martes, 16 de abril de 2013

LA ORACIÓN MÁS PELIGROSA QUE SE PUEDE HACER


La oración más peligrosa que se puede hacer consiste en una palabra mediante la que simplemente decirle a Dios: “úsame”.

Es la misma oración de la Virgen cuando dijo “hágase en mí según tu palabra”, la que Jesucristo reiteró hasta dar la vida en la cruz “que se haga tu voluntad” y es la que desde entonces tantísimos cristianos han hecho.

No debiera ser algo extraordinario, pues la razón de ser de todo cristiano es vivir para hacer la voluntad de Dios, y sabemos que Dios quiere que todos se salven, por lo que sin nos ofrecemos hay trabajo para dar y tomar para el resto de nuestras vidas.

Pero por paradójico que parezca la realidad más habitual es la contraria, somos nosotros los que usamos a Dios: “Señor ayúdame, Señor dame, Señor, Señor…”

Yo no sé en qué parte del camino nos hemos convertido en una Iglesia de usuarios en vez de una Iglesia de enviados. Parece como si el summum de la vida cristiana consistiera en pasarse todo el día en la parroquia, en grupos de oración, en reuniones y planificaciones y en actividades de corte más social que sólo sirven para calmar conciencias.

Todo esto sería maravilloso si evangelizara, si sirviera para algo más que formarnos, engordarnos espiritualmente y acomodarnos donde estamos.

Pero hay algo que no funciona, porque obviamente no estamos evangelizando lo suficiente cuando la sociedad se desmorona y es manejada por poderes fácticos y espirituales enemigos el cristianismo y por ende del hombre.

Durante muchos años hemos pensado que eso de evangelizar era para los consagrados, y sin quererlo hemos creado un pueblo de gente que viene a recibir. Esto tiene por consecuencia un estilo de parroquias y de comunidades cristianas en las que no resulta alarmante la falta de recambio.

Mientras haya gente para la que decir misa, y una cierta estadística de sacramentos impartidos, Cáritas y dos cosas más con las que entretenerse, la Iglesia está cumpliendo su misión.

Pero el problema es que como decía Pablo VI la Iglesia existe para evangelizar, y por lo tanto, yo añadiría, la Iglesia no existe para engordar.

Lo decían en una charla que acabo de escuchar: ¿Quién se puede permitir el lujo de escuchar el evangelio dos veces cuando hay gente que no lo ha escuchado ninguna?

Pero como si nada, seguimos insistiendo. No pasa nada porque una parroquia se pase veinte años repitiendo los mismos sermones y con la misma música sin que nada cambie. No pasa nada por no educar a la gente en el cristianismo completo, el que da la vida y es signo de amor a los hombres mediante la locura de la predicación y las buenas obras.

Al final la salud de toda parroquia, de toda comunidad cristiana, se debe medir no por la cantidad de gente que acomoda un domingo o a diario, sino por la cantidad de gente que es capaz de enviar.

La macroparroquia llena de gente rezando, con un cura supermán que llega a todo a mí no me convence. No huele a oveja, no envía gente, sólo la mantiene en un bucle nostálgico que quiere que las cosas sean como cuando la gente venía a las iglesias sin que hubiera que ir fuera a buscarlas.

Pero eso no es lo que toca, pues la Iglesia llama a ponernos todos en estado de misión. Y lo preocupante es que cualquiera que se acerque a una parroquia un domingo puede constatar que lo que se ve es cualquier cosa menos un ejército en orden de batalla. Y lo peor es que nadie enseña a ese pueblo a ser ejército.

La gran dificultad para la Nueva Evangelización consiste en que en las parroquias y las comunidades católicas no hay discípulos, hay “acudidores”. Gente acude a recibir, que a veces se forma intelectualmente, que se apunta al club de ir a Misa los domingos o a diario, pero no les pidas más.

Pero la cuestión no está en que unos pocos arrimen el hombro, va mucho más allá. Jesús alimentó a los tres mil, envió a los setenta y dos, hizo discípulos de los doce y tuvo una relación aún más íntima con los tres. Luego en la Iglesia tiene que a haber de todo.

Pero sigo preguntándome en qué momento del camino nos hemos convertido en una iglesia que acomoda gente, que se preocupa de mantener edificios y chiringuitos, que se mira al ombligo y no es capaz de reconocer la patente constatación de que esa fórmula no es adecuada para los alejados ni cambia el mundo.

Una Iglesia que mantiene, sí, pero el problema que señalaba Cantalamessa en sus predicaciones de adviento es que hasta para no cambiar y seguir igual hay que hacer cosas no basta con dejarse llevar. Y es por eso que incluso haciendo lo de siempre que otrora funcionaba, las cosas ya no funcionan.

Y cuando se deja de vivir en la actualidad, cuando se acepta la monotonía de hacer las cosas “como siempre”, cuando se deja de enseñar a la gente cómo ser discípulos de Jesucristo… entonces pasa lo que pasa.

Pasa que enseñamos moralina en vez de a Jesucristo, pasa que en las comunidades florecen personalidades poco equilibradas que acentúan aspectos parciales de la fe hasta llevarlos al paroxismo, pasa que nos hacemos incomprensibles a los de fuera e insípidos como la sal que se desala.

