domingo, 8 de junio de 2014

PENTECOSTÉS


Hechos de los apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23

«De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa. Vieron aparecer unas lenguas que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron de Espíritu Santo»

«El Espíritu Santo hoy nos saca de la masificación, nos hace alegrarnos en los dones que nos ha dado. Nos capacita para amar más desde nuestra verdad. Nos hace creativos»

Tal vez las cosas no sean siempre tal y como las vemos. Muchos miedos están en nuestra imaginación, pero a veces no son reales. Van creciendo en el corazón fruto de una fantasía exagerada. A lo mejor somos exagerados, poco matizados. Vemos la botella medio vacía y pensamos que todo va a ir mal cuando algo no nos resulta. Confundimos la parte con el todo. Exageramos las pérdidas y los contratiempos. Damos menos valor a las pequeñas ganancias. Nos da miedo que todo nos salga mal. Como si todos los planetas se alinearan de tal forma que no nos quedase otra cosa que hacerlo todo mal. Escribía Mario Benedetti: «No te rindas, por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento, aun hay fuego en tu alma, aun hay vida en tus sueños, porque cada día es un comienzo, porque esta es la hora y el mejor momento, porque no estás sola, porque yo te quiero». Tal vez falla la confianza en nuestras propias fuerzas. Tal vez nos falta fe en la victoria final que Cristo ya ha logrado, fe en la vida plena que Dios nos ha prometido, fe en ese Dios que camina a nuestro lado y no nos deja, y nos quiere, aunque muchas veces no sintamos su presencia y no nos conforte su abrazo. Esa misma fe que nos permite creer en lo que no vemos y mirar más allá de la muralla que nos frena. La fe nos permite vislumbrar un mundo transformado por Dios, un mundo renovado, nuevo, lleno de luz y de vida, un mundo donde el amor triunfa y la verdad se impone. Pero a veces nos quedamos sólo en lo que vemos, en lo tangible, en lo que podemos controlar. Nos detenemos pesarosos ante las derrotas y los fracasos, ante las pérdidas. Nuestros miedos detienen nuestros pasos. Nos gustaría tener esa fe en lo que escapa a nuestros planes. La fe se fundamenta en creer en aquello que no vemos, que no poseemos, que no tenemos. Va contra la lógica pensar que podemos lo imposible. Pero la fe nos permite confiar. Decía el P. Kentenich: «La infancia espiritual consiste en arriesgar el máximo de amor basándose en un mínimo de conocimiento puramente natural. La infancia espiritual es sobre todo entrega y después cobijamiento»[1]. Sólo si somos como niños la vida comienza a ser diferente. El niño confía y arriesga, se fía y camina. No necesita grandes certezas para ponerse en camino. Tal vez cree que tiene poco que perder y por eso se la juega. Es el paso de los años lo que ralentiza nuestro valor, lo que pulveriza el entusiasmo. Los niños no tienen mucho que perder, han vivido poco, casi no han echado raíces. Los adultos han acumulado muchos días, se han apegado a la vida y sus bienes, han invertido mucho tiempo y esperan el fruto. No quieren perder nada. Han dado su vida con entusiasmo, han dejado su alma a jirones por el camino.

