jueves, 26 de abril de 2018

XXXI. VOCACIÓN UNIVERSAL AL BIEN INFINITO



329. ––Según el principio de finalidad, todo agente tiende y obra por un fin, y según el principio de conveniencia, todo agente tiende y obra por un bien. ¿Qué se sigue, en el obrar de los entes, del principio de finalidad y del principio de conveniencia?
––En el obrar de los entes, del principio de finalidad y del principio de conveniencia, se sigue que el fin de todos los entes es el bien. De manera que «si todo agente obra por un bien, según se ha probado (c. 3), resulta, además, que el fin de cualquier ente es el bien».
Queda demostrado al tener en cuenta que: «el fin de una cosa es aquello en que termina su apetito. Y al apetito de una cosa cualquiera termina en el bien, pues los filósofos definen el bien de esta manera «lo que todas las cosas apetecen» (Aristóteles, Ética. I, 1). Así, pues, el fin de una cosa cualquiera será algún bien».
También Santo Tomás ofrece esta otra prueba, basada en la tendencia a la propia perfección: «Aquello a lo cual tiende una cosa cuando se encuentra fuera de ella, y en lo que descansa cuando lo posee, es su propio fin. Cada cosa, si carece de la propia perfección, tiende hacia ella en cuanto le es posible, y, cuando la alcanza, en ella descansa. Según esto, el fin de cada cosa es su propia perfección. Pero la perfección de todo ente es su propio bien. Luego todo se ordena al bien como a su propio fin».
Una última argumentación parte de la universalidad del principio de finalidad. «De la misma manera están ordenados al fin los entes que lo conocen como los que no lo conocen; aunque los que lo conocen se mueven por sí mismos hacia él, mientras que los que no lo conocen tienden hacia él como dirigidos por otro, según se ve en el ejemplo del saetero y la saeta. Más los que conocen el fin se ordenan siempre al bien; tomado como fin; porque la voluntad, que es el apetito del fin preconocido, sólo tiende a lo que tiene razón de bien, el cual es su propio objeto. Así, pues, incluso las cosas que no conocen el fin se ordenan al bien como a su fin. Por lo tanto, el fin de todas las cosas es el bien» [1]. El principio de conveniencia tiene, por consiguiente, la misma universalidad que el del fin.
330. ––Cuando se tiende a una cosa como un fin, ésta es un bien. El fin es siempre un bien. ¿Igualmente el sumo bien es el sumo fin?
––Por el mismo motivo, lo que es sumo bien será también el sumo fin. «Si nada tiende a una cosa tomada como fin, sino en cuanto que es buena, es preciso, pues, que el bien, en cuanto tal, sea fin». Se infiere de ello que: «lo que es sumo bien será también el sumo fin. Pero el sumo bien es único, y es Dios, según se probó (I, c. 32). Luego todo está ordenado, como a su fin, a un bien sumo, que es Dios». El sumo bien o fin último es Dios, porque el constitutivo formal divino es el mismo ser, que conlleva la suprema bondad o máxima perfección.
El sumo bien y fin es último, porque es la razón del atractivo que ejercen los otros fines próximos de los actos; de la misma manera que el sumo bien es la causa eficiente de los otros bienes, «como lo más cálido, como es el fuego, es la causa del calor de los otros cuerpos». Además, el sumo y último bien y fines únicos, porque la multiplicidad implica la distinción, y ésta la diferencia de perfecciones; y al sumo bien no le puede faltar perfección alguna.
A la idéntica conclusión –que hay un solo fin, al que se ordenan todas las cosas , que es Dios– se llega al advertir que: «Entre todas las causas obtiene la primacía el fin y a él deben las demás el ser causas en acto, porque el agente no obra si no es por el fin, como ya se demostró (c. 2). Puede afirmarse, por consiguiente: «el fin último es la primera causa de todo. Y, como el ser primera causa de todo ha de convenir necesariamente al ente primero, que es Dios, como ya se demostró (c. 1), síguese que Dios es el fin último, de todas las cosas».
Lo confirma la Escritura: «porque se dice en ella: «Todo lo ha hecho Dios para sí mismo» (Pr 16, 4). Y también: «Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último» (Ap 22, 13)». [2]
331. ––En el capítulo siguiente, el Aquinate lo inicia con esta anotación: «Queda por averiguar de qué modo es Dios el fin de todo». ¿Porqué hay que precisar el sentido en que Dios es el fin último?
