cada uno de nosotros el Señor nos eligió «para
que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef1,4).
CAPÍTULO PRIMERO
EL LLAMADO A LA
SANTIDAD
Los santos que nos alientan y
acompañan
- En la carta a los Hebreos se
mencionan distintos testimonios que nos animan a que «corramos, con constancia, en la carrera que nos
toca» (12,1). Allí se habla de Abraham, de Sara, de Moisés, de
Gedeón y de varios más (cf.11,1-12,3) y sobre todo se nos invita a
reconocer que tenemos «una nube tan ingente de
testigos» (12,1) que nos alientan a no detenernos en el camino, nos
estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar
nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2Tm 1,5). Quizá
su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas
siguieron adelante y agradaron al Señor.
- Los santos que ya han
llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y
comunión. Lo atestigua el libro del Apocalipsis cuando habla de los
mártires que interceden: «Vi debajo del altar
las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del
testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo,
Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia?”» (6,9-10).
Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y
conducidos por los amigos de Dios […] No tengo que llevar yo solo lo que,
en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos
de Dios me protege, me sostiene y me conduce» [1].
- En los procesos de
beatificación y canonización se tienen en cuenta los signos de heroicidad
en el ejercicio de las virtudes, la entrega de la vida en el martirio y
también los casos en que se haya verificado un ofrecimiento de la propia
vida por los demás, sostenido hasta la muerte. Esa ofrenda expresa una
imitación ejemplar de Cristo, y es digna de la admiración de los fieles[2].
Recordemos, por ejemplo, a la beata María Gabriela Sagheddu, que ofreció
su vida por la unión de los cristianos.
Los santos de la puerta
de al lado
- No pensemos solo en los ya
beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas
partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue
voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente,
sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que
le confesara en verdad y le sirviera santamente»
[3].
El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No
existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva
solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la
compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la
comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la
dinámica de un pueblo.
- Me gusta ver la santidad en
el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus
hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su
casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En
esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la
Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de
nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra
expresión, «la clase media de la santidad» [4].
- Dejémonos estimular por los
signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes
miembros de ese pueblo que «participa también
de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre
todo con la vida de fe y caridad» [5].
Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través
de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes
profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida
mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de
la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre
las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a
las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida
personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será
revelado» [6].
- La santidad es el rostro más
bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos
muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de
su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo» [7].
Por otra parte, san Juan
Pablo IInos recordó que «el testimonio
ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho
patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes» [8].
En la hermosa conmemoración ecuménica que él quiso celebrar en el Coliseo,
durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte que
la de los factores de división» [9].
El Señor llama
- Todo esto es importante. Sin
embargo, lo que quisiera recordar con esta Exhortación es sobre todo el
llamado a la santidad que el Señor hace a cada uno de nosotros, ese
llamado que te dirige también a ti: «Sed
santos, porque yo soy santo» (Lv11,45; cf. 1P1,16).
El Concilio
Vaticano II lo destacó con fuerza: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado,
fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados
por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad
con la que es perfecto el mismo Padre» [10].
- «Cada uno por
su camino», dice el Concilio. Entonces,
no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que
le parecen inalcanzables. Hay testimonios que son útiles para estimularnos
y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso hasta
podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para
nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino
y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto
en él (cf. 1 Co12, 7), y no que se desgaste intentando imitar
algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser
testigos, pero «existen muchas formas
existenciales de testimonio» [11].
De hecho, cuando el gran místico san Juan de la Cruz escribía su Cántico Espiritual, prefería evitar
reglas fijas para todos y explicaba que sus versos estaban escritos para
que cada uno los aproveche «según su modo» [12].
Porque la vida divina se comunica «a unos en
una manera y a otros en otra» [13].
- Dentro de las formas
variadas, quiero destacar que el «genio
femenino» también se manifiesta en estilos femeninos de santidad,
indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo.
Precisamente, aun en épocas en que las mujeres fueron más relegadas, el
Espíritu Santo suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos dinamismos
espirituales e importantes reformas en la Iglesia. Podemos mencionar a
santa Hildegarda de Bingen, santa Brígida, santa Catalina de Siena, santa
Teresa de Ávila o santa Teresa de Lisieux. Pero me interesa recordar a
tantas mujeres desconocidas u olvidadas quienes, cada una a su modo, han
sostenido y transformado familias y comunidades con la potencia de su
testimonio.
- Esto debería entusiasmar y
alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese proyecto único e
irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de
que salieras del seno materno, te consagré» (Jr1,5).
También para ti
- Para ser santos no es
necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces
tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a
quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones
ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos
estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio
testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se
encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu
entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu
esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo
cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los
hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a
los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el
bien común y renunciando a tus intereses personales[14].
- Deja que la gracia de tu
Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto
a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te
desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea
posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu
vida (cf. Ga5,22-23). Cuando sientas la tentación de enredarte
en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: «Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes
realizar el milagro de hacerme un poco mejor». En la Iglesia, santa
y compuesta de pecadores, encontrarás todo lo que necesitas para crecer
hacia la santidad. El Señor la ha llenado de dones con la Palabra, los
sacramentos, los santuarios, la vida de las comunidades, el testimonio de
sus santos, y una múltiple belleza que procede del amor del Señor, «como novia que se adorna con sus joyas» (Is61,10).
- Esta santidad a la que el
Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora
va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a
hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un
paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de
sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con
paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un
momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el
rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la
calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño.
Ese es otro paso.
- A veces la vida presenta
desafíos mayores y a través de ellos el Señor nos invita a nuevas
conversiones que permiten que su gracia se manifieste mejor en nuestra
existencia «para que participemos de su santidad»
(Hb12,10). Otras veces solo se trata de encontrar una forma
más perfecta de vivir lo que ya hacemos: «Hay
inspiraciones que tienden solamente a una extraordinaria perfección de los
ejercicios ordinarios de la vida» [15].
Cuando el Cardenal Francisco Javier Nguyên van Thuân estaba en la cárcel,
renunció a desgastarse esperando su liberación. Su opción fue «vivir el momento presente colmándolo de amor»;
y el modo como se concretaba esto era: «Aprovecho
las ocasiones que se presentan cada día para realizar acciones ordinarias
de manera extraordinaria» [16].
- Así, bajo el impulso de la
gracia divina, con muchos gestos vamos construyendo esa figura de santidad
que Dios quería, pero no como seres autosuficientes sino «como buenos administradores de la multiforme gracia
de Dios» (1P4,10). Bien nos enseñaron los Obispos de Nueva
Zelanda que es posible amar con el amor incondicional del Señor, porque el
Resucitado comparte su vida poderosa con nuestras frágiles vidas: «Su amor no tiene límites y una vez dado nunca se
echó atrás. Fue incondicional y permaneció fiel. Amar así no es fácil
porque muchas veces somos tan débiles. Pero precisamente para tratar de
amar como Cristo nos amó, Cristo comparte su propia vida resucitada con
nosotros. De esta manera, nuestras vidas demuestran su poder en acción,
incluso en medio de la debilidad humana» [17].
Tu misión en Cristo
- Para un cristiano no es
posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un
camino de santidad, porque «esta es la
voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Ts4,3). Cada
santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en
un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio.
- Esa misión tiene su sentido
pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es
vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la
muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y
resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en
la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su
vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y
otras manifestaciones de su entrega por amor. La contemplación de estos
misterios, como proponía san Ignacio de Loyola, nos orienta a hacerlos
carne en nuestras opciones y actitudes[18].
Porque «todo en la vida de Jesús es signo de su
misterio» [19],
«toda la vida de Cristo es Revelación del
Padre» [20],
«toda la vida de Cristo es misterio de
Redención» [21],
«toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación»
[22],
y «todo lo que Cristo vivió hace que podamos
vivirlo en él y que él lo viva en nosotros» [23].
- El designio del Padre es
Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo amando en nosotros,
porque «la santidad no es sino la caridad
plenamente vivida» [24].
Por lo tanto, «la santidad se mide por la
estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza
del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya» [25].
Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de
Jesucristo y regala a su pueblo.
- Para reconocer cuál es esa
palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene
entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y
caídas. No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no
todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el
conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que
refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el
sentido de la totalidad de su persona[26].
- Esto es un fuerte llamado de
atención para todos nosotros. Tú también necesitas concebir la totalidad
de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y
reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué
espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que
debas tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y
permítele que forje en ti ese misterio personal que refleje a Jesucristo
en el mundo de hoy.
- Ojalá puedas reconocer cuál
es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu
vida. Déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea
posible, y así tu preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá
también en medio de tus errores y malos momentos, con tal que no abandones
el camino del amor y estés siempre abierto a su acción sobrenatural que
purifica e ilumina.
La actividad que
santifica
- Como no puedes entender a
Cristo sin el reino que él vino a traer, tu propia misión es inseparable
de la construcción de ese reino: «Buscad sobre
todo el reino de Dios y su justicia» (Mt6, 33). Tu
identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir,
con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere
vivirlo contigo, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y
también en las alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por lo tanto,
no te santificarás sin entregarte en cuerpo y alma para dar lo mejor de ti
en ese empeño.
- No es sano amar el silencio
y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la
actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser
aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y
se incorpora en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la
contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el
ejercicio responsable y generoso de la propia misión.
- ¿Acaso el Espíritu Santo
puede lanzarnos a cumplir una misión y al mismo tiempo pedirnos que
escapemos de ella, o que evitemos entregarnos totalmente para preservar la
paz interior? Sin embargo, a veces tenemos la tentación de relegar la
entrega pastoral o el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como
si fueran «distracciones» en el camino
de la santificación y de la paz interior. Se olvida que «no es que la vida tenga una misión, sino que es
misión» [27].
- Una tarea movida por la
ansiedad, el orgullo, la necesidad de aparecer y de dominar, ciertamente
no será santificadora. El desafío es vivir la propia entrega de tal manera
que los esfuerzos tengan un sentido evangélico y nos identifiquen más y
más con Jesucristo. De ahí que suela hablarse, por ejemplo, de una
espiritualidad del catequista, de una espiritualidad del clero diocesano,
de una espiritualidad del trabajo. Por la misma razón, en Evangelii
gaudium quise concluir con una espiritualidad de la
misión, en Laudato
si’ con una espiritualidad ecológica y en Amoris
laetitia con
una espiritualidad de la vida familiar.
- Esto no implica despreciar
los momentos de quietud, soledad y silencio ante Dios. Al contrario.
Porque las constantes novedades de los recursos tecnológicos, el atractivo
de los viajes, las innumerables ofertas para el consumo, a veces no dejan
espacios vacíos donde resuene la voz de Dios. Todo se llena de palabras,
de disfrutes epidérmicos y de ruidos con una velocidad siempre mayor. Allí
no reina la alegría sino la insatisfacción de quien no sabe para qué vive.
¿Cómo no reconocer entonces que necesitamos detener esa carrera frenética
para recuperar un espacio personal, a veces doloroso pero siempre fecundo,
donde se entabla el diálogo sincero con Dios? En algún momento tendremos
que percibir de frente la propia verdad, para dejarla invadir por el
Señor, y no siempre se logra esto si uno «no
se ve al borde del abismo de la tentación más agobiante, si no siente el
vértigo del precipicio del más desesperado abandono, si no se encuentra
absolutamente solo, en la cima de la soledad más radical» [28].
Así encontramos las grandes motivaciones que nos impulsan a vivir a fondo
las propias tareas.
- Los mismos recursos de
distracción que invaden la vida actual nos llevan también a absolutizar el
tiempo libre, en el cual podemos utilizar sin límites esos dispositivos
que nos brindan entretenimiento o placeres efímeros[29].
Como consecuencia, es la propia misión la que se resiente, es el
compromiso el que se debilita, es el servicio generoso y disponible el que
comienza a retacearse. Eso desnaturaliza la experiencia espiritual. ¿Puede
ser sano un fervor espiritual que conviva con una acedia en la acción
evangelizadora o en el servicio a los otros?
- Nos hace falta un espíritu
de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la
intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea
expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos
los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación.
Más vivos, más humanos
- No tengas miedo de la
santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque
llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu
propio ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a
reconocer nuestra propia dignidad. Esto se refleja en santa Josefina
Bakhita, quien fue «secuestrada y vendida como
esclava a la tierna edad de siete años, sufrió mucho en manos de amos
crueles. Pero llegó a comprender la profunda verdad de que Dios, y no el
hombre, es el verdadero Señor de todo ser humano, de toda vida humana.
