Misa
solemne en la Basílica de San Pedro en la festividad de la Virgen de Guadalupe
«Que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que
sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los
compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz», pidió
el Papa durante la solemne celebración en la Basílica de San Pedro de la
festividad de la Virgen de Guadalupe, Patrona de América
Por tercer año consecutivo, el
Vaticano acogió una solemne celebración de la festividad de Nuestra Señora de
Guadalupe. Francisco mantuvo en 2013 la iniciativa puesta en marcha el año
anterior por su predecesor, Benedicto XVI, y ha vuelto a celebrarla este año
En la Eucaristía, se escucharon
las notas de la Misa Criolla del compositor argentino Ariel Ramírez.
Concelebraron con el Papa, además del cardenal Marc Ouellet, Presidente de la
Pontificia Comisión para América Latina, otros cuatro cardenales: Norberto
Rivera, arzobispo de la Ciudad de México; Raymundo Damasceno, arzobispo de
Aparecida, y los dos miembros del consejo de cardenales que asesoran al
Pontífice en la reforma de la Iglesia, el cardenal Francisco Javier Errázuriz,
arzobispo emérito de Santiago de Chile, y el arzobispo de Boston, el cardenal
Sean O’Malley.
El Pontífice invitó a confiar a
María la vida de los pueblos americanos y la misión continental de la Iglesia.
«La Santa Madre de Dios no sólo visitó a estos pueblos, sino que quiso quedarse
con ellos», dijo. «Por eso, nosotros, hoy aquí, podemos continuar alabando a
Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos
latinoamericanos».
«Que el futuro de América Latina
sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que
tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio,
por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de
Cristo, ‘porque de ellos es el Reino de los cielos’», pidió el Papa.
«América Latina –añadió– es el
continente de la esperanza», también «porque de ella se esperan nuevos modelos
de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y
equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana,
sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora». «Sólo es posible custodiar esa
esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad,
motores revolucionarios de auténtica vida nueva».
TEXTO DE LA HOMILÍA DEL PAPA
«Que te alaben, Señor, todos los
pueblos.
Ten piedad de nosotros y
bendícenos;
Vuelve, Señor, tus ojos a
nosotros.
Que conozca la tierra tu bondad y
los pueblos tu obra salvadora.
Las naciones con júbilo te
canten, porque juzgas al mundo con justicia (…)» (Sal 66).
La plegaria del salmista, de
súplica de perdón y bendición de pueblos y naciones y, a la vez, de jubilosa
alabanza, expresa el sentido espiritual de esta celebración Eucarística. Son
los pueblos y naciones de nuestra Patria Grande latinoamericana los que hoy
conmemoran con gratitud y alegría la festividad de su “patrona”, Nuestra Señora
de Guadalupe, cuya devoción se extiende desde Alaska a la Patagonia. Y con
Gabriel Arcángel y santa Isabel hasta nosotros, se eleva nuestra oración
filial: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…» (Lc
1,28).
En esta festividad de Nuestra
Señora de Guadalupe, haremos memoria agradecida de su visitación y compañía
materna; cantaremos con Ella su magnificat; y le confiaremos la vida de
nuestros pueblos y la misión continental de la Iglesia.
Cuando se apareció a San Juan
Diego en el Tepeyac, se presentó como «la perfecta siempre Virgen Santa María,
Madre del verdadero Dios» (Nican Mopohua); y dio lugar a una nueva
visitación.
Corrió premurosa a abrazar
también a los nuevos pueblos americanos, en dramática gestación. Fue como una
«gran señal aparecida en el cielo … una mujer vestida de sol, con la luna bajo
sus pies» (Ap 12,1), que asume en sí la simbología cultural y religiosa de los
indígenas, y anuncia y dona a su Hijo a los nuevos pueblos de mestizaje
desgarrado. Tantos saltaron de gozo y esperanza ante su visita y ante el don de
su Hijo y la más perfecta discípula del Señor se convirtió en la «gran misionera
que trajo el Evangelio a nuestra América» (Aparecida, 269). El Hijo de María
Santísima, Inmaculada encinta, se revela así desde los orígenes de la historia
de los nuevos pueblos como «el verdaderísimo Dios por quien se vive», buena
nueva de la dignidad filial de todos sus habitantes. Ya nadie más es siervo
sino todos somos hijos de un mismo Padre y hermanos entre nosotros. Y siervos
en el siervo.