––Nota Santo Tomás que hay que precisar como Dios es el fin último de todos los entes, porque ser fin último tiene dos sentidos. En primer lugar, porque: «Hay un tipo de fin que, aunque sea el primero en el causar, en cuanto que es intencionado, es, sin embargo, el último en el existir. Y como éste son todos los fines que un agente realiza con su acción; por ejemplo, el médico con su actuación lleva a efecto en el enfermo la salud, que es para él su fin». El fin de curar, que dirige la acción del médico, es lo primero en su intención, pero lo último en la ejecución de sus acciones médicas, si lo consigue finalmente. En estos casos, el fin es un final.
En segundo lugar: «Hay también otro fin que precede tanto en el causar como en el ser; así, llamamos fin a lo que uno pretende alcanzar con su acción o movimiento; como alcanza el fuego el lugar superior y el rey alcanza la ciudad peleando. Dios es, pues, fin de las cosas como algo que cada una ha de alcanzar a su modo». En el caso del rey, que desea luchar para conquistar una ciudad determinada, ésta es su fin en su intencionalidad, pero es también real, ya que es existente previamente a la de su intención y de su acción. El fin entonces es principio y es final.
Dios es fin último en este segundo sentido, porque: «Dios es el fin último de todo, siendo, no obstante, el primero de todas las cosas en el ser» y al mismo tiempo: «Dios es fin de las cosas como algo que cada una ha de alcanzar a su manera». No es un fin, que, al igual que otros fines, se realice con la acción; fines, que son lo primero en el causar –porque el fin es lo primero en la intención–, pero son lo último que se alcanza y, por tanto, un fin que es final.
332. ––¿Cómo procuran las cosas alcanzar su último fin?
––Para explicarlo, recuerda Santo Tomás, por una parte, que: «Todas las cosas creadas son ciertas imágenes del primer agente, es decir, Dios, pues todo agente hace semejante a sí». Por otra, precisa que: «La perfección de la imagen consiste en representar un ejemplar asemejándosele, pues esto es lo que la constituye como imagen». Debe así concluirse que: «Todas las cosas consiguen su último fin por la divina semejanza» Las cosas tienden alcanzar su último fin al tender a asemejarse a Dios.
Queda confirmado de qué todas las cosas apetezcan como último fin asemejarse a Dios, porque todas apetecen ser. «Es evidente que las cosas «apetecen naturalmente ser» (Aristóteles, Ética, IX, 7). Por eso, las que pueden corromperse resisten naturalmente la corrupción y tienden al lugar favorable a su conservación, como el fuego hacia arriba y la tierra hacia abajo». También, como ya se ha demostrado al tratar sobre la constitución de las criaturas: «Las cosas tienen ser en cuanto que se asemejan a Dios, que es el mismo ser subsistente, pues ellas no son más que participaciones del ser» [3]. Por consiguiente: «todas apetecen como último fin el asemejarse a Dios», que es el mismo ser, la posesión plena –y no en parte, o de manera participada, como las criaturas–, del ser.
Queda así explicado el que las cosas apetezcan como último fin asemejarse a Dios, porque apetecen naturalmente el ser. Por eso, se resisten de manera natural a perderlo y procuran conservarlo. Como consecuencia, todas apetecen como último fin asemejarse a Dios.
333. ––¿Qué relación tiene la apetencia del ser y del bien con la apetición de asemejarse a Dios?
––Las criaturas tienen ser, participan del ser, o lo tienen en parte, y su grado de bondad viene determinado por su grado de ser. En cambio, Dios es el mismo Ser subsistente, y, por ello, bondad esencial y absoluta. «Y, como lo que se considera propiamente como fin es bueno, siguese que las cosas tienden a asemejarse a Dios propiamente porque es bueno». Sin embargo: «las criaturas no consiguen la bondad tal cual se encuentra en Dios», como tampoco el ser divino, «aunque cada una de ellas copie a su manera la bondad divina».