Esta experiencia se transformó en una fuente de gran sabiduría para esta
humilde hija de África» [30].
- En la medida en que se
santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo. Los Obispos
de África occidental nos enseñaron: «Estamos
siendo llamados, en el espíritu de la nueva evangelización, a ser
evangelizados y a evangelizar a través del empoderamiento de todos los
bautizados para que asumáis vuestros roles como sal de la tierra y luz del
mundo donde quiera que os encontréis» [31].
- No tengas miedo de apuntar
más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte
guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque
es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo,
como decía León Bloy, en la vida «existe una
sola tristeza, la de no ser santos» [32].
CAPÍTULO SEGUNDO
DOS SUTILES ENEMIGOS DE
LA SANTIDAD
- En este marco, quiero llamar
la atención acerca de dos falsificaciones de la santidad que podrían
desviarnos del camino: el gnosticismo y el pelagianismo. Son dos herejías
que surgieron en los primeros siglos cristianos, pero que siguen teniendo
alarmante actualidad. Aun hoy los corazones de muchos cristianos, quizá
sin darse cuenta, se dejan seducir por estas propuestas engañosas. En
ellas se expresa un inmanentismo antropocéntrico disfrazado de verdad
católica.[33]Veamos
estas dos formas de seguridad doctrinal o disciplinaria que dan lugar «a un elitismo narcisista y autoritario, donde en
lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás,
y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en
controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan
verdaderamente» [34].
El gnosticismo actual
- El gnosticismo supone «una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo
interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y
conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva
el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus
sentimientos» [35].
Una mente sin Dios y sin carne
- Gracias a Dios, a lo largo
de la historia de la Iglesia quedó muy claro que lo que mide la perfección
de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos
que acumulen. Los «gnósticos» tienen
una confusión en este punto, y juzgan a los demás según la capacidad que
tengan de comprender la profundidad de determinadas doctrinas. Conciben
una mente sin encarnación, incapaz de tocar la carne sufriente de Cristo
en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al
descarnar el misterio finalmente prefieren «un
Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo» [36].
- En definitiva, se trata de
una superficialidad vanidosa: mucho movimiento en la superficie de la
mente, pero no se mueve ni se conmueve la profundidad del pensamiento. Sin
embargo, logra subyugar a algunos con una fascinación engañosa, porque el
equilibrio gnóstico es formal y supuestamente aséptico, y puede asumir el
aspecto de una cierta armonía o de un orden que lo abarca todo.
- Pero estemos atentos. No me
refiero a los racionalistas enemigos de la fe cristiana. Esto puede
ocurrir dentro de la Iglesia, tanto en los laicos de las parroquias como
en quienes enseñan filosofía o teología en centros de formación. Porque
también es propio de los gnósticos creer que con sus explicaciones ellos
pueden hacer perfectamente comprensible toda la fe y todo el Evangelio.
Absolutizan sus propias teorías y obligan a los demás a someterse a los
razonamientos que ellos usan. Una cosa es un sano y humilde uso de la
razón para reflexionar sobre la enseñanza teológica y moral del Evangelio;
otra es pretender reducir la enseñanza de Jesús a una lógica fría y dura
que busca dominarlo todo [37].
Una doctrina sin misterio
- El gnosticismo es una de las
peores ideologías, ya que, al mismo tiempo que exalta indebidamente el
conocimiento o una determinada experiencia, considera que su propia visión
de la realidad es la perfección. Así, quizá sin advertirlo, esta ideología
se alimenta a sí misma y se enceguece aún más. A veces se vuelve
especialmente engañosa cuando se disfraza de una espiritualidad
desencarnada. Porque el gnosticismo «por su
propia naturaleza quiere domesticar el misterio»
[38],
tanto el misterio de Dios y de su gracia, como el misterio de la vida de
los demás.
- Cuando alguien tiene
respuestas a todas las preguntas, demuestra que no está en un sano camino
y es posible que sea un falso profeta, que usa la religión en beneficio
propio, al servicio de sus elucubraciones psicológicas y mentales. Dios
nos supera infinitamente, siempre es una sorpresa y no somos nosotros los
que decidimos en qué circunstancia histórica encontrarlo, ya que no
depende de nosotros determinar el tiempo y el lugar del encuentro. Quien
lo quiere todo claro y seguro pretende dominar la trascendencia de Dios.
- Tampoco se puede pretender
definir dónde no está Dios, porque él está misteriosamente en la vida de
toda persona, está en la vida de cada uno como él quiere, y no podemos
negarlo con nuestras supuestas certezas. Aun cuando la existencia de
alguien haya sido un desastre, aun cuando lo veamos destruido por los
vicios o las adicciones, Dios está en su vida. Si nos dejamos guiar por el
Espíritu más que por nuestros razonamientos, podemos y debemos buscar al
Señor en toda vida humana. Esto es parte del misterio que las mentalidades
gnósticas terminan rechazando, porque no lo pueden controlar.
Los límites de la razón
- Nosotros llegamos a
comprender muy pobremente la verdad que recibimos del Señor. Con mayor
dificultad todavía logramos expresarla. Por ello no podemos pretender que
nuestro modo de entenderla nos autorice a ejercer una supervisión estricta
de la vida de los demás. Quiero recordar que en la Iglesia conviven
lícitamente distintas maneras de interpretar muchos aspectos de la
doctrina y de la vida cristiana que, en su variedad, «ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra». Es
verdad que «a quienes sueñan con una doctrina
monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una
imperfecta dispersión» [39].
Precisamente, algunas corrientes gnósticas despreciaron la sencillez tan
concreta del Evangelio e intentaron reemplazar al Dios trinitario y
encarnado por una Unidad superior donde desaparecía la rica multiplicidad
de nuestra historia.
- En realidad, la doctrina, o
mejor, nuestra comprensión y expresión de ella, «no
es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar
interrogantes, dudas, cuestionamientos», y «las
preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas, sus sueños, sus
luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no podemos
ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus
preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan» [40].
- Con frecuencia se produce
una peligrosa confusión: creer que porque sabemos algo o podemos
explicarlo con una determinada lógica, ya somos santos, perfectos, mejores
que la «masa ignorante». A todos los
que en la Iglesia tienen la posibilidad de una formación más alta,
san Juan
Pablo II les advertía de la tentación de desarrollar «un cierto sentimiento de superioridad respecto a
los demás fieles» [41].
Pero en realidad, eso que creemos saber debería ser siempre una motivación
para responder mejor al amor de Dios, porque «se
aprende para vivir: teología y santidad son un binomio inseparable» [42].
- Cuando san Francisco de Asís
veía que algunos de sus discípulos enseñaban la doctrina, quiso evitar la
tentación del gnosticismo. Entonces escribió esto a san Antonio de Padua: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los
hermanos con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de
oración y devoción» [43].
Él reconocía la tentación de convertir la experiencia cristiana en un
conjunto de elucubraciones mentales que terminan alejándonos de la
frescura del Evangelio. San Buenaventura, por otra parte, advertía que la
verdadera sabiduría cristiana no se debe desconectar de la misericordia
hacia el prójimo: «La mayor sabiduría que
puede existir consiste en difundir fructuosamente lo que uno tiene para
dar, lo que se le ha dado precisamente para que lo dispense. […] Por eso,
así como la misericordia es amiga de la sabiduría, la avaricia es su
enemiga» [44].
«Hay una actividad que al unirse a la
contemplación no la impide, sino que la facilita, como las obras de
misericordia y piedad» [45].
El pelagianismo actual
- El gnosticismo dio lugar a
otra vieja herejía, que también está presente hoy. Con el paso del tiempo,
muchos comenzaron a reconocer que no es el conocimiento lo que nos hace
mejores o santos, sino la vida que llevamos. El problema es que esto se
degeneró sutilmente, de manera que el mismo error de los gnósticos
simplemente se transformó, pero no fue superado.
- Porque el poder que los
gnósticos atribuían a la inteligencia, algunos comenzaron a atribuírselo a
la voluntad humana, al esfuerzo personal. Así surgieron los pelagianos y
los semipelagianos. Ya no era la inteligencia lo que ocupaba el lugar del
misterio y de la gracia, sino la voluntad. Se olvidaba que «todo depende no del querer o del correr, sino de la
misericordia de Dios» (Rm9,16) y que «él nos amó primero» (1Jn 4,19).
Una voluntad sin humildad
- Los que responden a esta
mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de la gracia de Dios
con discursos edulcorados «en el fondo solo
confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir
determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo
católico» [46].
Cuando algunos de ellos se dirigen a los débiles diciéndoles que todo se
puede con la gracia de Dios, en el fondo suelen transmitir la idea de que
todo se puede con la voluntad humana, como si ella fuera algo puro, perfecto,
omnipotente, a lo que se añade la gracia. Se pretende ignorar que «no todos pueden todo»
[47],
y que en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y
definitivamente por la gracia[48].
En cualquier caso, como enseñaba san Agustín, Dios te invita a hacer lo
que puedas y a pedir lo que no puedas[49];
o bien a decirle al Señorhumildemente: «Dame
lo que me pides y pídeme lo que quieras»
[50].
- En el fondo, la falta de un
reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que
impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio
para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real
de crecimiento[51].
La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace
superhombres de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros
mismos. En este caso, detrás de la ortodoxia, nuestras actitudes pueden no
corresponder a lo que afirmamos sobre la necesidad de la gracia, y en los
hechos terminamos confiando poco en ella. Porque si no advertimos nuestra
realidad concreta y limitada, tampoco podremos ver los pasos reales y
posibles que el Señor nos pide en cada momento, después de habernos
capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa históricamente y, de
ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva[52].
Por ello, si rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho
podemos llegar a negarla y bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras
palabras.
- Cuando Dios se dirige a
Abraham le dice: «Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y
sé perfecto» (Gn17,1). Para poder ser
perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su
presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él
reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el
miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que
nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de
pensar nuestra existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad
(cf. Sal 139,7). Y si ya no ponemos distancias frente a
Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro
corazón para ver si va por el camino correcto (cf. Sal 139,23-24).
Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2)
y dejaremos que él nos moldee como un alfarero (cf. Is 29,16).
Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir
que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su
amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor
todos los días de mi vida (cf. Sal 27,4). «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa»
(Sal 84,11). En él somos santificados.
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces
olvidada
- La Iglesia enseñó reiteradas
veces que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos,
sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa. Los Padres de la
Iglesia, aun antes de san Agustín, expresaban con claridad esta convicción
primaria. San Juan Crisóstomo decía que Dios derrama en nosotros la fuente
misma de todos los dones antes de que nosotros hayamos entrado en el
combate[53].
San Basilio Magno remarcaba que el fiel se gloría solo en Dios, porque «reconoce estar privado de la verdadera justicia y
que es justificado únicamente mediante la fe en Cristo»
[54].
- El II Sínodo de Orange
enseñó con firme autoridad que nada humano puede exigir, merecer o comprar
el don de la gracia divina, y que todo lo que pueda cooperar con ella es
previamente don de la misma gracia: «Aun el
querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre
nosotros del Espíritu Santo» [55].
Posteriormente, aun cuando el Concilio de Trento destacó la importancia de
nuestra cooperación para el crecimiento espiritual, reafirmó aquella
enseñanza dogmática: «Se dice que somos
justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la
justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la
justificación; “porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo
la gracia ya no sería gracia” (Rm11,6)» [56].
- El Catecismo
de la Iglesia Católicatambién nos recuerda que el don de la gracia
«sobrepasa las capacidades de la inteligencia
y las fuerzas de la voluntad humana» [57],
y que «frente a Dios no hay, en el sentido de
un derecho estricto, mérito alguno de parte del hombre. Entre él y
nosotros la desigualdad no tiene medida» [58].
Su amistad nos supera infinitamente, no puede ser comprada por nosotros
con nuestras obras y solo puede ser un regalo de su iniciativa de amor.
Esto nos invita a vivir con una gozosa gratitud por ese regalo que nunca
mereceremos, puesto que «después que uno ya
posee la gracia, no puede la gracia ya recibida caer bajo mérito» [59].
Los santos evitan depositar la confianza en sus acciones: «En el atardecer de esta vida me presentaré ante ti
con las manos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis
obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos» [60].
