sábado, 15 de noviembre de 2014

LA TRISTEZA COMO TENTACIÓN


Podemos hablar de dos significados sobre la tristeza. Uno como emoción natural que nos vuelve más humanos, abiertos, sanos, sensibles a la realidad y otro como un estado habitual que termina por hacernos daño. Cuando nos sentimos tristes ante una situación difícil, de ninguna manera estamos siendo tentados, sino humanizados por el hecho de enfrentarnos a una experiencia desconcertante, dolorosa, capaz de hacer tambalear las supuestas seguridades y, desde ahí, volver nuestra mirada a Jesús. Ahora bien, la cosa cambia al tener todos los medios –oración, sacramentos y buenas obras- para animarnos y preferimos dejarnos morir o, en su caso, retroceder ante las exigencias de la fe. Llegados a este punto, hay que tener mucho cuidado, pues cuando la tristeza se vuelve crónica sin que medie alguna enfermedad, puede deberse a un engaño del demonio, quien busca desanimarnos a como dé lugar con tal de que nos olvidemos de Dios y del proyecto que quiere construir en nosotros y a través de nosotros. Lo malo no es estar tristes, sino dejar que esa tristeza eclipse las virtudes teologales de la fe y de la esperanza. ¿Cómo evitarlo? Siendo hombres y mujeres de oración. Quien se acerca a Dios consigue que los diferentes rasgos de su persona, lejos de quedar como cabos sueltos y/o encontrados, se integren hasta alcanzar la sencillez de la humildad que se traduce en paz con Dios, los demás y, por supuesto, con uno mismo.

Se puede estar siendo probado y, al mismo tiempo, conservar el buen humor. Esto ha caracterizado a los santos de todos los tiempos. El problema es que luego no sabemos cómo manejar el dolor y terminamos buscando respuestas en los lugares equivocados, pudiendo haber ido desde el primer momento ante el sagrario para poner las cosas en orden y, desde ahí, alcanzar la puesta en práctica del Evangelio como un camino tan desafiante como alegre. No debemos acostumbrarnos a la tristeza, porque Dios está con nosotros y eso es más que suficiente. Si le creemos, incluso en medio de las luchas interiores por serle fiel, todo problema o dolor se vuelve relativo, pequeño ante la felicidad que Jesús nos ofrece y que es realizable desde ahora, aunque adquiera su carácter definitivo y máximo esplendor en el cielo, en la vida eterna.

La oración y los sacramentos no son una serie de adornos o reliquias del medievo, sino dos realidades inauguradas por Jesús para ayudarnos a liberarnos de todos aquellos esquemas o meras ideas que nos alejan de su amor. En cuanto a la tristeza, la acepta como emoción, pero advierte sobre el riesgo de hacerla parte de nuestro estado de ánimo al punto de perder la capacidad para reír. Si nos despertamos y, al contemplar el nuevo día, accedemos una y otra vez a la tristeza que deja el demonio, podemos llegar a prescindir de Dios y encontrarnos con la nada. De ahí la importancia de saber consagrarle nuestras penas y alegrías para que sea él quien nos ayude a mantener una actitud alegre, confiada en las promesas de Jesús y no resignada, aburrida, cansada, abatida o simplemente indiferente. La Eucaristía anima, pues al recibir a Cristo es posible mirar la vida en su conjunto y encontrar motivos fuertes para seguir adelante.

Carlos J. Díaz Rodríguez

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