La razón de esta semejanza particular de la criatura es porque: «La bondad de Dios es simple, como resumida en la unidad; porque el ser divino tiene en sí la plenitud absoluta de la perfección, según se probó (I, c. 28). De donde, como cada cosa tiene tanto de bondad cuanto tiene de perfección, el ser divino es su propia perfecta bondad».
En las criaturas, como se ha dicho, la perfección del vivir es un grado de ser y la perfección de entender, propio de las substancias espirituales, es un grado o participación del vivir y del ser. En cambio, en Dios, de la misma manera que no hay participación del ser, sino que es ser, tampoco posee vida o inteligencia participadas, sino que es ser, vida y espíritu. Su ser es vida y su ser y su vida son espíritu intelectual. Por tanto: «para Dios, el ser, vivir, el ser sabio y feliz y todo cuanto vemos que pertenece a la perfección y a la bondad, son una misma cosa, por así decirlo toda la bondad divina se identifica con el ser divino.
Además, como también se ha dicho: «el mismo ser divino es la substancia misma del Dios existente (I, c. 21, y ss.). Y esto no puede darse en las criaturas, porque ninguna substancia creada es su mismo ser (II, c. 15)». Por consiguiente: «si las cosas son buenas porque son y ninguna de ellas es su propio ser, ninguna de ellas es su misma bondad, sino que cada una es buena por participación de la bondad, como también cada una es ente por participación del ser».
Al igual que no todas las criaturas tienen el mismo grado de participación del ser, y, por tanto, en la participación del vivir y del entender: «no todas las cosas han sido constituidas en el mismo grado de bondad».
334. ––¿Sólo por su ser limitado o imperfecto las criaturas tienden a asemejarse a Dios como su último fin?
––La imperfección de las criaturas en su bondad, se da únicamente por su limitación en el ser, pero: «La bondad de la criatura, comparada con la de Dios, es imperfecta también por otra causa. Pues Dios, se ha dicho, encierra en sí mismo la suma perfección, mientras que la criatura no posee su perfección con una sola cosa, sino con muchas: «porque lo que en el supremo es único, en los inferiores es múltiple» (Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, c. 5, 7). Por eso, Dios se llama virtuoso, sabio y agente, por una sola razón, mientras que la criatura posee las perfecciones por varias razones. De manera que la perfecta bondad de una criatura requiere una multiplicidad, tanto mayor cuanto más alejada se encuentra la bondad primera».
Debe también tenerse en cuenta que: «Aunque Dios tenga en la simplicidad de su propio ser su perfecta y total bondad, sin embargo, las criaturas no pueden acercarse a la perfección de su bondad por solo su propio ser, sino por medio de pluralidad», como por ejemplo, las virtudes. «Por eso, aunque cada una sea buena en su ser, no obstante, si carece de cuanto se requiere para su bondad, no podrá llamarse buena en absoluto (…) En ninguna criatura se identifican el ser y el ser buena, tomado esto en sentido absoluto, a pesar de que cada una es buena en cuanto es. En Dios, en cambio, absolutamente es lo mismo ser y ser bueno».
Puede así concluirse: «Si cada cosa tiende como a su fin a la semejanza de la divina bondad y la reproduce en todo cuanto se refiere a su bondad propia, la cual consiste no sólo en su ser, sino también en cuanto ella requiere para alcanzar su propia perfección, se ve, pues, que las cosas están ordenadas a Dios como fin, no sólo en lo referente a su ser substancial, sino a todo cuanto les sobreviene como perteneciente a su perfección, e incluso en lo referente a sus propias operaciones, que son también requisitos de la perfección de la criatura» [4].
335. ––Si todas las criaturas tienden asemejarse a Dios en su ser y perfecciones, puede decirse que lo hacen también en sus acciones?
––Observa Santo Tomás que: «Una conclusión clara de lo anterior es que las cosas pretenden semejarse a Dios incluso en el hecho ser causas de otras». Existe a tendencia en la criatura a asemejarse en su ser y perfección a Dios y también en sus operaciones, o en el hecho de ser causa de otros seres.
Queda probado asimismo con el siguiente argumento: «Una cosa llega a su máxima perfección cuando es capaz de hacer otro semejante a sí; por ello, luce perfectamente lo que es capaz de iluminar otras cosas. Además, todo aquel que tiende a su perfección, tiende simultáneamente a semejarse a Dios. Luego lo que se dirige a ser causa de otros tiende a asemejarse a Dios» [5].