- Esta es una de las grandes
convicciones definitivamente adquiridas por la Iglesia, y está tan
claramente expresada en la Palabra de Dios que queda fuera de toda
discusión. Así como el supremo mandamiento del amor, esta verdad debería
marcar nuestro estilo de vida, porque bebe del corazón del Evangelio y nos
convoca no solo a aceptarla con la mente, sino a convertirla en un gozo
contagioso. Pero no podremos celebrar con gratitud el regalo gratuito de
la amistad con el Señor si no reconocemos que aun nuestra existencia
terrena y nuestras capacidades naturales son un regalo. Necesitamos «consentir jubilosamente que nuestra realidad sea
dádiva, y aceptar aun nuestra libertad como gracia. Esto es lo difícil hoy
en un mundo que cree tener algo por sí mismo, fruto de su propia
originalidad o de su libertad» [61].
- Solamente a partir del don
de Dios, libremente acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con
nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más[62].
Lo primero es pertenecer a Dios. Se trata de ofrecernos a él que nos primorea,
de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra
el mal y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se
desarrolle en nosotros: «Os exhorto, pues,
hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos
como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rm12,1). Por
otra parte, la Iglesia siempre enseñó que solo la caridad hace posible el
crecimiento en la vida de la gracia, porque si no tengo caridad, no soy
nada (cf. 1Co 13,2).
Los nuevos pelagianos
- Todavía hay cristianos que
se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias
fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia
capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista
privada del verdadero amor. Se manifiesta en muchas actitudes
aparentemente distintas: la obsesión por la ley, la fascinación por
mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en el cuidado de
la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la vanagloria
ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las dinámicas de
autoayuda y de realización autorreferencial. En esto algunos cristianos
gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar por el
Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura
y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas
multitudes sedientas de Cristo[63].
- Muchas veces, en contra del
impulso del Espíritu, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de
museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando algunos grupos
cristianos dan excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas
propias, costumbres o estilos. De esa manera, se suele reducir y
encorsetar el Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal. Es
quizás una forma sutil de pelagianismo, porque parece someter la vida de
la gracia a unas estructuras humanas. Esto afecta a grupos, movimientos y
comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces comienzan con una
intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados… o corruptos.
- Sin darnos cuenta, por
pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por normas y
estructuras eclesiales, complicamos el Evangelio y nos volvemos esclavos
de un esquema que deja pocos resquicios para que la gracia actúe. Santo
Tomás de Aquino nos recordaba que los preceptos añadidos al Evangelio por
la Iglesia deben exigirse con moderación «para
no hacer pesada la vida a los fieles», porque así «se convertiría nuestra religión en una esclavitud» [64].
El resumen de la Ley
- En orden a evitarlo, es sano
recordar frecuentemente que existe una jerarquía de virtudes, que nos
invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes teologales,
que tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad.
San Pablo dice que lo que cuenta de verdad es «la
fe que actúa por el amor» (Ga5,6). Estamos llamados a cuidar
atentamente la caridad: «El que ama ha
cumplido el resto de la ley […] por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm13,8.10).
«Porque toda la ley se cumple en una sola
frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).
- Dicho con otras palabras: en
medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una
brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano.
No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros,
o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada
hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado,
está presente la imagen misma de Dios. En efecto, el Señor, al final de
los tiempos, plasmará su obra de arte con el desecho de esta humanidad
vulnerable. Pues, «¿qué es lo que queda?, ¿qué
es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no
desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no
desaparecen» [65].
- ¡Que el Señor libere a la
Iglesia de las nuevas formas de gnosticismo y de pelagianismo que la
complican y la detienen en su camino hacia la santidad! Estas desviaciones
se expresan de diversas formas, según el propio temperamento y las propias
características. Por eso exhorto a cada uno a preguntarse y a discernir
frente a Dios de qué manera pueden estar manifestándose en su vida.
CAPÍTULO TERCERO
A LA LUZ DEL MAESTRO
- Puede haber muchas teorías
sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones. Esa
reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las
palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó
con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las
bienaventuranzas (cf. Mt5,3-12; Lc6,20-23). Son
como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se
plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para
llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es
necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las
bienaventuranzas[66].
En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a
transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.
- La palabra «feliz» o «bienaventurado»,
pasa a ser sinónimo de «santo», porque
expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la
entrega de sí, la verdadera dicha.
A contracorriente
- Aunque las palabras de Jesús
puedan parecernos poéticas, sin embargo, van muy a contracorriente con
respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si
bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia
otro estilo de vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo
liviano o superficial; al contrario, ya que solo podemos vivirlas si el
Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la
debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo.
- Volvamos a escuchar a Jesús,
con todo el amor y el respeto que merece el Maestro. Permitámosle que nos
golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un cambio
real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras. Recordamos
ahora las distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo
(cf. Mt5,3-12)[67].
«Felices los pobres de espíritu, porque
de ellos es el reino de los cielos»
- El Evangelio nos invita a
reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde colocamos la
seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus
riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en
la tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico
insensato, de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba que podría
morir ese mismo día (cf. Lc12,16-21).
- Las riquezas no te aseguran
nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí
mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos
ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los
mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que
tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante
novedad.
- Esta pobreza de espíritu está
muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que proponía san Ignacio
de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas
criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre
albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de
nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que
deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás» [68].
- Lucas no habla de una
pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a
secas (cf. Lc6,20), y así nos invita también a una existencia
austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de los
más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a
configurarnos con Jesús, que «siendo rico se
hizo pobre» (2Co 8,9).
Ser
pobre en el corazón, esto es santidad.
«Felices los mansos, porque heredarán
la tierra»
- Es una expresión fuerte, en
este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por
doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos
a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de
hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la
vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de
los otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro
estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos
y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira
a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt21,5;
cf. Za9,9).
- Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón,
y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt11,29). Si
vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados.
Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin
sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar
energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los
defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades» [69].
- Pablo menciona la
mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga5,23).
Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano,
nos acerquemos a corregirle, pero «con
espíritu de mansedumbre» (Ga6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.).
Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con
mansedumbre (cf. 1 P3,16), y hasta los adversarios
deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia
muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la
Palabra divina.
- La mansedumbre es otra
expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios.
De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a
los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy
tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal
vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre
mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán
cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá
de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan
en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal37,9.11).
Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En
ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis
palabras» (Is 66,2).
Reaccionar
con humilde mansedumbre, esto es santidad.
«Felices los que lloran, porque ellos
serán consolados»
- El mundo nos propone lo
contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión,
y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira
hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la
familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las
situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías
por escapar de las circunstancias donde se hace presente el sufrimiento,
creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca, nunca, puede
faltar la cruz.
- La persona que ve las cosas
como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón,
es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente
feliz[70].
Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del
mundo. Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir
de las situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene
sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena,
aliviando a los demás. Esa persona siente que el otro es carne de su
carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece hasta
experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella
exhortación de san Pablo: «Llorad con los que
lloran» (Rm12,15).
Saber
llorar con los demás, esto es santidad.
«Felices los que tienen hambre y sed
de justicia, porque ellos quedarán saciados»
- «Hambre y sed»
son experiencias muy intensas, porque
responden a necesidades primarias y tienen que ver con el instinto de
sobrevivir. Hay quienes con esa intensidad desean la justicia y la buscan
con un anhelo tan fuerte. Jesús dice que serán saciados, ya que tarde o
temprano la justicia llega, y nosotros podemos colaborar para que sea
posible, aunque no siempre veamos los resultados de este empeño.
- Pero la justicia que propone
Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces manchada por
intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad nos
muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar
parte de esa política cotidiana del «doy para que me den», donde todo es
negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan
observando impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta de
la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan por
subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y
la sed de justicia que Jesús elogia.
- Tal justicia empieza por
hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las propias
decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y
débiles. Es cierto que la palabra «justicia» puede ser sinónimo de
fidelidad a la voluntad de Dios con toda nuestra vida, pero si le damos un
sentido muy general olvidamos que se manifiesta especialmente en la
justicia con los desamparados: «Buscad la
justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended
a la viuda» (Is1,17).
Buscar
la justicia con hambre y sed, esto es santidad.
«Felices los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia»
- La misericordia tiene dos
aspectos: es dar, ayudar, servir a los otros, y también perdonar,
comprender. Mateo lo resume en una regla de oro: «Todo
lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella» (7,12).
El Catecismo nos recuerda que esta ley se debe aplicar «en todos los casos» [71],
de manera especial cuando alguien «se ve a
veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y
la decisión difícil» [72].
- Dar y perdonar es intentar
reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la perfección de Dios,
que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el evangelio de
Lucas ya no escuchamos el «sed perfectos» (Mt5,48)
sino «sed misericordiosos como vuestro Padre
es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no
seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará» (6,36-38).
Y luego Lucas agrega algo que no deberíamos ignorar: «Con la medida con que midiereis se os medirá a
vosotros» (6,38). La medida que usemos para comprender y perdonar
se aplicará a nosotros para perdonarnos. La medida que apliquemos para
dar, se nos aplicará en el cielo para recompensarnos. No nos conviene
olvidarlo.
- Jesús no dice: «Felices los que planean venganza», sino que
llama felices a aquellos que perdonan y lo hacen «setenta
veces siete» (Mt18,22). Es necesario pensar que todos
nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido
mirados con compasión divina. Si nos acercamos sinceramente al Señor y
afinamos el oído, posiblemente escucharemos algunas veces este reproche: «¿No debías tú también tener compasión de tu
compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt18,33).
Mirar
y actuar con misericordia, esto es santidad.
«Felices los de corazón limpio,
porque ellos verán a Dios»
- Esta bienaventuranza se
refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad, porque
un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente contra
ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo. En la Biblia, el
corazón son nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y
deseamos, más allá de lo que aparentamos: «El
hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1S16,7).
Él busca hablarnos en el corazón (cf. Os 2,16) y allí
desea escribir su Ley (cf. Jr 31,33). En definitiva,
quiere darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26).
- Lo que más hay que cuidar es
el corazón (cf. Pr4,23). Nada manchado por la falsedad tiene
un valor real para el Señor. Él «huye de la
falsedad, se aleja de los pensamientos vacíos» (Sb1,5). El
Padre, que «ve en lo secreto» (Mt 6,6),
reconoce lo que no es limpio, es decir, lo que no es sincero, sino solo
cáscara y apariencia, así como el Hijo sabe también «lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2,25).
- Es cierto que no hay amor
sin obras de amor, pero esta bienaventuranza nos recuerda que el Señor
espera una entrega al hermano que brote del corazón, ya que «si repartiera todos mis bienes entre los
necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de
nada me serviría» (1Co13,3). En el evangelio de Mateo vemos
también que lo que viene de dentro del corazón es lo que contamina al
hombre (cf. 15,18),
porque de allí proceden los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y
demás cosas (cf. 15,19). En las intenciones del corazón se originan los
deseos y las decisiones más profundas que realmente nos mueven.
- Cuando el corazón ama a Dios
y al prójimo (cf. Mt22,36-40), cuando esa es su intención
verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a
Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad, recuerda que «ahora vemos como en un espejo, confusamente» (1Co 13,12),
pero en la medida que reine de verdad el amor, nos volveremos capaces de
ver «cara a cara» (ibíd.). Jesús
promete que los de corazón puro «verán a
Dios».
Mantener
el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad.
«Felices los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios»
- Esta bienaventuranza nos
hace pensar en las numerosas situaciones de guerra que se repiten. Para
nosotros es muy común ser agentes de enfrentamientos o al menos de
malentendidos. Por ejemplo, cuando escucho algo de alguien y voy a otro y
se lo digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la
difundo. Y si logro hacer más daño, parece que me provoca mayor
satisfacción. El mundo de las habladurías, hecho por gente que se dedica a
criticar y a destruir, no construye la paz. Esa gente más bien es enemiga
de la paz y de ningún modo bienaventurada[73].
- Los pacíficos son fuente de
paz, construyen paz y amistad social. A esos que se ocupan de sembrar paz
en todas partes, Jesús les hace una promesa hermosa: «Ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt5,9).
Él pedía a los discípulos que cuando llegaran a un hogar dijeran: «Paz a esta casa» (Lc10,5). La Palabra
de Dios exhorta a cada creyente para que busque la paz junto con todos
(cf. 2 Tm 2,22), porque «el fruto de la justicia se siembra en la paz para
quienes trabajan por la paz» (St 3,18). Y si en alguna
ocasión en nuestra comunidad tenemos dudas acerca de lo que hay que hacer,
«procuremos lo que favorece la paz» (Rm 14,19)
porque la unidad es superior al conflicto[74].
