Muchos combates se libran cada día en el corazón del hombre, y esta lucha por
volver a Dios, debe ser positiva, alegre y constante.
I. La lucha misteriosa de Jacob con un ángel con
figura de hombre a orillas del río Yaboc señala un cambio radical en la vida
del Patriarca. Hasta aquí Jacob había llevado una conducta demasiado humana,
apoyado sólo en medios puramente naturales. A partir de este momento confiará
sobre todo en Dios, que reafirma en él la Alianza con el pueblo elegido.
Pudo
Jacob vencer en el combate solamente por la fuerza que Dios le comunicó, y la
lección de esta hazaña era que no le había de faltar la bendición y la
protección divina en las dificultades venideras [1]. Así lo expresa el libro de
la Sabiduría: Le concedió la palma en duro combate para enseñarle que la piedad
prevalece contra todo [2].
Para los
Santos Padres, esta escena del Antiguo Testamento es imagen del combate
espiritual que ha de sostener el cristiano ante fuerzas muy superiores a él, y
contra sus propias pasiones y tendencias, inclinadas al mal del pecado de
origen,: no es nuestra lucha contra la sangre y la carne -advierte San Pablo-,
sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de
este mundo contra los espíritus malos de los aires [3]. Son los ángeles
rebeldes, vencidos ya por Cristo, pero que no dejarán de incitar al mal hasta
el fin de la vida del hombre.
Todos lo
días hay combates en nuestro corazón, enseña San Agustín. Cada hombre en su
alma lucha contra un ejército. Los enemigos son la soberbia, la avaricia, la
gula, la sensualidad, la pereza… Y es difícil -añade el santo- que estos
ataques no nos produzcan alguna herida [4]. Sin embargo, tenernos la seguridad
de la victoria si echamos mano de los recursos que el Señor nos ha dado: la oración,
la mortificación, la sinceridad plena en la dirección espiritual, la ayuda de
nuestro Ángel Custodio y, sobre todo, de nuestra Madre Santa María. Además, «si
Aquel que ha entregado su vida por nosotros es el juez de esta lucha, ¿qué
orgullo y qué confianza no tendremos?
»En los
juegos olímpicos, el árbitro permanece en medio de los dos adversarios, sin
favorecer ni al uno ni al otro, esperando el desenlace. Si el árbitro se coloca
entre los dos contendientes, es porque su actitud es neutral. En el combate que
nos enfrenta al diablo, Cristo no permanece indiferente: está por entero de
nuestra parte. ¿Cómo puede ser esto? Veis que nada más entrar en la liza -son
palabras de San Juan Crisóstomo a unos cristianos en el día de su bautismo- nos
ha ungido, mientras que encadenaba al otro. Nos ha ungido con el óleo de la
alegría y a él le ha atado con lazos irrompibles para paralizar sus asaltos. Si
yo tengo un tropiezo, Él me tiende la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve
a poner de pie» [5].
Por
muchas que sean las tentaciones, las dificultades, las tribulaciones, Cristo es
nuestra seguridad. ¡Él no nos deja!, ¡Él no es neutral!, está siempre de
nuestra parte. Todos podemos decir con San Pablo: Omnia possum in eo qui me
confortat… Todo lo puedo en Cristo que me conforta, que me da las ayudas
necesarias si acudo a Él, a los medios que tiene establecidos.
II. Caminaba un montañero hacia un refugio de alta
montaña. El sendero subía más y más, y en ocasiones resultaba difícil dar un
paso; el frío azotaba su cara, pero el lugar era impresionante por el gran
silencio que allí reinaba y por la belleza del paisaje.
El
refugio, sencillo y tosco, resultó muy acogedor. Muy pronto observó que, sobre
la chimenea, estaba escrito algo con lo que se identificó plenamente: «Mi
puesto está en la cumbre». Allí está también nuestro sitio: en la cumbre, junto
a Cristo, en un deseo continuo de aspirar a la santidad en el lugar donde
estamos y a pesar de conocer bien el barro del que estamos hechos, las
flaquezas y los retrocesos. Pero sabemos también que el Señor nos pide el
esfuerzo pequeño y diario, la lucha sin tregua contra las pasiones que tienden
a tirarnos para abajo, el no pactar con los defectos, con los errores. Lo que
nos hará perseverar en este combate es el amor, el amor profundo a Cristo, a
quien buscamos incesantemente [6].
La lucha
ascética del cristiano ha de ser positiva, alegre, constante, con «espíritu
deportivo». «La santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que
quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa
que le mortifica, omite -si no es ofensa a Dios- otra que también le cuesta y
da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos actuáramos de otro
modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de
trapo.
»La
santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida:
vida sobrenatural» [7].