Claramente se advierte en la acción humana. Como ha notado Abelardo Lobato: «El hombre en verdad no puede crear, si por crear se entiende el paso de los entes de la nada al ser en acto. Eso es un privilegio exclusivo de Dios. Pero sí puede transformar una materia dada y ponerla a su servicio. En esto no hay otro límite sino lo que se vuelve enemigo de la misma naturaleza en la cual tiene que vivir. El hombre está llamado a tener un comportamiento inteligente en esta tarea de transformar la materia. El mundo entero está bajo su dominio. El ser humano mediante la mano y los instrumentos está capacitado a dar origen a esa esfera de la vida humana, que sin contradecir la misma naturaleza, la supera y la pone al servicio de las necesidades de los hombres. En este nivel de actividad transformadora de lo que ya existe la creatividad humana es ilimitada» [6].
336. ––Por lo explicado, el fin, o perfección última de las criaturas, consiste en asemejarse a Dios, su principio y su fin. No lo hacen de la misma manera, sino según el modo determinado por su misma naturaleza, o grado de participación de la semejanza divina. De acuerdo con su naturaleza obran, y « lo último por lo que una cosa se ordena al fin es su propia operación, según la diversidad de operaciones». ¿Cuáles son estas operaciones ordenadas a los fines propios de cada cosa?
––A los fines propios, en el sentido de próximos, subordinados todos al fin último, que no tiene ya otro fin superior, se tiende de diversas maneras, según sus las naturaleza de acuerdo con las cuales realizan sus operaciones. Explica Santo Tomás que: «Hay operaciones que consisten en mover a otro, como el calentar y el cortar», y, por tanto: «tienden a asemejarse a Dios en lo de ser causas». Se dirigen a sus fines de una manera pasiva. Son meros ejecutores, ignorantes de los fines, pero que han recibido de un agente intelectual, Dios, en las operaciones naturales, o del hombre, en las cosas artificiales.
Hay otras operaciones, que: «son una perfección de quien con su acción, no intenta provocar un cambio en otro», como son «entender, sentir y querer». En las acciones del conocimiento y de la petición, sensible e intelectual: «tienden a asemejarse a Dios conservando su propia perfección» [7]. Por los sentidos, se conocen los fines propios, aunque se ignoran que lo son en sí mismos, pero pueden dirigirse hacia ellos por sus apeticiones naturales o instintos impresos en su naturaleza por Dios.
En cambio, por el entendimiento y la voluntad, que posee el espíritu del hombre, se tiende a los propios fines de manera distinta, Con el entendimiento, se advierte la razón de la misma finalidad, y con la voluntad los elige libremente.
Sobre la tendencia del hombre al fin, tal como la explica Santo Tomás, comenta Abelardo Lobato: «El apetito trasciende cualquier limitación a una sola clase. Es universal, y todo ente finito tiende más allá de sí mismo, porque no se basta. La gran distinción está entre el tender por sí mismo o tender porque es llevado por la misma naturaleza».
Sin embargo, nota Lobato que: «En el hombre se dan las dos cosas. Por naturaleza tiende hacia todo aquello que es del hombre. Es movido por la inteligencia ordenadora». Su naturaleza en cuanto tal tiende a su fin, el bien en general, que lo conoce perfectamente, pero al que se dirige de una manera necesaria. Su voluntad, no en cuanto naturaleza, sino en cuanto tal como voluntad racional y libre, tiende al bien concreto elegido por sí misma, aunque también con el previo influjo de Dios. El hombre, por tanto: «se mueve a sí mismo en los actos que ejerce desde el poder de su libertad. Aún en estos el bien es siempre el motivo. Si no hay bien no hay atracción. El fin mueve porque tiene ya una actualidad en el bien que suscita el apetito. El fin y el bien es lo perfecto, lo perficiente y por ello lo amado» [8].