- No es fácil construir esta
paz evangélica que no excluye a nadie sino que integra también a los que
son algo extraños, a las personas difíciles y complicadas, a los que
reclaman atención, a los que son diferentes, a quienes están muy golpeados
por la vida, a los que tienen otros intereses. Es duro y requiere una gran
amplitud de mente y de corazón, ya que no se trata de «un consenso de escritorio o una efímera paz para
una minoría feliz» [75],
ni de un proyecto «de unos pocos para unos
pocos» [76].
Tampoco pretende ignorar o disimular los conflictos, sino «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y
transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso» [77].
Se trata de ser artesanos de la paz, porque construir la paz es un arte
que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza.
Sembrar
paz a nuestro alrededor, esto es santidad.
«Felices los perseguidos por causa de
la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»
- Jesús mismo remarca que este
camino va a contracorriente hasta el punto de convertirnos en seres que
cuestionan a la sociedad con su vida, personas que molestan. Jesús
recuerda cuánta gente es perseguida y ha sido perseguida sencillamente por
haber luchado por la justicia, por haber vivido sus compromisos con Dios y
con los demás. Si no queremos sumergirnos en una oscura mediocridad no
pretendamos una vida cómoda, porque «quien
quiera salvar su vida la perderá» (Mt16,25).
- No se puede esperar, para
vivir el Evangelio, que todo a nuestro alrededor sea favorable, porque
muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos juegan en
contra nuestra. San Juan
Pablo IIdecía que «está alienada
una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y
consumo, hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la
formación de esa solidaridad interhumana» [78].
En una sociedad así, alienada, atrapada en una trama política, mediática,
económica, cultural e incluso religiosa que impide un auténtico desarrollo
humano y social, se vuelve difícil vivir las bienaventuranzas, llegando
incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado.
- La cruz, sobre todo los
cansancios y los dolores que soportamos por vivir el mandamiento del amor
y el camino de la justicia, es fuente de maduración y de santificación.
Recordemos que cuando el Nuevo Testamento habla de los sufrimientos que
hay que soportar por el Evangelio, se refiere precisamente a las
persecuciones (cf. Hch5,41; Flp1,29; Col 1,24; 2 Tm 1,12; 1 P 2,20;
4,14-16; Ap 2,10).
- Pero hablamos de las
persecuciones inevitables, no de las que podamos ocasionarnos nosotros
mismos con un modo equivocado de tratar a los demás. Un santo no es
alguien raro, lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su
negatividad y sus resentimientos. No eran así los Apóstoles de Cristo. El
libro de los Hechos cuenta insistentemente que ellos gozaban de la simpatía
«de todo el pueblo» (2,47; cf. 4,21.33;
5,13) mientras algunas autoridades los acosaban y perseguían (cf. 4,1-3;
5,17-18).
- Las persecuciones no son una
realidad del pasado, porque hoy también las sufrimos, sea de manera
cruenta, como tantos mártires contemporáneos, o de un modo más sutil, a
través de calumnias y falsedades. Jesús dice que habrá felicidad cuando «os calumnien de cualquier modo por mi causa» (Mt5,11).
Otras veces se trata de burlas que intentan desfigurar nuestra fe y
hacernos pasar como seres ridículos.
Aceptar
cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga problemas, esto es santidad.
El gran protocolo
- En el capítulo 25 del
evangelio de Mateo (vv. 31-46), Jesús vuelve a detenerse en una de estas
bienaventuranzas, la que declara felices a los misericordiosos. Si
buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto
hallamos precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed
y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y
me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme»
(25,35-36).
Por fidelidad al Maestro
- Por lo tanto, ser santos no
significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan
Pablo II que «si verdaderamente
hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir
sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido
identificarse» [79].
El texto de Mateo25,35-36 «no es
una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que
ilumina el misterio de Cristo» [80].
En este llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el
mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con
las cuales todo santo intenta configurarse.
- Ante la contundencia de
estos pedidos de Jesús es mi deber rogar a los cristianos que los acepten
y reciban con sincera apertura, «sine
glossa», es decir, sin comentario, sin elucubraciones y excusas
que les quiten fuerza. El Señor nos dejó bien claro que la santidad no
puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias suyas, porque la
misericordia es «el corazón palpitante del
Evangelio» [81].
- Cuando encuentro a una
persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese
bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un
estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema
que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el
espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer
en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente
amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por
Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad
al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?[82]
- Esto implica para los
cristianos una sana y permanente insatisfacción. Aunque aliviar a una sola
persona ya justificaría todos nuestros esfuerzos, eso no nos basta. Los
Obispos de Canadá lo expresaron claramente mostrando que, en las
enseñanzas bíblicas sobre el Jubileo, por ejemplo, no se trata solo de
realizar algunas buenas obras sino de buscar un cambio social: «Para que las generaciones posteriores también
fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de
sistemas sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber
exclusión» [83].
Las ideologías que mutilan el corazón del
Evangelio
- Lamento que a veces las
ideologías nos lleven a dos errores nocivos. Por una parte, el de los
cristianos que separan estas exigencias del Evangelio de su relación
personal con el Señor, de la unión interior con él, de la gracia. Así se
convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística
luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Francisco de Asís, san
Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos grandes
santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les
disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo
lo contrario.
- También es nocivo e
ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de
los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista,
inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras
cosas más importantes o como si solo interesara una determinada ética o
una razón que ellos defienden. La defensa del inocente que no ha nacido,
por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego
la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada
persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de
los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono,
la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los
enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud,
y en toda forma de descarte[84].
No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de
este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a
las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde
afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente.
- Suele escucharse que, frente
al relativismo y a los límites del mundo actual, sería un asunto menor la
situación de los migrantes, por ejemplo. Algunos católicos afirman que es
un tema secundario al lado de los temas «serios»
de la bioética. Que diga algo así un político preocupado por sus
éxitos se puede comprender; pero no un cristiano, a quien solo le cabe la
actitud de ponerse en los zapatos de ese hermano que arriesga su vida para
dar un futuro a sus hijos. ¿Podemos reconocer que es precisamente eso lo
que nos reclama Jesucristo cuando nos dice que a él mismo lo recibimos en
cada forastero (cf. Mt25,35) San Benito lo había asumido sin
vueltas y, aunque eso pudiera «complicar» la vida de los monjes,
estableció que a todos los huéspedes que se presentaran en el monasterio
se los acogiera «como a Cristo» [85],
expresándolo aun con gestos de adoración[86],
y que a los pobres y peregrinos se los tratara «con
el máximo cuidado y solicitud» [87].
- Algo semejante plantea el
Antiguo Testamento cuando dice: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante,
pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Ex22,20).
«Si un emigrante reside con vosotros en
vuestro país, no lo oprimiréis. El emigrante que reside entre vosotros
será para vosotros como el indígena: lo amarás como a ti mismo, porque
emigrantes fuisteis en Egipto» (Lv19,33-34). Por lo tanto,
no se trata de un invento de un Papa o de un delirio pasajero. Nosotros
también, en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de
iluminación espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se
preguntaba qué es lo que agrada a Dios: «Partir
tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien
ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como
la aurora» (58,7-8).
El culto que más le agrada
- Podríamos pensar que damos
gloria a Dios solo con el culto y la oración, o únicamente cumpliendo
algunas normas éticas ―es verdad que el primado es la relación con Dios―,
y olvidamos que el criterio para evaluar nuestra vida es ante todo lo que
hicimos con los demás. La oración es preciosa si alimenta una entrega
cotidiana de amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando allí llevamos los
intentos de vivir con generosidad y cuando dejamos que el don de Dios que
recibimos en él se manifieste en la entrega a los hermanos.
- Por la misma razón, el mejor
modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en
qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia.
Porque «la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se
convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos
hijos» [88].
Ella «es la viga maestra que sostiene la vida
de la Iglesia» [89]. Quiero
remarcar una vez más que, si bien la misericordia no excluye la justicia y
la verdad, «ante todo tenemos que decir que la
misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa
de la verdad de Dios» [90].
Ella «es la llave del cielo»
[91].
- No puedo dejar de recordar
aquella pregunta que se hacía santo Tomás de Aquino cuando se planteaba
cuáles son nuestras acciones más grandes, cuáles son las obras externas
que mejor manifiestan nuestro amor a Dios. Él respondió sin dudar que son
las obras de misericordia con el prójimo[92],
más que los actos de culto: «No adoramos a
Dios con sacrificios y dones exteriores por él mismo, sino por nosotros y
por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que se
los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por
eso, la misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio
que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del prójimo» [93].
- Quien de verdad quiera dar
gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su
existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y
cansarse intentando vivir las obras de misericordia. Es lo que había
comprendido muy bien santa Teresa de Calcuta: «Sí,
tengo muchas debilidades humanas, muchas miserias humanas. […] Pero él
baja y nos usa, a usted y a mí, para ser su amor y su compasión en el
mundo, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras miserias y defectos.
Él depende de nosotros para amar al mundo y demostrarle lo mucho que lo
ama. Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo
para los demás» [94].
- El consumismo hedonista
puede jugarnos una mala pasada, porque en la obsesión por pasarla bien
terminamos excesivamente concentrados en nosotros mismos, en nuestros
derechos y en esa desesperación por tener tiempo libre para disfrutar.
Será difícil que nos ocupemos y dediquemos energías a dar una mano a los
que están mal si no cultivamos una cierta austeridad, si no luchamos
contra esa fiebre que nos impone la sociedad de consumo para vendernos
cosas, y que termina convirtiéndonos en pobres insatisfechos que quieren
tenerlo todo y probarlo todo. También el consumo de información
superficial y las formas de comunicación rápida y virtual pueden ser un
factor de atontamiento que se lleva todo nuestro tiempo y nos aleja de la
carne sufriente de los hermanos. En medio de esta vorágine actual, el
Evangelio vuelve a resonar para ofrecernos una vida diferente, más sana y
más feliz.
***
- La fuerza del testimonio de
los santos está en vivir las bienaventuranzas y el protocolo del juicio
final. Son pocas palabras, sencillas, pero prácticas y válidas para todos,
porque el cristianismo es principalmente para ser practicado, y si es
también objeto de reflexión, eso solo es válido cuando nos ayuda a vivir
el Evangelio en la vida cotidiana. Recomiendo vivamente releer con
frecuencia estos grandes textos bíblicos, recordarlos, orar con ellos,
intentar hacerlos carne. Nos harán bien, nos harán genuinamente felices.
CAPÍTULO CUARTO
ALGUNAS NOTAS DE LA
SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
- Dentro del gran marco de la
santidad que nos proponen las bienaventuranzas y Mateo 25,31-46,
quisiera recoger algunas notas o expresiones espirituales que, a mi
juicio, no deben faltar para entender el estilo de vida al que el Señor
nos llama. No me detendré a explicar los medios de santificación que ya
conocemos: los distintos métodos de oración, los preciosos sacramentos de
la Eucaristía y la Reconciliación, la ofrenda de sacrificios, las diversas
formas de devoción, la dirección espiritual, y tantos otros. Solo me
referiré a algunos aspectos del llamado a la santidad que espero resuenen
de modo especial.
- Estas notas que quiero
destacar no son todas las que pueden conformar un modelo de santidad, pero
son cinco grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo que
considero de particular importancia, debido a algunos riesgos y límites de
la cultura de hoy. En ella se manifiestan: la ansiedad nerviosa y violenta
que nos dispersa y nos debilita; la negatividad y la tristeza; la acedia
cómoda, consumista y egoísta; el individualismo, y tantas formas de falsa
espiritualidad sin encuentro con Dios que reinan en el mercado religioso
actual.
Aguante, paciencia y
mansedumbre
- La primera de estas grandes
notas es estar centrado, firme en torno a Dios que ama y que sostiene.
Desde esa firmeza interior es posible aguantar, soportar las
contrariedades, los vaivenes de la vida, y también las agresiones de los
demás, sus infidelidades y defectos: «Si Dios
está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm8,31).
Esto es fuente de la paz que se expresa en las actitudes de un santo. A
partir de tal solidez interior, el testimonio de santidad, en nuestro
mundo acelerado, voluble y agresivo, está hecho de paciencia y constancia
en el bien. Es la fidelidad del amor, porque quien se apoya en Dios (pistis)
también puede ser fiel frente a los hermanos (pistós), no los
abandona en los malos momentos, no se deja llevar por su ansiedad y se
mantiene al lado de los demás aun cuando eso no le brinde satisfacciones
inmediatas.