Es tal vez por eso que los que somos adultos tememos perder lo ya conquistado. Tal vez por eso ya no arriesgamos tanto y pensamos que es mejor conservar lo que tenemos, ser más cautos. Guardamos, aseguramos, esperamos. Somos más conservadores. Pensamos más los pasos a dar. No creemos en lo que no vemos. No confiamos en lo que no es una certeza. Vivir así es limitante. El corazón se aburguesa. Conozco personas que ya no quieren arriesgar más porque han apostado mucho. Han perdido y han ganado. Han sufrido y han reído. Tienen ya bastante. Conocen a suficientes personas y no necesitan conocer a nadie más, porque no dan abasto, porque no les interesa. Ya han logrado lo que querían y sólo tienen que dejarlo en herencia. Ya no sueñan, ya no esperan nada. Y así pueden perder la paz. Se vuelven desconfiados. Se cierran a la vida y a la gracia. Como decía el Papa Francisco siendo Arzobispo en Buenos Aires: «Acostumbrados a sospechar de todo, van desconociendo, poco a poco, la paz propia de la confianza en el Señor. La buena solución de los conflictos debe pasar, según su sentir, por el tamiz de su continuo control. Son continuamente agitados por la ansiedad, la cual es fruto combinado de la ira y de la pereza»[2]. Pero la vida no es sólo eso. Es mucho más. Siempre podemos hacer algo nuevo, transitar un nuevo camino, soñar un nuevo sueño. Podemos conocer nuevos corazones y sembrar ilusiones allí donde estemos. Podemos alcanzar nuevas cumbres, aunque nos falten las fuerzas. Podemos esperar el infinito, aunque todo nos parezca temporal y todo lo que toquemos acabe desapareciendo. Podemos echar raíces más hondas que las que ya tenemos. Podemos madurar, crecer, sanar, reír. Conocer a más personas, abrirnos a más corazones. Podemos dar más en esta vida. Amar más, sufrir más por los demás. Podemos renunciar con una sonrisa cuando sea necesario, sin miedo a seguir entregando. Sufrir sin perder la alegría, aunque duele el alma. Construir nuevas catedrales que parecían imposibles. Aunque sólo sepamos que estamos tallando piedras. Una vida así ensancha el corazón. Vale la pena.
A veces, en el camino de la vida, no entra la luz. Todo parece opaco: la vida, el mundo, los sueños. No hay ilusión ni esperanza. A veces, si somos sinceros, es verdad, el alma se muestra algo espesa, oscura, triste. Sin entender las razones. Bueno, algunas razones tiene. No entiende los sinsentidos. Quiere saberlo todo ya, de golpe, de repente. Y sufre. El alma sufre al no poseer para siempre los sueños, al no descifrar claramente los signos. No satisfacen el corazón las alegrías de los sentidos. Como decía el P. Kentenich: «Las alegrías que realmente confortan son las alegrías del alma y no tanto las de los sentidos»[3]. Sufrimos al no poseer lo que pensamos nos hará felices. Pero son alegrías temporales. Por eso, al no tener seguro el futuro incierto, sufrimos y nos agobiamos. Pero, ¿qué importa realmente si toda la vida es un don? Pero nos pesa e hipotecamos la felicidad pensando que poseyendo lo que no tenemos, seremos más dichosos. Luego lo logramos y no lo somos. ¿Quién nos libra de la enfermedad o de la muerte? Nadie. Y el corazón tiembla. Quiere poseer y pierde. Quiere retener y se le escapan los sueños. Es extraño. En la sala oscura del Cenáculo, donde se encuentran los discípulos reunidos con María, no hay esperanza. En la sala del Cenáculo igual que en nuestra vida. Allí, sólo María brilla, elevada sobre los hombres, acogiendo a todos bajo su manto. Sí, sólo Ella. Que aprendió a vivir sin certezas, abrazada a un amor que se hizo carne en su seno, confiando en unas palabras que expresaban sólo misterios. Sí, sólo Ella, firme, segura, confiada. Como lo estuvo al pie de la cruz. Sin retener las lágrimas, porque el llanto libera el dolor y le pone nombre. Las lágrimas son un río de vida que sana heridas. Las heridas de Jesús crucificado. Las heridas de Juan herido por el abandono. Como nosotros que caminamos encorvados por el peso del dolor, sin entender de dónde procede. Un dolor a veces sin colores. Un dolor extraño, sin nombre, sin origen, sin final. Sí, las lágrimas nos sanan. Las propias y las de quienes nos aman. Son esas lágrimas que salvan el corazón cuando más sufre. Las lágrimas de María al pie de la cruz sostuvieron a su hijo como un río, como un mar seguro, como una cascada de esperanza. María ahora en el Cenáculo tal vez no llora. Ya ha llorado mucho. Ahora sonríe. Hacen también bien las sonrisas. Son como una bálsamo que levanta. Como un canto de aliento. Como un grito contra el silencio de la noche. Sí, María calla, sonríe, llora, confía. Sí, su sonrisa nos levanta. Los levantó a ellos esa noche. Cuando estaban divididos. Les hizo confiar y creer. Ese vínculo los sanó. Como dice el P. Kentenich: «Si poseo una fuerte vinculación a María, todas las palabras del ámbito religioso que escuche cobrarán vida enseguida. La verdad, la palabra abstracta, se hará vida. María es un medio poderoso para transmitir la vida de Cristo, para llevar a Cristo»[4]. En esos momentos amaron a María y todo lo que habían escuchado, todas las palabras guardadas, todo lo que Jesús les dijo, cobró vida en su corazón. María los sostuvo, engendró a Cristo en sus almas. Cuando no confiaban los unos en los otros los unió con lazos íntimos de amor. Cuando las envidias y los celos por el amor recibido y entregado crecían, María sembró paz. ¡Qué difícil desentrañar los misterios a oscuras, sin ayuda, solos! María tiene una luz en sus manos. Una luz tenue, la de una vela encendida. Una simple luz que corre el riesgo de apagarse si no se encienden otras llamas en el corazón. Los discípulos esperaban palabras de aliento, una mirada para abrir las puertas y salir a proclamar a Cristo. El miedo seguía arraigado en el alma. No confiaban en nadie. Tal vez sí en María. Ella era su madre, Ella tenía que saber más que ellos, Ella había esperado treinta años sin certezas, sin ver cumplidas las promesas. Ella había permanecido firme en la cruz cuando todos ellos habían huido. Sí. Sólo Ella lo sabía todo y confiaba. Y ellos creían por Ella.