Por eso las homilías aburren, hastían a los jóvenes y cansan hasta a los que las dan, pero es sólo la punta del iceberg.

Por eso lo llamamos a todo Nueva Evangelización como si se tratara de poner ése título a lo que hemos hecho siempre.

Y claro, los de fuera no lo entienden ni se sienten atraídos por ello. Y aunque los más ultraconservadores se crean que la solución de todos los males de la Iglesia pasa por abrazarnos a la arqueología, la triste realidad es que hay algo de razón en la crítica y la parodia de los de fuera.

Porque los de fuera andarán todo lo perdidos que sea, pero al menos saben lo que no les hace felices y en muchísimos casos están dispuestos a que alguien les cuente algo nuevo que les pueda cambiar la vida.

Y estos mismo de fuera no ven en la Iglesia un lugar donde encontrar, sino más bien una especie de museo de la religión de nuestras abuelas, donde Cristo no es el centro y sólo se predica la militancia y el compromiso en algo que no entienden.

A lo mejor no andan tan equivocados en su apreciación y estamos confundiendo las cosas, pues Jesucristo es la repuesta a la necesidad más profunda de toda persona, y si las matemáticas no fallan un alejado y Jesucristo son tal para cual.

Jesucristo funciona, el primer anuncio funciona, la Iglesia funciona y teológicamente es perfecta.

Pero faltan enviados que encarnen esto y sobran acomodados. Falta una oración sincera y peligrosa que le diga a Dios: “haz de mi lo que quieras”.

Y en esto, obras son amores y no buenas razones: ¿cuánto tiempo nos cuesta la evangelización? ¿Cuánto dinero personal gastamos en ella? ¿Qué espacio ocupa Dios en mí día a día? Y como preguntaría el papa Francisco, ¿cuántas veces al día tratas a Jesucristo en tus hermanos los pobres?

De verdad que no salen las cuentas. Si toda la gente que va a misa a diario, lee los portales religiosos en Internet, y forma parte de grupos movimientos y demás de exquisita formación ha dicho a Dios: “úsame”… ¿por qué las cosas no cambian? ¿Por qué hoy en día los cristianos no damos esa sensación de iglesia primitiva de los hechos de los apóstoles? ¿Por qué no hay evangelizadores? ¿Por qué seguimos acumulando casas, honores, carreras o posesiones (los que pueden por las crisis) y no vendemos todo para comprar el tesoro que hemos hallado?

Recuerdo un sacerdote que una vez en misa de diario le tocó proclamar la lectura siguiente: "Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda." (Mt 5:23-24)”

Comentaba con ironía que en su vida sacerdotal jamás había visto a nadie irse de misa al oír eso.

¿Quién cree que es fácil encontrar gente que se crea el Evangelio, que lo venda todo, lo ponga todo a disposición, entregue hasta su última energía y diga: “aquí estoy para lo que sea y cuando sea”?

La sensación creciente es que hasta los cristianos más entregados viven, hablan y se comportan como todo el mundo en esta sociedad. En el fondo no han cedido el control a Dios, y por eso no les queda otra que luchar y afanarse por el control de sus vidas. Úsame versus dame.

Por eso al final pesa más hacer carrera, atesorar las posesiones, proteger a los propios, guardar el honor, el prestigio y mil consideraciones más que liarse la manta a la cabeza consagrándose en cuerpo y alma al servicio de la verdad y los hermanos.

Y esto no es un problema de hacerse todos consagrados, sino de hacerse todos genuinos, empezando por los laicos. Darlo todo, tenerlo todo en común, liberarse de lo superficial, vivir como si no fuéramos de este mundo, amar a espuertas y proféticamente en definitiva.

Cualquier otra cosa es hacer del cristianismo un animal enjaulado, confinado en las cuatro paredes de nuestra religiosidad.

No en vano San Pablo buscaba enviados, pues el problema de que la gente crea empieza porque de verdad tengamos fe en Jesucristo y abracemos la locura de la predicación:

“Ahora bien, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique? ¿Y quién predicará sin ser enviado? Así está escrito: «¡Qué hermoso es recibir al mensajero que trae buenas nuevas!” Rom 10,14-15

Miremos alrededor, hay ejemplos, hay comunidades y signos de esperanza.

Como cuando Kiko Argüello pide gente para irse de misiones y empiezan a desfilar decenas de personas ofreciendo sus vidas.

Como cuando uno se va al comedor de la madre Teresa y se encuentra voluntarios que se dejan lo mejor de sus horas y su jubilación allí.

Como cuando un obispo en una diócesis que no va sobrada de dinero le pide a todos sus fieles que se quiten un 1% de su sueldo, en plena crisis, para sufragar los gastos de la Nueva Evangelización, poniéndose el delante como ejemplo.

En el fondo lo estamos deseando todos. Poder decir “úsame”, ceder a Dios el control de nuestras vidas y vivir para el Evangelio aun estando en medio del mundo.

Es una oración peligrosa, sí. Pero también es necesaria, y aún me atrevería a decir que es la única oración posible. Ya lo decía Jesucristo: que sea tu voluntad y no la mía; hágase Señor tu voluntad.

José Alberto Barrera Marchessi

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