En la
lucha interior encontraremos también fracasos. Muchos de ellos tendrán poca
importancia; otros sí la tendrán, pero el desagravio y la contrición nos
acercarán más al Señor. Y si hubiéramos roto en pedazos lo más preciado de
nuestra vida, Dios sabrá recomponerla si somos humildes. Él perdona y ayuda
siempre, cuando acudimos con el corazón contrito. Hemos de aprender a
recomenzar muchas veces; con una alegría nueva, con una humildad nueva, pues
incluso si se ha ofendido mucho a Dios y se ha hecho mucho daño a los demás, se
puede estar después muy cerca del Señor en esta vida y luego en la otra, si
existe verdadero arrepentimiento, si se lleva una vida acompañada de
penitencia. Humildad, sinceridad, arrepentimiento…. y volver a empezar.
Dios
cuenta con nuestra fragilidad y perdona siempre, pero es preciso ser sinceros,
arrepentirse, levantarse. Hay una alegría incomparable en el Cielo cada vez que
recomenzamos. Y a lo largo de nuestro caminar tendremos que hacerlo en muchas
ocasiones, porque siempre habrá faltas, deficiencias, fragilidades, pecados.
Que no nos falte nunca la sinceridad de reconocerlo y de abrir el alma al Señor
en el Sagrario y en la dirección espiritual.
III. La lucha diaria del cristiano se concretará de
ordinario en cosas pequeñas: en fortaleza para cumplir delicadamente los actos
de piedad con el Señor, sin abandonarlos por cualquier otra cosa que se nos
presente, sin dejarnos llevar por el estado de ánimo de ese día o de ese
momento; en el modo de vivir la caridad, corrigiendo formas destempladas del
carácter (del mal carácter), esforzándonos por tener detalles de cordialidad,
de buen humor, de delicadeza con los demás; en realizar acabadamente el trabajo
que hemos ofrecido a Dios, sin chapuzas, con perfección; en poner los medios
para recibir la formación que necesitamos…
Victorias
y derrotas, caer y levantarse, recomenzar siempre…, esto es lo que pide el
Señor a todos. Esta lucha supone un amor vigilante, un deseo eficaz de buscarle
a lo largo del día. Este esfuerzo alegre es el polo opuesto a la tibieza, que
es dejadez, falta de interés en buscar a Dios, pereza y tristeza en nuestras
obligaciones para con Él y para con los demás.
En este
combate siempre contamos con la ayuda de nuestra Madre Santa María, que sigue
paso a paso nuestro caminar hacia su Hijo. En la Liturgia de las Horas, la
Iglesia recomienda todos los días a los sacerdotes esta Antífona de la Virgen:
Salve, Madre soberana del Redentor, Puerta del Cielo siempre abierta, Estrella
del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse… [8]. Este pueblo
que cae y lucha por levantarse somos nosotros todos. Y este cambio que se
produce cada vez que comenzamos -aunque sea en aspectos que parecen de poca
importancia: en el examen particular, en los consejos recibidos en la dirección
espiritual, en los propósitos del examen de conciencia- es el más grande que
podemos imaginar. ¡Cuánto más cuando se trata de pasar de la muerte del pecado
a la vida de la gracia! «La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha
alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha
llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en
épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia.
Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir “original”, acompaña
siempre el camino del hombre y, a través de los diversos acontecimientos históricos,
acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el “caer” y el “levantarse”,
entre la muerte y la vida» [9].
Cada vez
que recomenzamos, que nos decidimos a luchar una vez más, nos llega la ayuda de
Santa María, Medianera de todas las gracias. A Ella hemos de acudir con pleno
abandono cuando las tentaciones arrecien. «¡Madre mía! Las madres de la tierra
miran con mayor predilección al hijo más débil, al más enfermo, al más corto,
al pobre lisiado…
»-¡Señora!,
yo sé que tú eres más Madre que todas las madres juntas… Y, como yo soy tu
hijo… Y, como yo soy débil, y enfermo… y lisiado… y feo … » [10].
[1] Primera
lectura. Año 1. Gen 32, 22-32.
[2] Sab
10, 12.
[3] Ef 6,
12.
[4] SAN
AGUSTÍN, Comentario al Salmo 99.
[5] SAN
JUAN CRISÓSTOMO, Catequesis bautismales, 3, 9-10.
[6]
TANQUEREY, Compendio de teología ascética y mística, nn. 193 ss.
[7] J.
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, no. 156.
[8]
LITURGIA DE LAS HORAS, Antífona Alma Redemptoris Mater.
[9] JUAN
PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 52.
[10] J.
ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. c., n. 234.
Meditación
extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo IV, Martes de la 14ª Semana del
Tiempo Ordinario por Francisco Fernández Carvajal.
Francisco
Fernández Carvajal
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