La frase con la que comienza el relato, deja ver todo lo humano de ese día de Pentecostés: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar». Nuestra parte es importante. Aunque sea sólo una frase. Estaban todos reunidos, todos juntos. Esta vez no faltaba ninguno. Tomás también estaba. Ahora necesitaban esperar y recordar juntos, implorar en comunidad. Se necesitaban los unos a los otros. La fe de uno sostiene al otro. ¡Cuántas veces creo porque otro cree! ¡Cuántas veces otros creen sin ver porque se fían de mi fe! ¿Con quién nos reunimos junto a María anhelando el Espíritu de Dios? ¿En quién nos apoyamos cuando desfallece la fe? María los reúne, los une. María está allí, oculta, pasa desapercibida, discreta, callada, firme, fiel, amando. Es el papel de la madre, la que une a los hijos, la que conserva el fuego del hogar. En un mismo lugar. Comparten la ausencia igual que compartieron la presencia, y al estar juntos parece que los recuerdos están más vivos. Comparten el anhelo igual que compartieron un día junto a Él su mismo camino. Comparten el miedo y la esperanza como compartieron la alegría y la pesca, el asombro por los milagros. Es el tiempo de construir la comunidad, ahora orante, ahora en catacumbas, ahora vacilante, pero unida. Unida por su historia con Jesús, unida por María, unida por esa misión que aún no conocen, por el amor que han recibido, por la necesidad de que Jesús vuelva y les muestre el camino ahora que se sienten tan perdidos. ¡Qué importante permanecer unidos!: «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos hemos bebido de un solo Espíritu». 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13. Diversidad de dones, diversidad de misiones, diversidad de funciones en nuestra Iglesia, en el mundo. Todos unidos en un mismo Espíritu, en un mismo amor. Comienzan todos unidos en un mismo lugar, aquella sala en la que compartieron la última cena. Ese lugar que guarda tantos recuerdos, tantas palabras, tantos gestos. Allí recibieron a Jesús en su cuerpo y ahora lo recibirán en su Espíritu. Dios siempre es fiel a nuestra historia. No se inventa cosas, construye sobre mi vida, mi tiempo, mi lugar, mi rincón, mi herida y mi sed concreta. Vuelve a los lugares comunes. Llega. La última vez que se reunieron juntos los apóstoles fue allí, cuando Jesús aún estaba con ellos. Es un lugar que está lleno de su presencia, de sus recuerdos, de sus gestos de amor lavándoles los pies, partiéndose, derramándose. Allí les dijo que eran sus amigos, allí oró por ellos al Padre, allí cenaron por última vez después de tantas veces, allí los amó hasta el extremo, allí les prometió que volvería, que nunca los dejaría solos. Ese lugar era sagrado. Dios, nos habla cuando volvemos a lugares donde fuimos amados, donde amamos, donde nos atamos a la vida, donde estuvimos cerca de Dios. Es el lugar del amor. María les recordaría sus palabras. Orarían junto a Ella. Confiarían a su lado. Su fe no desfallecía.
El Espíritu Santo hace todo nuevo. Renueva la tierra, renueva nuestras vidas. Pienso que el amor de Dios es creativo. Busca la forma de llegar a nosotros, cada día busca el camino de mi corazón, una y mil veces vuelve a por mí. Siempre viene a mí. Vino en Jesús, vino en María. Vino a los apóstoles y se postró a sus pies. Vino a los santos a lo largo de siglos y se mostró en sus vidas. Se hizo pobre para poder entrar en sus corazones y cambiarlo todo. Es así que se queda en la Eucaristía, en su palabra guardada en el alma. Es ese Dios que me promete su Espíritu que lo inundará todo. Es capaz de