- San Pablo invitaba a los
romanos a no devolver «a nadie mal por mal» (Rm12,17), a no querer
hacerse justicia «por vuestra cuenta» (v.19), y a no dejarse vencer por el
mal, sino a vencer «al mal con el bien» (v.21). Esta actitud no es expresión
de debilidad sino de la verdadera fuerza, porque el mismo Dios «es lento para la ira pero grande en poder» (Na1,3).
La Palabra de Dios nos reclama: «Desterrad de
vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad» (Ef 4,31).
- Hace falta luchar y estar
atentos frente a nuestras propias inclinaciones agresivas y egocéntricas
para no permitir que se arraiguen: «Si os
indignáis, no lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira» (Ef4,26).
Cuando hay circunstancias que nos abruman, siempre podemos recurrir al
ancla de la súplica, que nos lleva a quedar de nuevo en las manos de Dios
y junto a la fuente de la paz: «Nada os
preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con
acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz
de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones» (Flp4,6-7).
- También los cristianos
pueden formar parte de redes de violencia verbal a través de internet y de
los diversos foros o espacios de intercambio digital. Aun en medios
católicos se pueden perder los límites, se suelen naturalizar la
difamación y la calumnia, y parece quedar fuera toda ética y respeto por
la fama ajena. Así se produce un peligroso dualismo, porque en estas redes
se dicen cosas que no serían tolerables en la vida pública, y se busca
compensar las propias insatisfacciones descargando con furia los deseos de
venganza. Es llamativo que a veces, pretendiendo defender otros
mandamientos, se pasa por alto completamente el octavo: «No levantar falso testimonio ni mentir», y se
destroza la imagen ajena sin piedad. Allí se manifiesta con descontrol que
la lengua «es un mundo de maldad» y «encendida
por el mismo infierno, hace arder todo el ciclo de la vida» (St3,6).
- La firmeza interior que es obra
de la gracia, nos preserva de dejarnos arrastrar por la violencia que
invade la vida social, porque la gracia aplaca la vanidad y hace posible
la mansedumbre del corazón. El santo no gasta sus energías lamentando los
errores ajenos, es capaz de hacer silencio ante los defectos de sus
hermanos y evita la violencia verbal que arrasa y maltrata, porque no se
cree digno de ser duro con los demás, sino que los considera como
superiores a uno mismo (cf. Flp2,3).
- No nos hace bien mirar desde
arriba, colocarnos en el lugar de jueces sin piedad, considerar a los
otros como indignos y pretender dar lecciones permanentemente. Esa es una
sutil forma de violencia[95].
San Juan de la Cruz proponía otra cosa: «Sea
siempre más amigo de ser enseñado por todos que de querer enseñar aun al
que es menos que todos» [96].
Y agregaba un consejo para tener lejos al demonio: «Gozándote del bien de los otros como de ti mismo, y queriendo
que los pongan a ellos delante de ti en todas las cosas, y esto con
verdadero corazón. De esta manera vencerás el mal con el bien y echarás
lejos al demonio y traerás alegría de corazón. Procura ejercitarlo más con
los que menos te caen en gracia. Y sabe que si no ejercitas esto, no
llegarás a la verdadera caridad ni aprovecharás en ella»
[97].
- La humildad solamente puede
arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay
humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas
humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La
santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de
su Hijo, ése es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús,
es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que
sigáis sus huellas» (1P2,21). Él a su vez expresa la
humildad del Padre, que se humilla para caminar con su pueblo, que soporta
sus infidelidades y murmuraciones (cf. Ex 34,6-9; Sb 11,23-12,2; Lc 6,36).
Por esta razón los Apóstoles, después de la humillación, «salieron del Sanedrín dichosos de haber sido
considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
- No me refiero solo a las
situaciones crudas de martirio, sino a las humillaciones cotidianas de
aquellos que callan para salvar a su familia, o evitan hablar bien de sí
mismos y prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, eligen las
tareas menos brillantes, e incluso a veces prefieren soportar algo injusto
para ofrecerlo al Señor: «En cambio, que
aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios»
(1P2,20). No es caminar con la cabeza baja, hablar poco o
escapar de la sociedad. A veces, precisamente porque está liberado del
egocentrismo, alguien puede atreverse a discutir amablemente, a reclamar
justicia o a defender a los débiles ante los poderosos, aunque eso le
traiga consecuencias negativas para su imagen.
- No digo que
la humillación sea algo agradable, porque eso sería masoquismo, sino que
se trata de un camino para imitar a Jesús y crecer en la unión con él.
Esto no se entiende naturalmente y el mundo se burla de semejante
propuesta. Es una gracia que necesitamos suplicar: «Señor, cuando lleguen las humillaciones,
ayúdame a sentir que estoy detrás de ti, en tu camino».
- Tal actitud supone un
corazón pacificado por Cristo, liberado de esa agresividad que brota de un
yo demasiado grande. La misma pacificación que obra la gracia nos permite
mantener una seguridad interior y aguantar, perseverar en el bien «aunque camine por cañadas oscuras» (Sal23,4)
o «si un ejército acampa contra mí» (Sal27,3).
Firmes en el Señor, la Roca, podemos cantar: «En
paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces
vivir tranquilo» (Sal 4,9). En definitiva, Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), vino
a «guiar nuestros pasos por el camino de la
paz» (Lc 1,79). Él transmitió a santa Faustina Kowalska
que «la humanidad no encontrará paz hasta que
no se dirija con confianza a la misericordia divina»
[98].
Entonces no caigamos en la tentación de buscar la seguridad interior en
los éxitos, en los placeres vacíos, en las posesiones, en el dominio sobre
los demás o en la imagen social: «Os doy mi
paz; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27).
Alegría y sentido del
humor
- Lo dicho hasta ahora no
implica un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico, o un bajo
perfil sin energía. El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del
humor. Sin perder el realismo, ilumina a los demás con un espíritu
positivo y esperanzado. Ser cristianos es «gozo
en el Espíritu Santo» (Rm14,17), porque «al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo,
pues todo amante se goza en la unión con el amado […] De ahí que la consecuencia
de la caridad sea el gozo» [99].
Hemos recibido la hermosura de su Palabra y la abrazamos «en medio de una gran tribulación, con la alegría
del Espíritu Santo» (1Ts1,6). Si dejamos que el Señor nos
saque de nuestro caparazón y nos cambie la vida, entonces podremos hacer
realidad lo que pedía san Pablo: «Alegraos
siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).
- Los profetas anunciaban el
tiempo de Jesús, que nosotros estamos viviendo, como una revelación de la
alegría: «Gritad jubilosos» (Is12,6).
«Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión;
alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén» (Is40,9). «Romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela
a su pueblo y se compadece de los desamparados» (Is 49,13).
«¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén!
Mira que viene tu rey, justo y triunfador» (Za 9,9). Y
no olvidemos la exhortación de Nehemías: «¡No
os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!» (8,10).
- María, que supo descubrir la
novedad que Jesús traía, cantaba: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador» (Lc1,47) y el mismo Jesús «se
llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21).Cuando
él pasaba, «toda la gente se alegraba» (Lc 13,17).
Después de su resurrección, donde llegaban los discípulos había una gran
alegría (cf. Hch 8,8). A nosotros, Jesús nos da una
seguridad: «Estaréis tristes, pero vuestra
tristeza se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará
vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,20.22).
«Os he hablado de esto para que mi alegría
esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,11).
- Hay momentos duros, tiempos
de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que «se adapta
y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que
nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo»[100]. Es
una seguridad interior, una serenidad esperanzada que brinda una
satisfacción espiritual incomprensible para los parámetros mundanos.
- Ordinariamente la alegría
cristiana está acompañada del sentido del humor, tan destacado, por
ejemplo, en santo Tomás Moro, en san Vicente de Paúl o en san Felipe Neri.
El mal humor no es un signo de santidad: «Aparta
de tu corazón la tristeza» (Qo11,10). Es tanto lo que
recibimos del Señor, «para que lo disfrutemos»
(1Tm6,17), que a veces la tristeza tiene que ver con la
ingratitud, con estar tan encerrado en sí mismo que uno se vuelve incapaz
de reconocer los regalos de Dios[101].
- Su amor paterno nos invita: «Hijo, en cuanto te sea posible, cuida de ti
mismo […]. No te prives de pasar un día feliz» (Si14,11.14).
Nos quiere positivos, agradecidos y no demasiado complicados: «En tiempo de prosperidad disfruta […]. Dios hizo a
los humanos equilibrados, pero ellos se buscaron preocupaciones sin
cuento» (Qo7,14.29). En todo caso, hay que mantener un
espíritu flexible, y hacer como san Pablo: «Yo
he aprendido a bastarme con lo que tengo» (Flp 4,11).
Es lo que vivía san Francisco de Asís, capaz de conmoverse de gratitud
ante un pedazo de pan duro, o de alabar feliz a Dios solo por la brisa que
acariciaba su rostro.
- No estoy hablando de la
alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias
culturales de hoy. Porque el consumismo solo empacha el corazón; puede
brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo. Me refiero más
bien a esa alegría que se vive en comunión, que se comparte y se reparte,
porque «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch20,35)
y «Dios ama al que da con alegría» (2Co 9,7).
El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve
capaces de gozar con el bien de los otros: «Alegraos
con los que están alegres» (Rm 12,15). «Nos alegramos siendo débiles, con tal de que
vosotros seáis fuertes» (2 Co 13,9). En
cambio, si «nos concentramos en nuestras
propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría» [102].
Audacia y fervor
- Al mismo tiempo, la santidad
es parresía: es audacia, es
empuje evangelizador que deja una marca en este mundo. Para que sea
posible, el mismo Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite con
serenidad y firmeza: «No tengáis miedo» (Mc6,50).
«Yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el final de los tiempos» (Mt28,20). Estas palabras nos
permiten caminar y servir con esa actitud llena de coraje que suscitaba el
Espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo.
Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se
incluye en el vocablo parresía,
palabra con la que la Biblia expresa también la libertad de una existencia
que está abierta, porque se encuentra disponible para Dios y para los
demás (cf. Hch 4,29; 9,28; 28,31; 2Co 3,12; Ef 3,12; Hb 3,6;
10,19).
- El beato Pablo
VImencionaba, entre los obstáculos de la evangelización,
precisamente la carencia de parresía: «La
falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro» [103].
¡Cuántas
veces nos sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad de la orilla! Pero el
Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar las redes en aguas más
profundas (cf. Lc 5,4). Nos invita a gastar nuestra vida en su
servicio. Aferrados a él nos animamos a poner todos nuestros carismas al
servicio de los otros. Ojalá nos sintamos apremiados por su amor (cf. 2 Co 5,14)
y podamos decir con san Pablo: «¡Ay de mí si no
anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16).
- Miremos a Jesús: su
compasión entrañable no era algo que lo ensimismara, no era una compasión
paralizante, tímida o avergonzada como muchas veces nos sucede a nosotros,
sino todo lo contrario. Era una compasión que lo movía a salir de sí con
fuerza para anunciar, para enviar en misión, para enviar a sanar y a
liberar. Reconozcamos nuestra fragilidad pero dejemos que Jesús la tome
con sus manos y nos lance a la misión. Somos frágiles, pero portadores de
un tesoro que nos hace grandes y que puede hacer más buenos y felices a
quienes lo reciban. La audacia y el coraje apostólico son constitutivos de
la misión.
- La parresía es sello del Espíritu,
testimonio de la autenticidad del anuncio. Es feliz seguridad que nos
lleva a gloriarnos del Evangelio que anunciamos, es confianza
inquebrantable en la fidelidad del Testigo fiel, que nos da la seguridad
de que nada «podrá separarnos del amor de
Dios» (Rm8,39).
- Necesitamos el empuje del
Espíritu para no ser paralizados por el miedo y el cálculo, para no
acostumbrarnos a caminar solo dentro de confines seguros. Recordemos que
lo que está cerrado termina oliendo a humedad y enfermándonos. Cuando los
Apóstoles sintieron la tentación de dejarse paralizar por los temores y
peligros, se pusieron a orar juntos pidiendo la parresía:
«Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y
concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch4,29).
Y la respuesta fue que «al terminar la
oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el
Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (Hch4,31).