La finalidad última de todas las acciones de las criaturas es siempre «alcanzar la divina semejanza», y, para ello obran para realizar su fin propio, determinado por su naturaleza. Quedan así fijados los siguientes fines: «Los elementos simples existen para las cosas compuestas; éstas, para los vivientes; y, entre éstos, las plantas para los animales, y éstos, para el hombre. En consecuencia, el hombre es el fin de toda la generación». En esta escala de fines propios de las cosas inertes, las plantas y los animales, todas son para el hombre y al cumplir con su ordenación se asemejan a Dios. El hombre es así el fin último relativo de la creación, porque es el final de una serie de fines, pero por encima del mismo está el fin último absoluto, al que se orienta todo y que es Dios.
337. ––El Aquinate advierte que: «Puesto que por la misma cosa es la generación de las criaturas y su conservación en el ser resulta que, según sea el orden establecido para la generación, así será el orden de la conservación». ¿Cuál es el orden de la conservación?
––Lo expone Santo Tomás seguidamente con la siguiente observación: «vemos que los cuerpos compuestos se mantienen por las convenientes cualidades de los elementos; las plantas se nutren de los cuerpos compuestos; los animales, de las plantas; y así, lo más perfecto y poderoso de algo más imperfecto y débil».
Queda explicado así que: «el hombre se sirve de todo género de cosas para su utilidad. De unas, para comer; de otras, para vestir. Por eso nace desnudo como capacitado para procurarse el vestido con otras cosas; y tampoco encuentra ningún alimento dispuesto naturalmente para él, a no ser la leche, para que así trabaje en adquirirlo de las diversas cosas. Y de otras cosas se sirve como medios, pues en velocidad de movimientos y en resistencia para el trabajo es inferior a muchos animales, y ello le obliga a servirse de los mismos para ayudarse».
El hombre, añade Santo Tomás: «Por último se vale de todas las cosas sensibles para perfeccionar su conocimiento intelectual. Por este motivo, en un salmo dirigido a Dios se dice del hombre: «todo lo pusiste a sus pies» (Sal 8, 8). Y Aristóteles en la Política (I, c. 5) dice también que el hombre tiene dominio natural sobre todos los animales» [9].
Sobre esta privilegiada situación del hombre en la creación, escribió el tomista Victorino Rodríguez que: «La persona humana se abre y se proyecta en una infinidad de posibilidades y realizaciones dignas de su condición óntica de naturaleza racional y libre. Por la inteligencia está siempre en camino de dominar el universo, y por el ejercicio libre de sus facultades, de incidencia en el bien amable y apetecible, a todo se acerca y de todo disfruta sin saciarse mientras no descanse en Dios, según expresión de San Agustín» [10].
Advertía el profesor dominico que: «Es en esta capacidad de dominio sobre todas las cosas donde se patentiza su capacidad de dominio sobre todas las cosas donde se patentiza su condición de imagen de Dios, conforme al texto sagrado: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra». Es en esas dos proyecciones, hacia el verum y hacia el bonum, por donde se desarrolla el humanismo cristiano. El error y el vicio no humanizan, sino más bien deshumanizan, degradan, envilecen» [11].
Como conclusión de este pasaje, Santo Tomás afirma que el hombre es «el último fin de cuanto cae dentro del mundo de la generación y del movimiento» [12]. Un desarrollo de esta conclusión, se encuentra en lo que predicó en Nápoles, poco tiempo antes de su muerte: «Dios lo hizo todo para el hombre. Se lee en la Escritura: «Sometiste todas las cosas bajo sus pies» (Sal 8, 8). Además, entre todas las criaturas el hombre es la más semejante a Dios después de los ángeles, por lo que se lee en el Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (1, 26). Esto Dios no lo dijo del cielo ni de las estrella, sino del hombre, pero no se refería a su cuerpo sino a su alma, que goza de voluntad libre y de la incorruptibilidad, en lo cual se asemeja más a Dios que las demás criaturas».
Se desprende de ello, por una parte, que: «el hombre tiene una dignidad mayor que las otras criaturas, exceptuados los ángeles». También, por otra: «no rebajar nuestra propia dignidad jamás con los pecados y con el apetito desordenado de las cosas corporales, las cuales son inferiores a nosotros, y fueron creadas para nuestro servicio. Debemos ser tal como Dios nos hizo. Dios hizo al hombre para que dominase todas las cosas que hay en la tierra, y para que estuviese sometido a Él. Por consiguiente, debemos dominar y presidir las cosas, y someternos, obedecer y servir a Dios. Así llegaremos a gozar de Él; cosa que Él nos conceda» [13].