hacer de la ausencia motivo de espera y de su presencia razón para la fiesta. En una noche de vida su ausencia se convertirá en presencia y el miedo de todos en fuerza y valentía: «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería». Dios llega y lo inunda todo. Sin avisar. Se rompe el silencio de Dios que tanto nos duele a veces en la vida. Lo oyen todos. Porque están orando. Porque están con María. El ruido de Dios es a veces viento recio, a veces brisa suave. Pero tenemos que hacer silencio en nuestro interior para escucharlo. Ese ruido llenó toda la casa. Llenó los silencios de cada uno. No con palabras, no es una voz que les dice lo que tienen que hacer. A lo mejor es lo que cada uno esperaba, que Jesús les diese instrucciones precisas. Algunos se asustarían. Es un ruido que es presencia, que lo llena todo. Es un viento que los envuelve, que les recuerda que no les ha dejado solos. Aún no saben lo que está pasando. Probablemente necesitarán tiempo para darse cuenta de lo que sucedió ese día. Es el viento que empuja la barca en el mar, el viento que da frescor cuando tenemos calor y estamos agotados, el viento que azota en la cara cuando caminamos y nos recuerda que estamos vivos, el viento que algunos días nos empuja y no sabemos por qué vamos más rápido. Es el viento que aviva esa pequeña llama que a veces está algo ahogada en el alma por el dolor, por la ausencia, por la rutina y el vacío. Es el viento que todo lo hace nuevo, nace algo. Es también el fuego que se posa sobre cada uno. El Espíritu llega al Cenáculo donde están todos. Es una experiencia de familia que les va a unir para siempre. Pero para cada uno tiene un don especial. Se posa encima, como tantas veces se posaron las manos de Jesús acariciando la cabeza de cada uno, bendiciendo, sanando. Cada uno, en ese momento, sentiría en su corazón ese calor de Jesús. Está con ellos, ya no se va a morir, no va a decir que asciende y se va al cielo. Esta vez es para siempre. Sus palabras de amor, de ánimo, su presencia que lo llena todo, les va a acompañar a cada uno hasta la muerte. Para cada uno tiene ese día una palabra, un carisma, un don. El Espíritu empuja la Iglesia, su misión, y empuja a cada uno en su misión particular. A cada uno el Espíritu le recordará las palabras que Jesús le dijo. El Espíritu de Dios se adapta a cada hombre. Llena el alma de cada uno en función de su anhelo, de su nombre, de su historia. Es una llama que ilumina, a veces muy poco, sólo un paso. Después de ese paso iluminará otro. Una luz personal. Ese día había un calor diferente, una luz diferente. Dios no es rígido. Dios viene a mí. Siempre viene. Se adapta a mi alma, a mi historia, a mi anhelo, a mi sed particular, a mi miedo, a mi oscuridad, a mi grito. El día de hoy es un día lleno de esperanza. Nunca se va Dios de nuestra vida. Siempre llega de nuevo, entra, pasa, llega a mi vida y a lo hondo de mi corazón. Lo cambia todo. El Espíritu llega a todos y se posa en cada uno. Llena toda la casa con su ruido y con su viento. Pero luego se detiene en cada corazón. Así fue Jesús en la tierra, amó a todos, amó sin medida, pero con cada uno tenía una palabra y un relación diferente, una intimidad especial, una complicidad. Mi lugar, ese jardín interior de mi alma, ese espacio que comparto con pocos, porque es lo más propio de mi vida. Ahí es donde hoy me quiero retirar para encontrarme con Dios en silencio. Ahí es donde hoy Dios quiere llegar, y toca a la puerta de mi alma. Mi intimidad, el mar profundo, el pozo hondo. El anhelo infinito. Allí me habla y llama.