- Como el profeta Jonás,
siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar seguro que puede
tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en
pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya
prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas. Tal
vez nos resistimos a salir de un territorio que nos era conocido y
manejable. Sin embargo, las dificultades pueden ser como la tormenta, la
ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás, o el viento y el sol que
le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función de
hacernos volver a ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una
itinerancia constante y renovadora.
- Dios siempre es novedad, que
nos empuja a partir una y otra vez y a desplazarnos para ir más allá de lo
conocido, hacia las periferias y las fronteras. Nos lleva allí donde está
la humanidad más herida y donde los seres humanos, por debajo de la
apariencia de la superficialidad y el conformismo, siguen buscando la
respuesta a la pregunta por el sentido de la vida. ¡Dios no tiene miedo!
¡No tiene miedo! Él va siempre más allá de nuestros esquemas y no le teme
a las periferias. Él mismo se hizo periferia (cf. Flp2,6-8;Jn1,14).
Por eso, si nos atrevemos a llegar a las periferias, allí lo
encontraremos, él ya estará allí. Jesús nos primorea en el corazón de
aquel hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma
oscurecida. Él ya está allí.
- Es verdad que hay que abrir
la puerta del corazón a Jesucristo, porque él golpea y llama (cf. Ap3,20).
Pero a veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra
autorreferencialidad, Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando para
que lo dejemos salir. En el Evangelio vemos cómo Jesús «iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en
pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios» (Lc8,1).
También después de la resurrección, cuando los discípulos salieron a
predicar por todas partes, «el Señor cooperaba
confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20).
Esa es la dinámica que brota del verdadero encuentro.
- La costumbre nos seduce y nos
dice que no tiene sentido tratar de cambiar algo, que no podemos hacer
nada frente a esta situación, que siempre ha sido así y que, sin embargo,
sobrevivimos. A causa de ese acostumbrarnos ya no nos enfrentamos al mal y
permitimos que las cosas «sean lo que son», o
lo que algunos han decidido que sean. Pero dejemos que el Señor venga a
despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos de la
inercia. Desafiemos la costumbre, abramos bien los ojos y los oídos, y
sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a
nuestro alrededor y por el grito de la Palabra viva y eficaz del
Resucitado.
- Nos moviliza el ejemplo de
tantos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se dedican a
anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas
y ciertamente a costa de su comodidad. Su testimonio nos recuerda que la
Iglesia no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros
apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida.
Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir
de la mediocridad tranquila y anestesiante.
- Pidamos al Señor la gracia
de no vacilar cuando el Espíritu nos reclame que demos un paso adelante,
pidamos el valor apostólico de comunicar el Evangelio a los demás y de
renunciar a hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos. En todo
caso, dejemos que el Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la
clave de Jesús resucitado. De ese modo la Iglesia, en lugar de estancarse,
podrá seguir adelante acogiendo las sorpresas del Señor.
En comunidad
- Es muy difícil luchar contra
la propia concupiscencia y contra las asechanzas y tentaciones del demonio
y del mundo egoísta si estamos aislados. Es tal el bombardeo que nos
seduce que, si estamos demasiado solos, fácilmente perdemos el sentido de
la realidad, la claridad interior, y sucumbimos.
- La santificación es un
camino comunitario, de dos en dos. Así lo reflejan algunas comunidades
santas. En varias ocasiones la Iglesia ha canonizado a comunidades enteras
que vivieron heroicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de
todos sus miembros. Pensemos, por ejemplo, en los siete santos fundadores
de la Orden de los Siervos de María, en las siete beatas religiosas del
primer monasterio de la Visitación de Madrid, en san Pablo Miki y
compañeros mártires en Japón, en san Andrés Kim Taegon y compañeros
mártires en Corea, en san Roque González, san Alfonso Rodríguez y
compañeros mártires en Sudamérica. También recordemos el reciente testimonio
de los monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), que se prepararon juntos
para el martirio. Del mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde
cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge.
Vivir o trabajar con otros es sin duda un camino de desarrollo espiritual.
San Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo con otros «para que te labren y ejerciten» [104].
- La comunidad está llamada a
crear ese «espacio teologal en el que se puede
experimentar la presencia mística del Señor resucitado»
[105].
Compartir la Palabra y celebrar juntos la Eucaristía nos hace más hermanos
y nos va convirtiendo en comunidad santa y misionera. Esto da lugar
también a verdaderas experiencias místicas vividas en comunidad, como fue
el caso de san Benito y santa Escolástica, o aquel sublime encuentro
espiritual que vivieron juntos san Agustín y su madre santa Mónica: «Cuando ya se acercaba el día de su muerte ―día por
ti conocido, y que nosotros ignorábamos―, sucedió, por tus ocultos
designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos,
apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos
hospedábamos […]. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las
corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti […]. Y
mientras estamos hablando y suspirando por ella [la sabiduría], llegamos a
tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón […] de modo que
fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual
suspiramos» [106].
- Pero estas experiencias no
son lo más frecuente, ni lo más importante. La vida comunitaria, sea en la
familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa o en cualquier otra,
está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos. Esto ocurría en la
comunidad santa que formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de
manera paradigmática la belleza de la comunión trinitaria. También es lo
que sucedía en la vida comunitaria que Jesús llevó con sus discípulos y con
el pueblo sencillo.
- Recordemos cómo Jesús
invitaba a sus discípulos a prestar atención a los detalles.
El pequeño detalle de que se estaba acabando el vino en una fiesta.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si
el novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes
tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la
parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada.
- La comunidad que preserva
los pequeños detalles del amor[107],
donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto
y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va
santificando según el proyecto del Padre. A veces, por un don del amor del
Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos regalan consoladoras
experiencias de Dios: «Una tarde de invierno
estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea […]. De pronto, oí
a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me
imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos
dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose
mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la
pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez
en cuando sus gemidos lastimeros […]. No puedo expresar lo que pasó por mi
alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la
verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las
fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad» [108].
- En contra de la tendencia al
individualismo consumista que termina aislándonos en la búsqueda del
bienestar al margen de los demás, nuestro camino de santificación no puede
dejar de identificarnos con aquel deseo de Jesús: «Que
todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en ti» (Jn17,21).
En oración constante
- Finalmente, aunque parezca
obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual a la
trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es
una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien
que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en
medio de sus esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la
alabanza y amplía sus límites en la contemplación del Señor. No creo en la
santidad sin oración, aunque no se trate necesariamente de largos momentos
o de sentimientos intensos.
- San Juan de la Cruz
recomendaba «procurar andar siempre en la
presencia de Dios, sea real, imaginaria o unitiva, de acuerdo con lo que
le permitan las obras que esté haciendo» [109].
En el fondo, es el deseo de Dios que no puede dejar de manifestarse de
alguna manera en medio de nuestra vida cotidiana: «Procure
ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la
deje. Sea que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier cosa, siempre
ande deseando a Dios y apegando a él su corazón» [110].
- No obstante, para que esto
sea posible, también son necesarios algunos momentos solo para Dios, en
soledad con él. Para santa Teresa de Ávila la oración es «tratar de amistad estando muchas veces a solas con
quien sabemos nos ama» [111]. Quisiera
insistir que esto no es solo para pocos privilegiados, sino para todos,
porque «todos tenemos necesidad de este
silencio penetrado de presencia adorada» [112].
La oración confiada es una reacción del corazón que se abre a Dios frente
a frente, donde se hacen callar todos los rumores para escuchar la suave
voz del Señor que resuena en el silencio.
- En ese silencio es posible
discernir, a la luz del Espíritu, los caminos de santidad que el Señor nos
propone. De otro modo, todas nuestras decisiones podrán ser solamente «decoraciones» que, en lugar de exaltar el
Evangelio en nuestras vidas, lo recubrirán o lo ahogarán. Para todo
discípulo es indispensable estar con el Maestro, escucharle, aprender de
él, siempre aprender. Si no escuchamos, todas nuestras palabras serán
únicamente ruidos que no sirven para nada.
- Recordemos que «es la contemplación del rostro de Jesús muerto y
resucitado la que recompone nuestra humanidad, también la que está
fragmentada por las fatigas de la vida, o marcada por el pecado. No hay
que domesticar el poder del rostro de Cristo» [113]. Entonces,
me atrevo a preguntarte: ¿Hay momentos en los que te pones en su presencia
en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas
que su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el
calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás
inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras? Y si
ante el rostro de Cristo todavía no logras dejarte sanar y transformar,
entonces penetra en las entrañas del Señor, entra en sus llagas, porque
allí tiene su sede la misericordia divina[114].
- Pero ruego que no entendamos
el silencio orante como una evasión que niega el mundo que nos rodea. El
«peregrino ruso», que caminaba en oración continua, cuenta que esa oración
no lo separaba de la realidad externa: «Cuando
me encontraba con la gente, me parecía que eran todos tan amables como si
fueran mi propia familia. […] Y la felicidad no solamente iluminaba el
interior de mi alma, sino que el mundo exterior me aparecía bajo un
aspecto maravilloso» [115].
- Tampoco la historia
desaparece. La oración, precisamente porque se alimenta del don de Dios
que se derrama en nuestra vida, debería ser siempre memoriosa. La memoria
de las acciones de Dios está en la base de la experiencia de la alianza
entre Dios y su pueblo. Si Dios ha querido entrar en la historia, la
oración está tejida de recuerdos. No solo del recuerdo de la Palabra
revelada, sino también de la propia vida, de la vida de los demás, de lo
que el Señor ha hecho en su Iglesia. Es la memoria agradecida de la que
también habla san Ignacio de Loyola en su «Contemplación
para alcanzar amor» [116],
cuando nos pide que traigamos a la memoria todos los beneficios que hemos
recibido del Señor. Mira tu historia cuando ores y en ella encontrarás
tanta misericordia. Al mismo tiempo esto alimentará tu consciencia de que
el Señor te tiene en su memoria y nunca te olvida. Por consiguiente, tiene
sentido pedirle que ilumine aun los pequeños detalles de tu existencia,
que a él no se le escapan.
- La súplica es expresión del
corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del
pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y
de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que
tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con
esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es
un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al
prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración
debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los
nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al
contrario, la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más
santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble
mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno
con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los
demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se
entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras
bíblicas: «Este es el que ama a sus hermanos,
el que ora mucho por el pueblo» (2M15,14).
- Si de verdad reconocemos que
Dios existe no podemos dejar de adorarlo, a veces en un silencio lleno de
admiración, o de cantarle en festiva alabanza. Así expresamos lo que vivía
el beato Carlos de Foucauld cuando dijo: «Apenas
creí que Dios existía, comprendí que solo podía vivir para él» [117].
También en la vida del pueblo peregrino hay muchos gestos simples de pura
adoración, como por ejemplo cuando «la mirada
del peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y la
cercanía de Dios. El amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta
en silencio» [118].
- La lectura orante de la
Palabra de Dios, más dulce que la miel (cf.Sal119,103) y «espada de doble filo» (Hb 4,12),
nos permite detenernos a escuchar al Maestro para que sea lámpara para
nuestros pasos, luz en nuestro camino (cf. Sal 119,105).
Como bien nos recordaron los Obispos de India: «La
devoción a la Palabra de Dios no es solo una de muchas devociones, hermosa
pero algo opcional. Pertenece al corazón y a la identidad misma de la vida
cristiana. La Palabra tiene en sí el poder para transformar las vidas» [119].
- El encuentro con Jesús en
las Escrituras nos lleva a la Eucaristía, donde esa misma Palabra alcanza
su máxima eficacia, porque es presencia real del que es la Palabra viva.
Allí, el único Absoluto recibe la mayor adoración que puede darle esta
tierra, porque es el mismo Cristo quien se ofrece. Y cuando lo recibimos
en la comunión, renovamos nuestra alianza con él y le permitimos que
realice más y más su obra transformadora.
CAPÍTULO QUINTO
COMBATE, VIGILANCIA Y
DISCERNIMIENTO
- La vida cristiana es un
combate permanente. Se requieren fuerza y valentía para resistir las
tentaciones del diablo y anunciar el Evangelio. Esta lucha es muy bella,
porque nos permite celebrar cada vez que el Señor vence en nuestra vida.
El combate y la
vigilancia
- No se trata solo de un
combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña, nos
atonta y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo. Tampoco se reduce
a una lucha contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada
uno tiene la suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás).