338. ––Según lo explicado todas las cosas: «por el hecho de tender a su perfección, tienden al bien, ya que cada cosa en tanto es buena en cuanto que es perfecta. Y tendiendo a ser buena, tiende a la semejanza divina, pues una cosa se asemeja a Dios en cuanto es buena». Por consiguiente, por un lado una cosa: « tiende al bien porque tiende a la semejanza divina», y, por otro: «este o aquel bien particular es apetecible en cuanto es una semejanza de la bondad divina» [14]. La ordenación a la semejanza divina es así universal. Todas las criaturas tienden a ella como a su último fin. ¿Hay diferencias en la tendencia universal al bien de todas las criaturas?
––Esta misma conclusión está expresada claramente en una de sus últimas obras de Santo Tomás. Después de probar que la semejanza a Dios justifica la multiplicidad y diferencias entre las cosas, para que así puedan representar de algún modo la bondad divina[15], añade: «todo movimiento y operación de una cosa cualquiera parece que tiende a lo perfecto; y todo lo que es perfecto tiene la cualidad de bueno, porque la perfección de una cosa es su bondad. Luego todo movimiento y acción de una cosa cualquiera tiende al bien; y como todo bien, cualquiera que sea, es una semejanza del Bien Sumo, a la manera que todo ser es semejanza del Primer Ser, se debe afirmar que el movimiento y la acción de cualquier cosa tiende a asimilarse a la bondad divina» [16].
En esta parte de la Suma contra los gentiles, afirma Santo Tomás que: «es claro que los seres carentes de conocimiento pueden obrar por un fin y apetecer el bien con apetito natural, y también la divina semejanza, e incluso la propia perfección. Y no hay lugar a diferencias en todo esto».
Explica que los «cuerpos naturales, aunque carezcan de conocimiento» se mueven y obran por un fin, porque: «tienden al fin como dirigidos por una substancia inteligente, tal cual la saeta tiende al blanco dirigida por el saetero. Porque, así como la saeta logra la inclinación a un fin determinado por el impulso del saetero, así también los cuerpos naturales logran inclinarse a sus propios fines por sus motores naturales, de los cuales reciben sus formas, poderes y movimientos».
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «El bien perteneciente a una cosa puede tomarse en muchos sentidos. En uno, en cuanto que significa su propio bien individual. Y de este modo apetece el animal su bien cuando apetece la comida, por la que se conserva en el ser. En otro sentido, en cuanto que significa su bien por razón de la especie. Y así apetece el animal su propio bien al apetecer la generación de la prole y su nutrición, o todo cuanto haga por la conservación y defensa de los individuos de su especie. En tercer lugar, cuando lo es por razón del género. Y así apetece el agente equívoco su propio bien cuando causa» [17].
Los agentes pueden ser unívocos y equívocos. Ambos comunican su perfección, porque: «cuanto hay de perfección en el efecto ha de haberlo en su causa eficiente». El agente es unívoco cuando causa la perfección «con la misma naturaleza». Por ejemplo: «cuando un hombre engendra a otro hombre». El agente es equívoco, cuando la causa «es mucho más elevada» que el efecto. Un ejemplo de ello sucede con el sol al comunicar su luz y calor. «Así en el sol está la semejanza de todo aquello que es producido por su energía» [18].
Por último: «Hay un cuarto sentido por razón de la semejanza analógica entre principiados y principio». Los agentes son análogos cuando los efectos y su causa no pertenecen al mismo género, como en los anteriores. «Y así Dios, que no está comprendido en ningún género, da por su bien el ser de todas las cosas»
Esto cuatro sentidos distintos de bien propio patentizan que: «cuando algo tiene un poder más perfecto y sobresale en más alto grado de bondad, tiene un apetito más universal del bien y lo busca y produce en cosas más distanciadas de él».
Queda ello confirmado, porque: «los seres imperfectos sólo tienden al bien propio del individuo; los perfectos al bien de la especie; los más perfectos que éstos, al bien del género; y Dios, que es perfectísimo en bondad al bien de todo ser. Se dice y con razón, que: «el bien, en cuanto tal, es difusivo» (Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, 4, 1), porque cuando mejor es una cosa, tanto hace llegar su bondad a cosas más lejanas. Y como: «lo que es perfectísimo en un género cualquiera es el ejemplar y la medida de todo cuanto está comprendido en él» (Aristóteles, Metafísica, I, 1), es preciso que Dios, que es perfectísimo en bondad y la difunde universalmente, sea, difundiéndola, el ejemplar de cuantos la difunden» [19].