Siempre me conforta pensar que la Iglesia es conducida por el Espíritu Santo. Ese día de Pentecostés se hizo vida en un grupo de hombres llenos de valor. Y desde entonces nunca nos ha dejado solos. El Espíritu Santo nunca abdica, no renuncia, no abandona el timón de nuestra barca. Esa confianza nos da paz. Somos santos y pecadores. Somos capaces de lo más grande y de lo peor casi sin darnos cuenta. Tocamos las cumbres más altas y bajamos a los más profundos infiernos. Nos caemos torpemente. Nos levantamos con agilidad felina. Siempre me sorprende. La Iglesia tiene mártires y fraudes. Escándalos y milagros. Almas puras forjadas en el desinterés y la entrega y otras deseosas de obtener ganancia a costa de quien sea. Siempre ha sido así. Siempre será así. A veces duele el alma al ver incoherencias, al sentir el pecado, al tocar la propia debilidad. Sí, duele el corazón al ver que no somos capaces de subir a las cumbres más altas. Nos entristecemos y podemos llegar a desconfiar del poder de Dios. Podemos alejarnos de esa Iglesia a la que amamos cuando vemos su pecado. Pero no hay que temer. El Espíritu Santo ha guiado a la Iglesia durante siglos y lo seguirá haciendo. Por eso cada Pentecostés es una nueva ocasión para implorar la venida del Espíritu Santo. No hay nada más triste que una Iglesia no renovada. Siempre estamos en camino. No somos una Iglesia en reposo, estática, detenida, inamovible. Vamos caminando. El Espíritu viene una y otra vez para renovar nuestro espíritu, para que no nos acomodemos. Renueva el corazón de los creyentes y nos devuelve la pasión por la vida, por el hombre, por la misión. Hemos sido enviados a cambiar el mundo y la misión supera nuestras fuerzas. Por eso, como los discípulos en el Cenáculo, imploramos los dones del Espíritu. El Espíritu Santo se manifiesta en el silencio, actúa cuando abrimos el corazón: «El Espíritu Santo siempre habla bajito, en tranquilidad, nunca apurado o en la agitación». Hoy escuchamos todo lo que hace cuando dejamos que actúe: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero». Son palabras de esperanza. Su presencia renueva la faz de la tierra, de la Iglesia. No nos quedamos quietos. Imploramos, suplicamos, nos arrodillamos. Queremos salir a anunciar su amor. Lo hacemos como los niños, con un corazón abierto, sencillo y pobre.