La Santa Madre de Dios no sólo
visitó a estos pueblos sino que quiso quedarse con ellos. Dejó estampada misteriosamente
su sagrada imagen en la tilma de su mensajero para que la tuviéramos
bien presente, convirtiéndose así en símbolo de la alianza de María con estas
gentes, a quienes confiere alma y ternura. Por su intercesión, la fe cristiana
fue convirtiéndose en el más rico tesoro del alma de los pueblos americanos,
cuya perla preciosa es Jesucristo: un patrimonio que se transmite y manifiesta
hasta hoy en el bautismo de multitudes de personas, en la fe, esperanza y
caridad de muchos, en la preciosidad de la piedad popular y también en ese
ethos de los pueblos que se muestra en la conciencia de dignidad de la persona
humana, en la pasión por la justicia, en la solidaridad con los más pobres y
sufrientes, en la esperanza a veces contra toda esperanza
Por eso, nosotros, hoy aquí,
podemos continuar alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida
de los pueblos latinoamericanos. Dios ha ocultado estas cosas a sabios y
entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos
de corazón» (cf. Mt 11,21).
En las maravillas que ha
realizado el Señor en María, Ella reconoce el estilo y el modo de actuar de su
Hijo en la historia de la salvación. Trastocando los juicios mundanos,
destruyendo los ídolos del poder, de la riqueza, del éxito a todo precio,
denunciando la autosuficiencia, la soberbia y los mesianismos secularizados que
alejan de Dios, el cántico mariano confiesa que Dios se complace en subvertir
las ideologías y jerarquías mundanas.
Enaltece a los humildes, viene en
auxilio de los pobres y pequeños, colma de bienes, bendiciones y esperanzas a
los que confían en su misericordia de generación en generación, mientras
derriba de sus tronos a los ricos, potentes y dominadores.
El Magnificat así nos
introduce en las bienaventuranzas, síntesis y ley primordial del mensaje
evangélico. A su luz, hoy nos sentimos movidos a pedir una gracia, la gracia
tan cristiana: que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los
que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por
los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por
los perseguidos a causa del nombre de Cristo, porque de ellos es el Reino de
los cielos.
Sea la gracia de ser forjados por
ellos, a los cuales hoy día el sistema idolátrico de la cultura del descarte
los relega a la categoría de esclavos, de objetos de aprovechamiento o
simplemente a desperdicio.
Y hacemos esta petición porque
América Latina es el continente de la esperanza; porque de ella se esperan
nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso
civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y
tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría
esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de
verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de
auténtica vida nueva.
Pongamos estas realidades y estos
deseos en la mesa del altar, como ofrenda agradable a Dios. Suplicando su
perdón y confiando en su misericordia, celebramos el sacrificio y victoria
pascual de Nuestro Señor Jesucristo.
Él es el único Señor, el libertador
de todas nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él es la piedra
angular de la Historia y fue el gran descartado.
Él nos llama a vivir la verdadera
vida, una vida más humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las
puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos» (Ap 21,1).
Suplicamos a la Santísima Virgen
María, en su advocación guadalupana –a la Madre de Dios, a la Reina, a la
Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, como la llamó san Juan Diego, y con
todos los apelativos cariñosos con los que se dirigen a Ella en la piedad
popular–, le suplicamos que continúe acompañando, auxiliando y protegiendo a
nuestros pueblos.
Y que conduzca de la mano a todos
los hijos que peregrinan en estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo,
Nuestro Señor, presente en la Iglesia, en su sacramentalidad, y especialmente
en la Eucaristía, presente en el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en
el santo pueblo fiel de Dios, en los que sufren y en los humildes de corazón.
Y si este programa tan audaz nos
asusta o la pusilanimidad mundana nos amenaza, que Ella nos vuelva a hablar al
corazón y nos haga sentir su voz de madre, de madrecita, de madraza, ¿Por qué
tienes miedo si yo estoy aquí que soy tu madre?
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