sábado, 27 de mayo de 2017

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR


“Habiendo tomado nuestra condición humana, la elevó a la derecha de la gloria de Dios” (Canon Romano)
“Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo os de espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a que os llama, cuál la riqueza de la gloria y cuál la riqueza del poder con el que resucitó y sentó a su derecha a Cristo” Efesios 1,37.

Quiero comenzar esta homilía con esta oración ardentísima de Pablo, porque sólo con la respuesta del Padre de la gloria a nuestro deseo de que nos ilumine, podremos rastrear un poco el gran misterio que celebramos.

Nuestros ojos que ven tantas cosas, nuestro corazón, que tan fácilmente queda prendido de lo terreno e insustancial, y nuestras preocupaciones y desvelos por los afanes temporales y cotidianos, apenas si dejan un resquicio por donde filtrar el rayo de la luminosidad del cielo. Nos ocurre, a los que vivimos en la ciudad, que perdemos la noción de la naturaleza, metidos en el asfalto y en la altura de los grandes edificios, y nos olvidamos de gozar de la contemplación de la belleza serena de una luna llena y espléndida en una noche cubierta con un manto de estrellas brillantes, o de una ladera verde y perfumada con el verde de los pinos y de los abetos y hayas, o del impoluto y embriagante azahar de los naranjales. Y si esto nos ocurre con las bellezas de la naturaleza, ¿qué será con las sobrenaturales inmarcesibles?. El mal del materialismo y del empirismo, en el cual vivimos sumergidos, es pensar que lo que no vemos y tocamos y no podemos comprobar no existe. Sólo la fe, que nos representa la acción del misterio de la presencia del espíritu en nuestras vidas, en el mundo y en la historia, puede devolvernos la alegría, el estímulo para practicar la virtud, aunque no sea ni conocida, ni agradecida ni recompensada aquí, y el coraje para enfrentarnos a todas las dificultades y pruebas, incluso la muerte.

Por eso en esta celebración, insistamos en la oración al Padre para que ilumine con las luces poderosas de su Espíritu, nuestra mente adormecida, nuestra sensibilidad espiritual embotada, para que quede maravillada ante el esplendor de Cristo resucitado que sube al cielo. Si el Señor nos concede lo que le estamos pidiendo, saldremos de esta liturgia llenos de alegría, con el espíritu renovado y con mayores ganas de trabajar y de testificar que Jesús es el Hijo de Dios, que aunque se ha ido al Padre, no ha dejado esta tierra, sino que está más presente que nunca, con una presencia invisible, pero real y eficaz, como nos lo ha prometido: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” Mateo 28,20. Durante cuarenta días se había aparecido a los discípulos repetidas veces después de su resurrección, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y hablándoles del reino de Dios y dándoles el poder de hacer los sacramentos para establecerlo en la tierra. Pero ellos, permanecían todavía aferrados a su mesianismo terreno ancestral y le preguntan si éste es el momento de la restauración de la soberanía de Israel.

Que me perdone Fray Luís de León, pero sólo puedo comprender su célebre Oda a la Ascensión, pensando que, probablemente la compuso después de haberle sido notificado su arresto, que motiva el tinte lúgubre de la subida al cielo del Señor: “¡Y dejas, Pastor santo / tu grey en este valle, hondo, oscuro, / con soledad y llanto, / y tú, rompiendo el puro / aire, te vas al inmortal seguro! / Los antes bien hadados, / y los agora tristes y afligidos, / a tus pechos criados, / de tí desposeídos, / a dó cenvertirán ya sus sentidos?”. Querido Fray Luís: Que Jesús sólo nos deja visiblemente. Ni ha dejado la tierra porque estuviera desengañado de nuestra infidelidad, ni porque se hubiera cansado de nuestra torpeza, sino porque su tiempo terreno se había cumplido, y porque ahora ha comenzado nuestro tiempo, el tiempo de la Iglesia, por eso Lucas nos relata las palabras pronunciadas por los dos hombres, con vestidos blancos de sobrenaturalidad, dirigidas a los apóstoles: “Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” Hechos 1,1, como diciéndoles: “Manos a la obra, muchachos”. El reino ya ha comenzado. Su germen está ya aquí en la tierra y su crecimiento y desarrollo depende de vuestra actividad. El reino está allí donde late una chispa de vida que el Espíritu de Jesús alienta y hace crecer a su ritmo. Jesús está con vosotros, pero vosotros habéis de estar con él. Trabajad y haced el trabajo bien hecho. Viajad, predicad, rezad, bautizad, dispuestos al sufrimiento y al sacrificio. A donde no lleguéis vosotros, dadle una llamada de teléfono, que, aunque no oigáis su voz, estad seguros de que él oye la vuestra y os responde sin palabras, y os dará la inspiración en el momento oportuno, la palabra suave y amable cuando os asalte la cólera, la paciencia para seguir atendiendo a ese enfermo, la fortaleza en el aciago momento de la tentación, el discernimiento, para decidiros por lo que vale, y la fortaleza para seguir cargando con vuestra cruz. Después estaréis contentos, gozaréis de la victoria sin acordaros del sudor de la lucha, y experimentaréis que, aún viviendo en la tierra, os participa ya los bienes del cielo.