El Espíritu Santo es el Espíritu de la alegría. Dice el Evangelio: «Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Muchas veces la tristeza nos embarga. Pensamos en lo que no tenemos, en lo que nos falta y vivimos afligidos. Como decía Epicteto, un filósofo griego de la escuela estoica: «Sabio es el hombre que no se lamenta por lo que no tiene, si no que se alegra por lo que tiene».Estamos llamados a ser sabios. A saber vivir el presente, sin llorar por lo perdido, sin amargarnos con lo que la vida no nos ha dado. La alegría del que sabe valorar la vida en lo que es. Sin grandes pretensiones. Sin esgrimir derechos. Sin exigir que los demás nos den lo que según pensamos nos pertenece. La alegría de caminar, sin pensar en la meta. La alegría de vivir el momento, sin angustiarnos por lo que ha de venir. La alegría de poseer sin retener, de disfrutar sin angustias, de amar sin exigencias, de darlo todo sin esperar nada. Es la alegría de la posesión del bien deseado. El bien que soñamos, el bien que nadie nos debe y la vida regala. La alegría de estar donde pensamos que Dios nos quiere. Sin quejas, sonriendo al mundo, a la mañana, a los hombres. La alegría de dar y poseer, de entregar y agradecer. La alegría de compartir el camino y el silencio, las voces y la paz, los éxitos y los fracasos. La alegría de saber que Dios nos ama donde estamos. En nuestra limitación, en nuestra pobreza. La alegría de hacer bien lo que podemos, lo que se nos ha dado, lo que Dios ha puesto en nuestras manos. Esa alegría tranquila, sin grandes risas, discreta, callada. La alegría que no se queja, que espera siempre y sueña. Decía el P. Kentenich: «La alegría de cada día, en la que se tiene la serena y aquietante conciencia de reposar en el deseo de Dios, en la voluntad de Dios»[5]. Es una alegría cotidiana, de andar por casa, haciendo lo que Dios nos pide. No la alegría sólo de los grandes acontecimientos. Pero siempre es una alegría unida profundamente con el amor: «La alegría perfecta depende también de la unión permanente con su fundamento: el amor. Cuanto más perfecto sea el amor, más perfecta será la alegría»[6]. Y cita a J. Pieper: « ¿No hay acaso innumerables motivos para la alegría? ¡Sí! Pero todos tienen un único denominador común: que se reciba o se posea lo que se ama». La alegría tiene que ver con el amor y con el bien que amamos. Por eso es la alegría una exteriorización del amor. Cuando amamos y somos amados la alegría brilla en nuestros ojos, se toca, se ve. Como decía S. Francisco de Sales: «El amor precede también a la alegría. ¿Cómo se podría tener alegría en la complacencia de una cosa si no se la ama?». Pero la alegría que anhelamos es una alegría eterna. Por eso le pedimos a Dios que nos envíe su Espíritu. Decía el P. Kentenich: «Cuando Dios quiere regalarnos una gracia especial, nos regala primero el correspondiente anhelo»[7]. Tenemos hambre de alegría: «Es un instinto primordial en la naturaleza humana. Pero reemplacen la palabra hambre de alegría por hambre de felicidad, por instinto de felicidad»[8]. Al constatar el hambre aumentará el deseo y la capacidad de recibir esas semillas de felicidad que tanto anhelamos. Pero es verdad que, cuando nos obsesionamos con ser felices, acabamos siendo infelices. Es un don que tenemos que pedir. Una gracia, no un derecho exigible. Abrir el alma a la alegría es abrirla a los dones de Dios. Abrirla a la sorpresa, a lo nuevo, al amor. Abrirla a la paz que se recibe cuando no nos obsesionamos con ser felices siempre. Lo sabemos. La obsesión por la alegría, trae consigo la tristeza. Un alma que exige y busca obsesivamente se frustra. Cuando nos preocupamos por alegrar a otros, por sembrar alegría en otros corazones, el propio corazón se alegra. Amar es luchar porque sea feliz aquel a quien amamos. El fundamento siempre es el amor. Cuanto más amamos, más felices somos. Cuando amamos bien, hacemos felices a los que amamos. El corazón que no ama, se entristece y entristece.