Es también una lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del
mal. Jesús mismo festeja nuestras victorias. Se alegraba cuando sus
discípulos lograban avanzar en el anuncio del Evangelio, superando la
oposición del Maligno, y celebraba: «Estaba
viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc10,18).
Algo más que un mito
- No aceptaremos la existencia
del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo con criterios empíricos
y sin sentido sobrenatural. Precisamente, la convicción de que este poder
maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a
veces el mal tiene tanta fuerza destructiva. Es verdad que los autores
bíblicos tenían un bagaje conceptual limitado para expresar algunas
realidades y que en tiempos de Jesús se podía confundir, por ejemplo, una
epilepsia con la posesión del demonio. Sin embargo, eso no debe llevarnos
a simplificar tanto la realidad diciendo que todos los casos narrados en
los evangelios eran enfermedades psíquicas y que en definitiva el demonio
no existe o no actúa. Su presencia está en la primera página de las
Escrituras, que acaban con la victoria de Dios sobre el demonio[120].
De hecho, cuando Jesús nos dejó el Padrenuestro quiso que termináramos
pidiendo al Padre que nos libere del Malo. La expresión utilizada allí no
se refiere al mal en abstracto y su traducción más precisa es «el Malo». Indica un ser personal que nos
acosa. Jesús nos enseñó a pedir cotidianamente esa liberación para
que su poder no nos domine.
- Entonces, no pensemos que es
un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea[121].
Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más
expuestos. Él no necesita poseernos. Nos envenena con el odio, con la
tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos
la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y
nuestras comunidades, porque «como león
rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1P5,8).
Despiertos y confiados
- La Palabra de Dios nos
invita claramente a «afrontar las asechanzas
del diablo» (Ef6,11) y a detener «las
flechas incendiarias del maligno» (Ef6,16). No son palabras
románticas, porque nuestro camino hacia la santidad es también una lucha
constante. Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la
mediocridad. Para el combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos
da: la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de
Dios, la celebración de la Misa, la adoración eucarística, la
reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el
empeño misionero. Si nos descuidamos nos seducirán fácilmente las falsas
promesas del mal, porque, como decía el santo cura Brochero, «¿qué importa que Lucifer os prometa liberar y aun
os arroje al seno de todos sus bienes, si son bienes engañosos, si son
bienes envenenados?» [122].
- En este camino, el
desarrollo de lo bueno, la maduración espiritual y el crecimiento del amor
son el mejor contrapeso ante el mal. Nadie resiste si opta por quedarse en
un punto muerto, si se conforma con poco, si deja de soñar con ofrecerle
al Señor una entrega más bella. Menos aún si cae en un espíritu de derrota,
porque «el que comienza sin confiar perdió de
antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. […] El triunfo
cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es
bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates
del mal» [123].
La corrupción espiritual
- El camino de la santidad es
una fuente de paz y de gozo que nos regala el Espíritu, pero al mismo
tiempo requiere que estemos «con las lámparas
encendidas» (Lc12,35) y permanezcamos atentos: «Guardaos de toda clase de mal» (1Ts 5,22).
«Estad en vela» (Mt 24,42;
cf. Mc 13,35). «No nos
entreguemos al sueño» (1 Ts 5,6). Porque
quienes sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios, pueden
descuidarse en una especie de atontamiento o adormecimiento. Como no
encuentran algo grave que reprocharse, no advierten esa tibieza que poco a
poco se va apoderando de su vida espiritual y terminan desgastándose y
corrompiéndose.
- La corrupción espiritual es
peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y
autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la
calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya
que «el mismo Satanás se disfraza de ángel de
luz» (2Co11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras el
gran pecador David supo remontar su miseria. En un relato, Jesús nos
advirtió acerca de esta tentación engañosa que nos va deslizando hacia la
corrupción: menciona una persona liberada del demonio que, pensando que su
vida ya estaba limpia, terminó poseída por otros siete espíritus malignos
(cf. Lc 11,24-26). Otro texto bíblico utiliza una imagen
fuerte: «El perro vuelve a su propio vómito» (2 P 2,22;
cf. Pr 26,11).
El discernimiento
- ¿Cómo saber si algo viene
del Espíritu Santo o si su origen está en el espíritu del mundo o en el
espíritu del diablo? La única forma es el discernimiento, que no supone
solamente una buena capacidad de razonar o un sentido común, es también un
don que hay que pedir. Si lo pedimos confiadamente al Espíritu Santo, y al
mismo tiempo nos esforzamos por desarrollarlo con la oración, la
reflexión, la lectura y el buen consejo, seguramente podremos crecer en
esta capacidad espiritual.
Una necesidad imperiosa
- Hoy día, el hábito del
discernimiento se ha vuelto particularmente necesario. Porque la vida
actual ofrece enormes posibilidades de acción y de distracción, y el mundo
las presenta como si fueran todas válidas y buenas. Todos, pero
especialmente los jóvenes, están expuestos a un zapping constante. Es posible navegar en
dos o tres pantallas simultáneamente e interactuar al mismo tiempo en
diferentes escenarios virtuales. Sin la sabiduría del discernimiento
podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias
del momento.
- Esto resulta especialmente
importante cuando aparece una novedad en la propia vida, y entonces hay
que discernir si es el vino nuevo que viene de Dios o es una novedad
engañosa del espíritu del mundo o del espíritu del diablo. En otras
ocasiones sucede lo contrario, porque las fuerzas del mal nos inducen a no
cambiar, a dejar las cosas como están, a optar por el inmovilismo o la
rigidez. Entonces impedimos que actúe el soplo del Espíritu. Somos libres,
con la libertad de Jesucristo, pero él nos llama a examinar lo que hay
dentro de nosotros ―deseos, angustias, temores, búsquedas― y lo que sucede
fuera de nosotros —los «signos de los tiempos»—
para reconocer los caminos de la libertad plena: «Examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1Ts5,21).
Siempre a la luz del Señor
- El discernimiento no solo es
necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas
graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un instrumento de
lucha para seguir mejor al Señor. Nos hace falta siempre, para estar
dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no
desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación
a crecer. Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece
irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y en lo
cotidiano[124].
Se trata de no tener límites para lo grande, para lo mejor y más bello,
pero al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy. Por
tanto, pido a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en
diálogo con el Señor que nos ama, un sincero «examen
de conciencia». Al mismo tiempo, el discernimiento nos lleva a
reconocer los medios concretos que el Señor predispone en su misterioso
plan de amor, para que no nos quedemos solo en las buenas intenciones.
Un don sobrenatural
- Es verdad que el
discernimiento espiritual no excluye los aportes de sabidurías humanas,
existenciales, psicológicas, sociológicas o morales. Pero las trasciende.
Ni siquiera le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre
que el discernimiento es una gracia. Aunque incluya la razón y la
prudencia, las supera, porque se trata de entrever el misterio del
proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno y que se realiza
en medio de los más variados contextos y límites. No está en juego solo un
bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el
deseo de tener la conciencia tranquila. Está en juego el sentido de mi
vida ante el Padre que me conoce y me ama, el verdadero para qué de mi
existencia que nadie conoce mejor que él. El discernimiento, en
definitiva, conduce a la fuente misma de la vida que no muere, es decir,
conocer al Padre, el único Dios verdadero, y al que ha enviado: Jesucristo
(cf. Jn17,3). No requiere de capacidades especiales ni está
reservado a los más inteligentes o instruidos, y el Padre se manifiesta
con gusto a los humildes (cf. Mt11,25).
- Si bien el Señor nos habla
de modos muy variados en medio de nuestro trabajo, a través de los demás,
y en todo momento, no es posible prescindir del silencio de la oración
detenida para percibir mejor ese lenguaje, para interpretar el significado
real de las inspiraciones que creímos recibir, para calmar las ansiedades
y recomponer el conjunto de la propia existencia a la luz de Dios. Así
podemos dejar nacer esa nueva síntesis que brota de la vida iluminada por
el Espíritu.
Habla, Señor
- Sin embargo, podría ocurrir
que en la misma oración evitemos dejarnos confrontar por la libertad del
Espíritu, que actúa como quiere. Hay que recordar que el discernimiento
orante requiere partir de una disposición a escuchar: al Señor, a los
demás, a la realidad misma que siempre nos desafía de maneras nuevas. Solo
quien está dispuesto a escuchar tiene la libertad para renunciar a su
propio punto de vista parcial o insuficiente, a sus costumbres, a sus
esquemas. Así está realmente disponible para acoger un llamado que rompe
sus seguridades pero que lo lleva a una vida mejor, porque no basta que
todo vaya bien, que todo esté tranquilo. Dios puede estar ofreciendo algo
más, y en nuestra distracción cómoda no lo reconocemos.
- Tal actitud de escucha
implica, por cierto, obediencia al Evangelio como último criterio, pero
también al Magisterio que lo custodia, intentando encontrar en el tesoro
de la Iglesia lo que sea más fecundo para el hoy de la salvación. No se
trata de aplicar recetas o de repetir el pasado, ya que las mismas
soluciones no son válidas en toda circunstancia y lo que era útil en un
contexto puede no serlo en otro. El discernimiento de espíritus nos libera
de la rigidez, que no tiene lugar ante el perenne hoy del Resucitado.
Únicamente el Espíritu sabe penetrar en los pliegues más oscuros de la
realidad y tener en cuenta todos sus matices, para que emerja con otra luz
la novedad del Evangelio.
La lógica del don y de la cruz
- Una condición esencial para
el progreso en el discernimiento es educarse en la paciencia de Dios y en
sus tiempos, que nunca son los nuestros. Él no hace caer fuego sobre los
infieles (cf. Lc9,54), ni permite a los celosos «arrancar la
cizaña» que crece junto al trigo (cf. Mt13,29). También se
requiere generosidad, porque «hay más dicha en
dar que en recibir» (Hch 20,35). No se discierne para
descubrir qué más le podemos sacar a esta vida, sino para reconocer cómo
podemos cumplir mejor esa misión que se nos ha confiado en el Bautismo, y
eso implica estar dispuestos a renuncias hasta darlo todo. Porque la
felicidad es paradójica y nos regala las mejores experiencias cuando
aceptamos esa lógica misteriosa que no es de este mundo, como decía san
Buenaventura refiriéndose a la cruz: «Esta es
nuestra lógica» [125].
Si uno asume esta dinámica, entonces no deja anestesiar su conciencia y se
abre generosamente al discernimiento.
- Cuando escrutamos ante Dios
los caminos de la vida, no hay espacios que queden excluidos. En todos los
aspectos de la existencia podemos seguir creciendo y entregarle algo más a
Dios, aun en aquellos donde experimentamos las dificultades más fuertes.
Pero hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese
miedo que nos lleva a vedarle su entrada en algunos aspectos de la propia
vida. El que lo pide todo también lo da todo, y no quiere entrar en
nosotros para mutilar o debilitar sino para planificar. Esto nos hace ver
que el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección
egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de
Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el
bien de los hermanos.
***
- Quiero que
María corone estas reflexiones, porque ella vivió como nadie las
bienaventuranzas de Jesús. Ella es la que se estremecía de gozo en la
presencia de Dios, la que conservaba todo en su corazón y se dejó
atravesar por la espada. Es la santa entre los santos, la más bendita, la
que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que
nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos.
Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no
necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado
para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: «Dios te salve, María…».
- Espero que estas páginas
sean útiles para que toda la Iglesia se dedique a promover el deseo de la
santidad. Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un intenso
anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios y alentémonos unos a
otros en este intento. Así compartiremos una felicidad que el mundo no nos
podrá quitar.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 19 de marzo, Solemnidad de San José,
del año 2018, sexto de mi Pontificado.
Francisco
[1] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino (24
abril 2005): AAS 97 (2005), 708.
[2] Supone de todos modos que haya fama de
santidad y un ejercicio, al menos en grado ordinario, de las virtudes
cristianas: cf. Motu proprio Maiorem hac dilectionem (11 julio 2017),
art. 2c: L’Osservatore Romano (12 julio 2017), p. 8.
[4] Cf. Joseph Malègue, Pierres noires.
Les classes moyennes du Salut, París 1958.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
[6] Vida escondida y epifanía, en Obras
Completas V, Burgos 2007, 637.
[7] S. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 56: AAS 93
(2001), 307.
[8] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre
1994), 37: AAS 87 (1995), 29.
[9] Homilía en la Conmemoración ecuménica de los testigos de la fe
del siglo XX (7 mayo 2000), 5: AAS 92
(2000), 680-681.