339 ––¿Dios es también ejemplar o modelo de las criaturas por su perfección difusiva?
––El tomista Jaime Bofill, en su obra La escala de los seres, subtitulada El dinamismo de la perfección, al comentar los últimos pasajes citados de la Suma contra los gentiles, escribía: «Si las criaturas buscan la semejanza con Dios es, precisamente, para participar en lo posible en esta difusión de la divina Bondad» [20].
Precisaba también que: «Excepción hecha de los seres racionales, ningún otro podrá poseer a Dios en su misma Substancia; pero procurará unirse con El por semejanza, reproducir en su propia escala el modo de ser de Dios, este radiante, generoso modo de ser de Dios, todo efusión y amabilidad. Alcanzar esta semejanza, asegurar la presencia de Dios en sí mismos por el lazo misteriosísimo de la relación, «siendo perfectos como Dios es perfecto», tal va a ser –para el Universo entero, lo mismo que para el más insignificante de los seres– la razón que sostiene, en definitiva, todo el esfuerzo de su vida» [21].
Al considerar el modo cómo las criaturas tienen su fin en Dios, advertía que: «Dios, último Fin de toda criatura, no puede proponerse con respecto a ellas adquirir, sino dar. Es una exigencia de su infinita Perfección. Su proceder es absolutamente desinteresado, aunque sólo fuera porque las criaturas carecen de todo valor propio capaza de determinar la divina Acción. Pero entonces, el fin de toda criatura ha de ser, correlativamente, unirse a este Dios que lo es todo para ellas, que se comunica a ellas sin más reserva que la que impone a cada una su respectiva capacidad» [22].
Bofill mostraba que las perfecciones finitas de las cosas hacen: «remontarse en busca de un Ser Absoluto, necesariamente extramundano; de un Ser determinado por su infinitud, es decir, no por tener un fin, sino por ser él mismo Fin; en Quien toda perfección se realice plenamente. Este Ser es Dios. Todos los demás seres están pendientes de Dios, conformados a Él, ordenados a Él. Esta total religación es la forma más profunda de intencionalidad física que descubrimos en la Naturaleza» [23].
Se puede así sostener que «tan sólo por la perfección tiene la realidad sentido» [24]. Y concluir que: «El orden de la Naturaleza, con cada uno de los seres que la componen se explica (…) por la participación común de todos ellos en un movimiento ascensional, de convergencia hacia Dios, buscando la unión con él, como su Bien. Es el más profundo de aquellos deseos naturales que no pueden ser vanos» [25].
Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra gentiles, III, c. 16.
[2] Ibíd., c. 17.
[3] Ibíd., c. 19.
[5] Ibíd., c. 21.
[6] Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, Salamanca–Madrid, San Esteban-Edibesa, 1997, pp. 149-150.
[7] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 22.
[8] Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, op. cit., p. 257.
[9] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 22.
[10] Victorino Rodríguez, O.P., Estudios de antropología teológica, Madrid, Speiro, 1991, p. 262.
[11] Ibíd., pp. 262-263.
[12] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 22.
[13] ÍDEM, Consideraciones sobre el Credo, art. 1, 886.
[14] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 24.
[15] Cf. ÍDEM, Compendio de Teología, c. 102, 196.
[16] Ibíd., c. 103, 203.
[17] ÍDEM, III, c. 24.
[18] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 4, a. 2, in c.
[19] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 24
[20] Jaime Bofill, La escala de los seres, El dinamismo de la perfección, Barcelona, Ariel, 1950, p. 63-
[21] Ibíd., p. 63.
[22] Ibíd., pp. 65-66.
[23] Ibíd., p. 62. Añade: «Por ella se asegura l revelación de Dios Infinito en los entes finitos, a los que comunica –uno por uno y todos en conjunto– su eficacia, su hermosura, su atractivo» (Ibíd.).
[24] Ibíd., p. 8.
[25] Ibíd., p. 63.

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