El Espíritu Santo nos regala los dones que necesitamos. Muchas veces nuestra alma está esclava. El hombre vive tristemente la vida que no quiere vivir. Decía el P. Kentenich: «El hombre moderno está en peligro de perder su alma, de esclavizar su alma a las cosas exteriores, de vincularla a las cosas. Lleva una vida de rata, de sapo, de ave migratoria. Está demasiado poco en su propia casa. Siempre mentalmente de viaje, de camino. Está demasiado fuerte hacia fuera, carece de alma»[9]. No tenemos alma cuando vivimos volcados sobre el mundo, vaciados en las cosas que poseemos y nos atan. Nos pesa demasiado el corazón. Somos esclavos de nosotros mismos, de nuestros deseos y anhelos, de las pretensiones que nos impiden crecer. Cada uno sabe lo que más le pesa, lo que le impide avanzar pasos nuevos. Jesús viene hoy en la fuerza del Espíritu. Necesitamos adentrarnos en nuestro cenáculo y esperar su venida. Viene a devolvernos el alma. Lo primero que le pedimos hoy es que nos enseñe a reposar en nuestro propio corazón, solos. Decía el Papa Francisco: «En la intimidad con Dios y en la escucha de su Palabra, poco a poco dejamos de lado nuestra lógica personal, dictada la mayor parte de las veces por nuestra cerrazón, por nuestros prejuicios y nuestras ambiciones, y en cambio, aprendamos a preguntar al Señor: ¿Cuál es tu deseo? ¡Pedirle consejo al Señor!». En oración aprendemos a vivir sin miedo en soledad. Aprendemos a hacer silencio para escuchar su voz y descifrar sus caminos. El hombre de hoy ha perdido la conciencia de su originalidad. No sabe quién es. No conoce para qué lo quiere Dios. El Espíritu nos devuelve los ojos para descubrir nuestra belleza, para saber qué quiere Dios que hagamos. En intimidad con Él reconocemos quiénes somos. El Espíritu Santo convirtió ese grupo de discípulos masificado en un grupo de hombres enamorados de su misión. El Espíritu Santo hoy nos saca de la masificación, nos hace alegrarnos en los dones que nos ha dado. Nos capacita para amar más desde nuestra verdad. Nos hace creativos.
La fuerza del Espíritu transforma a hombres débiles en hombres capaces de todo: «Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma». Hechos de los apóstoles 2, 1-11. Jesús nos envía a una misión que supera nuestras fuerzas: «Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Juan 20, 19-23. La misión nos supera siempre. Hay demasiadas personas que no conocen a Dios. Hay demasiada desesperanza entre los hombres. Nos sentimos pequeños, torpes, lentos, incapaces para el amor. Pero hoy llega el Espíritu Santo y lo cambia todo. El signo increíble de Pentecostés no es que cada uno hable idiomas hasta el momento desconocidos. Lo increíble es que cada hombre comprende a Dios en su propio idioma. Eso es lo que hace Dios cuando toca el corazón. Me hace como Él. El signo del Espíritu es que yo sea capaz de hacerme entender por el otro. Que yo hable su idioma, me ponga en su lugar, me sitúe a la altura de su vida. El milagro es entonces que el otro, con su historia personal de fe, incluso siendo no creyente, incluso alejado de mí por sus costumbres, me pueda comprender. El milagro es que yo lo comprenda a él y que nos entendamos. La unidad es el signo de Dios, es el milagro mayor de este día. A veces muchos piensan hoy que la Iglesia no habla en el idioma del mundo. Por eso nadie nos comprende. Es la misión más importante: hablar su idioma y así construir la unidad. No sólo en mi familia, con los míos, no sólo en mi comunidad religiosa, no sólo en la Iglesia católica, no sólo entre iglesias. Decía el Papa Francisco al hablar de la paz: «Ungidos por el mismo Espíritu, también nosotros somos enviados como mensajeros y testigos de paz. ¡Cuánta necesidad hay de este testimonio nuestro de paz! La paz no se puede comprar. Es un don que hemos de buscar con paciencia y construir ‘artesanalmente’ mediante pequeños y grandes gestos en nuestra vida cotidiana. El camino de