¿Qué otra cosa, sino, va a hacer ahora, al partir el pan resucitado, que es su cuerpo glorioso, y al daros a beber su sangre derramada, que haceros partícipes de su cielo, que os ha comprado con su muerte cruel, humillante y amarga y con la resurrección con que el Padre le ha glorificado, sentándolo a su derecha?

Dios nos ha dado dos toques de atención en estos últimos tiempos: La declaración de Santa Teresa del Niño Jesús Doctora de la Iglesia y la Beatificación del Padre Pío da Pietrelcina. Desde el dolor, la vida interior, la vida escondida, monótona y el amor, se construye y crece el Reino, más que desde las grandes acciones y las construcciones gigantescas, que (por otra parte, también se dan por añadidura, como el gran hospital e iglesia de San Giovanni Rotondo o la Basílica de Lisieux). Quiero decir que la Providencia, en este mundo materialista y buscador del éxito rápido, que se contagia también a la comunidad cristiana, que olvida las pequeñas acciones. El Papa recuerda ahora una de las acciones en crisis por poco brillantes, en su último Motu Propio Misericordia Dei: “Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles”. Y, sobre todo, el cultivo del amor puro, porque no se ve, ni aparece en el curriculum preparado para recibir triunfos terrenos, nos presenta el modelo a seguir para que desde la raíz sana crezcan las ramas, y florezcan y den fruto sazonado y perfecto, tanto si los estigmas son místicos y visibles, como si no se ven, como los de Pablo: “Yo llevo sobre mi cuerpo las señales del Señor Jesús” (Gal 6,17). Como las espinas gloriosas de la virginidad, siembra enorme de fecundidad en la persona, que con generosidad absoluta y confianza total en el Esposo Inmaculado, inmola todo su ser desde la raíz al Dios Creador Todopoderoso, que puede hacer de las piedras hijos de Abraham: “Escucha, hija, mira y tiende tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y el rey amará tu belleza. Vestida de brocados es conducida al rey, con su corte de vírgenes. Avanzan con alborozo y júbilo y entran en el palacio real. A cambio de tus padres tendrás hijos, que reinarán sobre la faz de la tierra” (Salmo 46,11). Lo contrario será construir torres de Babel, que al final se derrumban, o plantar abetos arrancados como árboles de Navidad, a los que hay que adornar con bolas de colores para que parezcan algo, porque están muertos. Son sarmientos secos, separados de la vid, sin savia vital. Dios no necesita nuestras obras, porque “suyas son las cimas de los montes; suyo es el mar pues él mismo lo hizo, y la tierra que formaron sus manos” (Sal 94,5) los árboles del bosque y las bestias del campo; sino nuestro amor. Sólo el amor y la unión con Cristo, de los sarmientos con la vid, son fecundos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseáis, y se realizará” (Jn 15,5).

En verdad, Cristo Cabeza de la Iglesia, nos lleva a nosotros, sus miembros, a donde está él, como nos lo había dicho: “Voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os lo prepare, volveré para llevaros conmigo; así, donde esté yo, estaréis también vosotros” (Jn 14,2).

Cantemos con alegría con el Salmo 46: “Dios asciende entre aclamaciones; pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo”. No asciende al cielo astral. No es un viaje planetario el suyo, ni lo será el nuestro. Cuando yo tenía cinco años, el día de la Ascensión, estuve gran parte de la mañana mirando al cielo, esperando ver subir a Jesús. El cielo es Dios, el Banquete, la nueva Jerusalén, la ciudad de Dios, la plenitud total y la dicha sin fin.

Pidamos a Dios que nos conceda el deseo vivo de estar junto a Cristo.


Jesús Marti Ballester

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