[10] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[11] Hans U. von Balthasar, “Teología y
santidad”, en Communio 6 (1987), 489.
[12] Cántico Espiritual B, Prólogo, 2.
[13] Ibíd., XIV-XV, 2.
[14] Cf. Catequesis (19 noviembre 2014): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (21 noviembre 2014), p. 16.
[15] S. Francisco de Sales, Tratado del
amor a Dios, VIII, 11.
[16] Cinco panes y dos peces: un gozoso
testimonio de fe desde el sufrimiento en la cárcel, México 19999,
21.
[17] Conferencia de Obispos católicos de Nueva
Zelanda, Healing love (1 enero 1988).
[18] Cf. Ejercicios espirituales,
102-312.
[24] Benedicto XVI, Catequesis (13 abril 2011): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (17 abril 2011), p. 11.
[26] Cf. Hans U. von Balthasar, “Teología y
santidad”, en Communio 6 (1987), 486-493.
[27] Xavier Zubiri, Naturaleza,
historia, Dios, Madrid 19993, 427.
[28] Carlo M. Martini, Las confesiones
de Pedro, Estella 1994, 76.
[29] Es necesario distinguir esta distracción
superficial, de una sana cultura del ocio, que nos abre al otro y a la realidad
con un espíritu disponible y contemplativo.
[30] S. Juan Pablo II, Homilía en la Misa de canonización (1
octubre 2000), 5: AAS 92 (2000), 852.
[31] Conferencia Episcopal Regional de África
Occidental, Mensaje pastoral a la conclusión de la II Asamblea
Plenaria (29 febrero 2016), 2.
[32] La mujer pobre, II, 27.
[33] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Carta Placuit Deo, sobre algunos aspectos de la
salvación cristiana (22 febrero 2018), 4: L’Osservatore Romano (2
marzo 2018), pp. 4-5: «Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio
neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador
único y universal». En este documento se encuentran las bases doctrinales para
la comprensión de la salvación cristiana en relación con las derivas
neo-gnósticas y neo-pelagianas actuales.
[34] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
94: AAS 105 (2013), 1060.
[36] Homilía en la Misa de la Casa Santa
Marta (11 noviembre 2016): L’Osservatore Romano (12
noviembre 2016), p. 8.
[37] Como enseña S. Buenaventura: «Es necesario
que se dejen todas las operaciones intelectuales, y que el ápice del afecto se
traslade todo a Dios y todo se transforme en Dios. […] Y así, no pudiendo nada
la naturaleza y poco la industria, ha de darse poco a la inquisición y mucho a
la unción; poco a la lengua y muchísimo a la alegría interior; poco a la
palabra y a los escritos, y todo al don de Dios, que es el Espíritu Santo; poco
o nada a la criatura, todo a la esencia creadora, esto es, al Padre, y al Hijo,
y a Espíritu Santo» (Itinerario de la mente a Dios, VII, 4-5).
[38] Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica
Argentina en el centenario de la Facultad de Teología (3
marzo 2015): L’Osservatore Romano (10 marzo 2015), p. 6.
[39] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
40: AAS 105 (2013), 1037.
[40] Videomensaje al Congreso internacional de Teología de la
Pontificia Universidad Católica Argentina (1-3 septiembre
2015): AAS 107 (2015), 980.
[41] Exhort. ap. postsin. Vita consecrata (25 marzo 1996), 38: AAS 88
(1996), 412.
[42] Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica
Argentina en el centenario de la Facultad de Teología (3
marzo 2015): L’Osservatore Romano (10 marzo 2015), p. 6.
[43] Carta a Fray Antonio, 2: FF 251.
[44] Los siete dones del Espíritu Santo,
9, 15.
[46] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
94: AAS 105 (2013), 1059.
[47] Cf. S. Buenaventura, Las seis alas
del Serafín 3, 8: «Non omnes omnia possunt». Cabe entenderlo en la
línea del Catecismo de la Iglesia Católica, 1735.
[48] Sto. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae I-II, q.109, a.9, ad 1: «La gracia entraña cierta
imperfección, en cuanto no sana perfectamente al hombre».
[49] Cf. La naturaleza y la gracia,
XLIII, 50: PL 44, 271.
[52] La fe cristiana entiende la gracia como
preveniente, concomitante y subsecuente a nuestras acciones (cf. Conc. Ecum. de
Trento, Ses. VI, Decr. de iustificatione, sobre la justificación,
cap. 5: DH, 1525).
[53] Cf. Homilías sobre la carta a los
Romanos, IX, 11: PG 60, 470.
[54] Homilía sobre la humildad: PG 31,
530.
[55] Canon 4, DH 374.
[56] Ses. VI, Decr. de iustificatione,
sobre la justificación, cap. 8: DH 1532.
[57] N. 1998.
[58] Ibíd., 2007.
[59] Sto. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae I-II, q.114, a.5.
[60] Sta. Teresa de Lisieux, “Acto de ofrenda al
Amor misericordioso” (Oraciones, 6).
[61] Lucio Gera, “Sobre el misterio del pobre”,
en P. Grelot-L. Gera-A. Dumas, El Pobre, Buenos Aires 1962,
103.
[62] Esta es, en definitiva, la doctrina
católica acerca del «mérito» posterior a la justificación: se trata de la
cooperación del justificado para el crecimiento de la vida de la gracia
(cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2010). Pero
esta cooperación de ninguna manera hace que la justificación misma y la amistad
con Dios se vuelvan objeto de un mérito humano.
[65] Homilía durante el Jubileo de las personas socialmente excluidas (13
noviembre 2016): L’Osservatore Romano (14-15 noviembre 2016),
p. 8.
[66] Cf. Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta (9
junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (13 junio 2014), p. 11.
[67] El orden entre la segunda y la tercera
bienaventuranza cambia según las diversas tradiciones textuales.
[68] Ejercicios espirituales, 23.
[69] Manuscrito C, 12r.
[70] Desde los tiempos patrísticos, la Iglesia
valora el don de lágrimas, como se puede ver también en la hermosa
oración Ad petendam compunctionem cordis: «Oh Dios omnipotente y
mansísimo, que para el pueblo sediento hiciste surgir de la roca una fuente de
agua viva, haz brotar de la dureza de nuestros corazones lágrimas de
compunción, para que llorando nuestros pecados, obtengamos por tu misericordia
el perdón» (Missale Romanum, ed. typ. 1962, p. [110]).
[71] Catecismo de la Iglesia Católica, 1789; cf. 1970.
[73] La difamación y la calumnia son como un
acto terrorista: se arroja la bomba, se destruye, y el atacante se queda feliz
y tranquilo. Esto es muy diferente de la nobleza de quien se acerca a conversar
cara a cara, con serena sinceridad, pensando en el bien del otro.
[74] En algunas ocasiones puede ser necesario
conversar acerca de las dificultades de algún hermano. En estos casos puede
ocurrir que se transmita un relato en lugar de un hecho objetivo. La pasión
deforma la realidad concreta del hecho, lo transforma en relato y termina
transmitiendo ese relato cargado de subjetividad. Así se destruye la realidad y
no se respeta la verdad del otro.
[75] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
218: AAS 105 (2013), 1110.
[78] Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41c: AAS 83
(1991), 844-845.
[79]Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001),
49: AAS 93 (2001), 302.
[81] Bula Misericordiae Vultus (11 abril 2015),
12: AAS 107 (2015), 407.
[82] Recordemos la reacción del buen samaritano
ante el hombre que unos bandidos dejaron medio muerto al borde del camino
(cf. Lc 10,30-37).
[83] Conferencia Canadiense de Obispos Católicos.
Comisión de Asuntos Sociales, Carta abierta a los miembros del
Parlamento, The Common Good or Exclusion: A Choice for Canadians (1
febrero 2001), 9.
[84] Cf. La V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, según el magisterio constante de la Iglesia, ha
enseñado que el ser humano «es siempre sagrado, desde su concepción, en todas
las etapas de su existencia, hasta su muerte natural y después de la
muerte», y que su vida debe ser cuidada «desde la concepción, en todas sus
etapas, y hasta la muerte natural» (Documento de Aparecida, 29 junio
2007, 388,464).
[85] Regla, 53, 1: PL 66,
749.
[86] Cf. Ibíd., 53, 7: PL 66,
750.
[87] Ibíd., 53, 15: PL 66,
751.
[88] Bula Misericordiae Vultus (11 abril 2015),
9: AAS 107 (2015), 405.
[91] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
197: AAS 105 (2013), 1103.
[92] Cf. Summa Theologiae II-II,
q.30, a.4.
[93] Ibíd., ad 1.
[94] Cristo en los pobres, Madrid 1981,
37-38.
[95] Hay muchas formas de bullying que,
aunque parezcan elegantes o respetuosas e incluso muy espirituales, provocan
mucho sufrimiento en la autoestima de los demás.
[96] Cautelas, 13b.
[97] Ibíd., 13a.
[98] Diario, p. 132.
[99] Sto. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae I-II, q.70, a.3.
[100] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
6: AAS 105 (2013), 1221.
[101] Recomiendo rezar la oración atribuida a
santo Tomás Moro: «Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que
digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para
mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y
puro, para que no se asuste ante el pecado, sino que encuentre el modo de poner
las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento,
las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no permitas que sufra
excesivamente por esa cosa tan dominante que se llama yo. Dame, Señor, el
sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que
conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así
sea».
[102] Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016), 110: AAS 108
(2016), 354.
[103] Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975),
80: AAS 68 (1976), 73. Es interesante advertir que en este
texto el beato Pablo VI une íntimamente la alegría a la parresía.
Así como lamenta «la falta de alegría y de esperanza», exalta la «dulce y
confortadora alegría de evangelizar» que está unida a «un ímpetu interior que
nadie ni nada sea capaz de extinguir», para que el mundo no reciba el Evangelio
«a través de evangelizadores tristes y desalentados». Durante el Año Santo de
1975, el mismo Pablo VI dedicó a la alegría la Exhortación Apostólica, Gaudete in Domino (9 mayo 1975): AAS 67
(1975), 289-322.
[104] Cautelas, 15.
[105] S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsin. Vita consecrata (25 marzo 1996), 42: AAS 88
(1996), 416.
[106] Confesiones, IX, 10, 23-25: PL 32,
773-775.
[107] Especialmente recuerdo las tres palabras
clave «permiso, gracias, perdón», porque «las palabras adecuadas, dichas en el
momento justo, protegen y alimentan el amor día tras día»: Exhort. ap.
postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016), 133: AAS108
(2016), 363.
[108] Sta. Teresa de Lisieux, Manuscrito C,
29v-30r.
[109] Grados de perfección, 2.
[110] Id., Avisos a un religioso para
alcanzar la perfección, 9b.
[111] Libro de la Vida, 8, 5.
[112] Juan Pablo II, Carta ap. Orientale lumen (2 mayo 1995), 16: AAS 87
(1995), 762.
[113] Discurso en el V Congreso de la Iglesia italiana,
Florencia (10 noviembre 2015): AAS 107 (2015), 1284.
[114] Cf. S. Bernardo, Sermones sobre el
Cantar de los Cantares 61, 3-5: PL 183, 1071-1073.
[115] Relatos de un peregrino ruso,
Buenos Aires 1990, 25.96.
[116] Cf. Ejercicios espirituales,
230-237.
[117] Carta a Henry de Castries (14
agosto 1901).
[118] V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio
2007), 259.
[119] Conferencia de Obispos Católicos de
India, Declaración final de la XXI Asamblea plenaria (18
febrero 2009), 3.2.
[120] Cf. Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta (11
octubre 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (18 octubre 2013), p. 12.
[121] Cf. B. Pablo VI, Catequesis (15 noviembre 1972): Ecclesia (1972/II),
1605: «Una de las necesidades mayores es la defensa de aquel mal que llamamos
Demonio. […] El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un
ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y
pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se
niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que
existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios;
o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y
fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias».
[122] S. José Gabriel del Rosario
Brochero, Plática de las banderas, en Conferencia Episcopal
Argentina, El Cura Brochero. Cartas y sermones, Buenos Aires 1999,
71.
[123] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
85: AAS 105 (2013), 1056.
[124] En la tumba de san Ignacio de
Loyola se encuentra este sabio epitafio: «Non coerceri a maximo,
contineri tamen a minimo divinum est» (Es divino no asustarse por las cosas
grandes y a la vez estar atento a lo más pequeño).
[125] Colaciones sobre el Hexaemeron, 1,
30.
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