la paz se consolida si reconocemos que todos tenemos la misma sangre y formamos parte del género humano». La unidad con todo hombre. Sea cual sea su creencia, su origen, su vida. Sea cual sea su condición, su forma de ser. En todos los hombres vive Dios. El milagro es lograr hablar en su lengua. Hablar según su sed y no según lo que yo creo que necesita. Hablar despojándome de mí mismo, acogiendo al otro, tal y como es. Entonces estoy entregando a Dios. No mi idea de Dios, sino a Dios mismo. Ese día, en Jerusalén, el Espíritu de Dios rompió esquemas a todos. Abrió horizontes, sembró la paz entre los hombres. Cuando estaban con Jesús, Jesús les hablaba del amor a todos, a los pecadores, a los samaritanos, a los fariseos, a los romanos, a los recaudadores de impuestos, a los ladrones. Con Jesús habían aprendido a mirar al otro más allá de su pecado, de su creencia, de su origen. Hoy están presentes todos los pueblos de la tierra, personas incluso que nunca habían oído hablar de Jesús, hombres que adoraban otros dioses. Pero Jesús les sigue diciendo lo mismo, les abre el horizonte, no hay límites, no hay fronteras, no hay nadie que se quede fuera. Dios es para todos, la buena noticia de que Dios camina con nosotros y nos ama, es para todos.
El Espíritu Santo en Pentecostés abre las puertas del Cenáculo, las puertas del corazón de los apóstoles. El milagro es que se rompen las puertas y salen. No tienen miedo, se rompe el mundo pequeño en el que estaban. Salen hacia el otro, rompen su vida. Es la primera vez que lo experimentan. Ni siquiera estando con Jesús sintieron esa fuerza interior que los empujaba a salir. La fuerza era Jesús, su reposo era Jesús, pero sin Él no sabían hacer nada. Ahora es como si Jesús se hubiese metido dentro de ellos. Eso fue lo que pasó ese día. Se rompieron las barreras. Todos en la vida tenemos alguna vez un antes y un después. Un momento en el que comenzó a cambiar todo en nuestro camino. Como ellos, que eran los mismos, pero algo había cambiado. Tenían a Dios en el alma. Por fin comprendían a Jesús. Él seguía actuando dentro de ellos. La presencia de Jesús llenó sus vidas para siempre. Cambió su forma de pensar, de amar, de vivir. Ya no podían seguir como hasta entonces. Sus palabras tenían fuego, sus manos hacían milagros, no tenían miedo al dolor, ni a la muerte, no les importaba la persecución. Así comienza la aventura de la Iglesia. Se abren las puertas del Cenáculo y las del alma. Se rompe el miedo. Unos hombres temerosos reunidos en torno a su Madre, se llenan de fuego y pasión. Todo había comenzado con un anhelo, con una espera, con un ruido que llenó todos los silencios. En la fuerza de un viento que lo envuelve todo y de un fuego que se posa en cada uno, surge la Iglesia. Una Iglesia que habla palabras que comprenden todos, porque calman la sed. Una Iglesia que acoge y sana. Jesús se hizo palpable en los suyos, en esos hombres enamorados que aman como Él, que curan como Él. Hacen milagros, sanan con el poder de Jesús. Hablan sus mismas palabras. Miran como Jesús. Era Jesús en ellos. Es cierto, esta vez sí, Jesús se queda para siempre con ellos, con nosotros. Nonos dejará nunca. Nos quitará los miedos. Nos hará creer en lo imposible, nos enfrentará con la vida y con el mundo. Nos hará renovarnos cada día en nuestros sueños y luchar por dar la vida sin temor.

 [1] J. Kentenich, Niños ante Dios, 445

[2] Cardenal J. Bergoglio, Caminos de humildad – Acusarse a sí mismo. Buenos Aires 2005

[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

[4] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III

[5] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

[6] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

[7] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

[8] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

[9] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

Padre Carlos Padilla

No hay comentarios: